Sin blanca
I
II
- ¡Ha salido el sol sin pizca de aire!
Pensamos demasiadas veces que las colas son un fenómeno deplorable asociado a totalitarismos de corte comunista. Y nos equivocamos. ¿Acaso nadie se ha visto obligado a guardar cola en nuestras muy capitalistas sociedades occidentales? El propósito de la presente colaboración es hablar de nuestras colas.
Su seguro servidor recuerda haber hecho colas interminables. La mayor, en la que entré en un turno con otros amigos, fue para conseguir unas entradas para un Real Madrid-Hamburgo a mediados de los ochenta. La gente daba dos vueltas al Bernabeu.
Con el paso del tiempo, este tipo de colas me resultaron cada vez más insoportables. Afloraba mi esencial condición de aristócrata extemporáneo y gratuito. Por supuesto que seguía esperando mi turno en colas pero éstas eran ya de otro tipo. Por ejemplo, para matricularme en la Escuela Oficial de Idiomas de Madrid. La gente se lo tomaba con paciencia: se plantaba la tarde anterior a la apertura del plazo con todo lo que fuera menester para aguantar el trago (silla plegable, aislante, saco de dormir, etc.). Colas heroicas, aquéllas...
Recuerdo, asimismo, que el momento en que se acabó de expresar mi gen anti-colas fue durante la Exposición Universal de Sevilla, en 1992. Tuve que ir a visitarla dos veces para acompañar a amigos franceses (por cierto, los extranjeros que más afluyeron). El trato que el acontecimiento proponía era simple: debía uno plantarse a eso de las 07:00h en la puerta de entrada al recinto más próxima al pabellón que se quisiera conocer prioritariamente ese día. Para esto no había cola pues, en cuanto se abrían las puertas (uno ya iba provisto de un pase para varios días), se trataba de emprender una desaforada carrera por las cuidadas avenidas del ferial hasta la entrada del edificio en cuestión y, a lo peor, prepararse para otra cola.
En la Expo de Zaragoza yo ya no hacía colas. Me metía en pabellones que parecían más agencias de viaje que otra cosa y contemplaba, maravillado, cómo lo que atraía a la gente era el deseo de arramplar con toda pegatina, pin o camiseta promocional gratuita que se distribuyera.
En un viaje a Noruega, en las islas Lofoten, descubrí, sin querer, que la mejor manera de saltarse una cola era entrar por la salida. Lo hice, insisto, sin querer, en el Museo del Pueblo Vikingo de Borg. Y no fui yo sólo sino los cinco que por allí andábamos... Juro que sólo nos dimos cuenta cuando llegamos a la entrada (palabra noruega que sí comprendimos).
Si se dan Vds. una vuelta por el centro de Madrid estos días, se topan con colas para todos los gustos. Las más incomprensibles me resultan las que hacen aquéllos que quieren comprarse un décimo en los diversos despachos de Doña Manolita prefiriendo morirse poco a poco durante horas a pagar dos euros más por el mismo billete ofrecido por el lotero ambulante de al lado.
He llegado, pues, a la conclusión de que, en este mundo de prisas e instantaneidades, paradójicamene, nos encanta perder el tiempo haciendo colas. Colas y más colas no ya de necesidad, como las cubanas o las venezolanas, sino de auténtica y lamentable estupidez.
Confieso que me cuesta respetar el contenido previsto para esta colaboración después de los atentados de París. Pero puede que, cuando la haya terminado, lo expresado en esta página y lo que planea sobre ella puedan considerarse hijos de un mismo padre. Veremos.
En estas últimas semanas y puede que para contrapesar el resultado tan descontado como estéril de la próxima Cumbre del Clima en París, se ha ido difundiendo noticias optimistas sobre el futuro más o menos mediato de la Humanidad. Me propongo, en un primer momento, traerlas a colación por el orden cronológico en el que me han llegado.
La primera se refiere a que es ya incontestable que hay agua en Marte. Congelada y en el subsuelo mas innegable.
La segunda es que se tiene constancia de que la vida salvaje ha progresado mucho más allá de las más optimistas previsiones en la zona cero alrededor de Chernóbyl y en algunos parques naturales constituidos en Bielorrusia que no son sino zonas deshabitadas por precaución sanitaria. Las especies que más proliferan son las de los medianos y grandes mamíferos (jabalíes, lobos, alces e, incluso, el oso pardo). Las aves no lo hacen tanto. El mundo vegetal, por su lado, ha ido borrando, implacable, los rastros de toda huella humana.
Hoy he leído que las reservas de petróleo alcanzan cotas de máximos históricos con lo que, a priori, está garantizado nuestro modelo de civilización desarrollista fundada en el empleo del carbono como principal fuente energética.
Tres noticias que aliviarán el posible cargo de conciencia de todos los que se están preparando para oficiar en la renovada liturgia consumista de lo que pronto se conocerá bajo el único y políticamente correcto apelativo de Fiesta del Solsticio de Invierno.
Apresúrense, pues, señores, en pleno veroño, a contemplar el espectáculo crepuscular y nocturno de nuestros centros comerciales abiertos conocidos antiguamente como ciudades. Todo está bajo control. En el peor de los casos, siempre se podrán escapar de un planeta achicharrado un buen puñado de naves con suficiente semilla humana como para conquistar otros mundos. Chernóbyl y aledaños nos demuestran lo felices que haremos a los que aquí abajo se queden. Llegados a Marte, unas cargas nucleares aquí y allá destaparán el tarro de las esencias de su agua fósil, se generará una atmósfera medio respirable y quién sabe si, al cabo de unos cientos de años más, ello nos permitirá pasearnos con escafandras más livianas.
Salvados por fin y por mucho que les pese también a los asesinos.