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Perdigón


I

El mayorazgo de Uceda y un criado avanzan en diagonal por la espesa raña que los cubre y se  asoma en acantilados al Jarama. Es una fría mañana de marzo y ya no deberían cazar la perdiz, pero el primogénito del señor de estos pagos no suele atender a razones. De repente, del corazón de una retama que le veda el paso, alza el vuelo el ave perseguida, sin tiempo para que el joven pueda disparar su ballesta.

- ¡Munir! ¡A tu derecha!

El mudéjar reacciona a tiempo en un movimiento automático pero yerra el tiro.

- ¡Maldito seas, patán!

perdigon2La perdiz vuela mas no logra su fin supremo: distraer la atención de sus enemigos evitando que se apoderen de su puesta. Jimén se queda maravillado ante lo que descubren sus ojos: cinco hermosos huevos. Uno de ellos, dorado. Recoge con avidez los cuatro normales, los deposita cuidadosamente en un cestillo de mimbre que lleva en la espalda opuesta a la que soporta el carcaj, se despoja de ambas cargas y se arrodilla con admiración ante el insólito hallazgo. En ese mismo instante, aparece Brigán con ese irreprimible afán por olisquearlo todo. Su amo lo aparta de un despectivo manotazo en el hocico.

- ¡Fuera, truhán!

Y ya, en la mente de Jimén, sólo está ese tesoro. El viento que silba colándose por entre las erguidas ramas desnudas de los chopos, el atronador galopar de siete jinetes que irrumpen por oriente y el aviso apremiante de su compañero de caza se ahogan en un silencio nuevo. Nuestro hombre aprisiona un huevo de oro con toda la fuerza de su mano izquierda y se vuelve.

II

perdigon8La celda es una porqueriza de gruesos muros de pizarra mampuestos. Su techo, bajo, de lastras, se vuelve opresivo a medida que declina desde la mitad de la exigua estancia. El frío y la poca luz se cuelan por la comisura entre el tejado y los muros. El suelo consiste en una pestilente pasta negra que resulta de la mezcla entre el barro, los excrementos de los suidos y los del proprio Jimén. Éste yace sucio sobre un jergón piojoso situado al pie de la pared que queda a mano derecha según se abre la pequeña puerta de madera. De tanto en tanto, el joven abre su mano izquierda para considerar su misterioso huevo como pidiéndole que, de algún modo, lo saque de ahí. El portillo se abre con un agudo chirrido de sus goznes de madera vieja.

- ¡Maldito seáis, jovenzuelo! ¡En cuán poco os deberán de apreciar los vuestros cuando no están dispuestos a soltar por vos ni siquiera un puñado de monedas de plata!

- ¡Os lo he dicho mil veces: mi padre me odia! Y piensa: como lo odio yo a él. ¡Soltadme y hallaré el modo de recompensaros!

- Empiezo a pensar que no estáis cuerdo. ¿Por qué porfiáis en apretar ese puño que no encierra nada?

- La mitad de lo que aquí tengo os procuraría comida y confortable cobijo por muchos años...

- ¡Desvaríos!

Entonces, en un último y desesperado intento, Hicham Benjumeda se abalanza sobre su cautivo y le abre sin demasiada dificultad el puño izquierdo. Una vez más, nada. Con un gesto, ordena a un secuaz que deposite en el suelo el rancho del día en una escudilla de barro con el borde mellado. El mayorazgo se precipita sobre ella y engulle sin pensárselo dos veces un asqueroso almodrote.

III

perdigon3Jimén abre los ojos y descubre, a dos palmos, la escuálida grupa de una acémila que no se inmuta. Gira la cabeza y se topa casi de bruces con la testuz de un buey manso. El animal, que pareciera haberlo velado, lo premia con un lengüetazo en la cara. El joven se sorprende de no mostrar repulsión; descubre que es, incluso, capaz de apreciar ese gesto de cariño. Se incorpora, a duras penas, sobre sus codos y repasa, en un movimiento de izquierda a derecha de su cabeza, los contornos del lugar. Está, medio desnudo, en un pequeño establo. Unas pacas de heno, un pesebre de madera, una horca y un rastrillo atrancando una compuerta hacia otra dependencia. Ignora que, por la rendija entre dos tablones, dos ojos niños lo espían y echan a correr al cabo.

El mayorazgo se levanta y comprueba cuánto está desmejorado. Se diría que es familia directa de la mula... Un burdo sayón lo cubre. La mejor noticia: su puño izquierdo sigue conteniendo ese huevo de oro que refulge como nunca. En esto aparece al contraluz un labriego:

- Me avisó el zagal. ¡Qué bueno veros en pie!

- Quienquiera que seáis, os doy las gracias por sacarme de esas zahurdas.

- ¡De qué zahurdas hablaís? Os encontré medio muerto en un recodo del camino de Torremocha. Os dí de comer y de beber con lo que me quedaba y conseguí reanimaros. Deshice un saco para cubriros y nos pusimos a caminar hasta casa aunque siempre pensé que no estábais del todo con los mortales. Se echó la noche encima, iba el río crecido, di un paso en falso, caí de la puente y, de no ser por vos, me habría ahogado. Os arrojásteis de corrido al agua y me echásteis esa mano izquierda que Dios para siempre guarde para sacarme del atolladero. Llegamos a las tantas como dos sopas. Pero llegamos. Y nunca sabré devolveros lo que hicísteis por mí...

- Decís que os libré de ahogaros... ¿con mi mano izquierda?

- Como que me llamo Tomás Fruela pues, con la derecha, os sujetábais al tronco de un arraclán...

- Escuchadme: el que os debe la vida soy yo. Vos no imagináis quien soy (y ni yo mismo lo sospechaba hasta ahora). Ensillad dos jumentos sin demora y tomad este presente como primera muestra de mi deuda para con vos.

Jimén abre su mano izquierda sobre la palma de la cual trona orgulloso un precioso huevo de oro macizo. El lugareño, que no sale de su asombro, se aproxima fascinado, tiende su mano derecha para asir el presente y, en ese momento, el mayorazgo posa la suya sobre la de aquél de modo que las tres manos se funden en un apretón entrañable.

IV

perdigon4A Jimén le duele todo el cuerpo. Es como si le hubieran pasado por encima siete jinetes con sus cabalgaduras. Se palpa todo con la mano derecha. Gracias a Dios, sólo se trata de contusiones... y de un enorme dolor de cabeza. Brigán no se ha movido de su lado. Su dueño levanta la mano. El can amaga con zafarse pero Jimén no le da tiempo: lo atrae a sí y lo arrulla por primera vez en su vida. Al instante, un pequeño picotazo en el costado izquierdo le hace volverse. Un huevo dorado ha eclosionado y de él ha salido un perdigón que, tras una cómica reverencia, le espeta con voz de tiple:

- Las manos están para hacer, dar y querer.

Y, dicho esto, el polluelo corre al encuentro de su madre. Jimén, perplejo, lo ve alejarse y a Munir que lo va a atrapar.

- ¡Déjalo ir, hermano!

FIN

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