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Voy con 'los malos'

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Desde que tuve noción de mi propia condición de espectador de películas esencialmente estadounidenses (como le ha ocurrido a todo hijo de vecino) sentía una particular simpatía por los malos: los indios, los esclavos, los ladrones de bancos, etc. Hollywood sin duda perseguía que me apiadase de la familia de colonos temerosa de Dios y de niños rubios con ojos azules que iban a la escuela descalzos llevando su almuerzo en una tartera. Pero a mí me fascinaban los indios, esos nómadas que no le ponían puertas ni coto al campo y a los que el orden les iba royendo el territorio salvaje en el que durante siglos vivieron.

También me caían simpáticos el par de granujas que asaltaba la diligencia o el tren que transportaba caudales o aquéllos que decidían hacer saltar por los aires el edificio aislado del banco que se encontraba al final de la polvorienta calle del típico pueblo del lejano Oeste.

TiburónTampoco era capaz de entender por qué, habiendo tantos negros en los Estados Unidos, éstos no alcanzaran mayor nivel de protagonismo en las películas, por qué los relegaban a papeles de sirvientes que, además, hablaban con acento caribeño. Yo maldecía al terrateniente virginiano que abortaba la típica relación sentimental entre su inocente hija (de inefables e inevitables tirabuzones y corte de lacitos) con el hijo del esclavo (y protoesclavo, por ende) con el que había intimado siendo aún más niña.

Con el paso del tiempo y la variación de la figura del antagonista, he comprobado cómo esa propensión mía no sólo no se ha debilitado sino que ha abrazado prácticamente todo el espectro del mal: he militado a favor del fuego come-ambiciones en El Coloso en llamas y del tiburón en la ópera prima de Spielberg (devorador de desaprensivos). Voy con los extraterrestres que quieren invadir la Tierra (lo siento, de veras, por Will Smith...) y con los habitantes de Pandora en Avatar. Con los dinosaurios y con King Kong en su desigual lucha por no convertirse en exóticas piezas de museo mercantilizadas.

Tampoco me gustan los zoos ni los acuarios. Recuerdo la última vez que fui a un zoo. Fue el de Barcelona, al final de los años noventa. Casi al cabo de mi recorrido, pasé por las dependencias donde se encontraba el único gorila albino del mundo, Copito de Nieve. Estaba solo, sentado en el suelo con la espalda apoyada en un muro de hormigón. Me lanzó una mirada triste como aquélla de la que difícilmente otro ser (humano o no) pueda ser capaz y que yo interpreté como una especie de: "Fíjate en qué me habéis convertido. Ni siquiera sé cómo podía haber sido mi vida si no hubiese estado aquí porque hasta eso me lo habéis robado".

jurassicEstrenaron el año pasado Jurassic World. Una nueva entrega de la saga Parque Jurásico que da cuenta, en otra (por cierto, descontada) vuelta de tuerca, de aquello a lo que puede conducir la insaciable ambición humana en el ámbito de la terciarización del patrimonio animal. Imagino que, como en las películas precedentes de la serie, Spielberg pretenderá darnos otra lección de humildad a costa de proponernos todo un abanico de cruentos sacrificios de turistas de alto poder adquisitivo.

Insisto: voy con los malos. Y con todo lo que se pueda llevar por delante esta civilización estúpida y obscena que defeca sobre el minúsculo punto de apoyo que la sustenta en el inmenso Universo.

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