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Blíster

¿Qué tienen en común una bandeja con los avíos para el puchero, un adolescente enfurruñado en uno de los asientos traseros de un monovolumen, un tractorista en plena faena, el pasajero de un AVE absorto ante su portátil y una barqueta con un cuarto de gallina?

Todos están convenientemente aislados del exterior, en cumplimiento con la arrolladora tendencia de nuestros tiempos consistente en generalizar procedimientos de origen productivo comercial a todos los ámbitos de la vida sobre el planeta 'desarrollado'.

Se trataba, en origen, de 'optimizar' la presentación de determinados bienes, preservarlos higiénicamente, hacerlos más apilables, más fáciles de llevar, más cómodamente acumulables y clasificables. Bastaba envolverlos en un film transparente.

Todos están encapsulados en un ámbito presuntamente controlado que los desvincula, definitivamente, de sus distintos medios 'naturales' para convertirlos en 'contenidos' que llevar y traer, intercambiar, comprar, vender, (hacer) producir y  (hacer) consumir para mayor gloria del hegemónico sistema.

Recuerdo los tiempos en que iba los viernes por la tarde con mis padres a hacer la compra al mercado del barrio. Había colas delante de todos los puestos. Nos distribuíamos para tomar la vez. Te servían a tu gusto, por kilos, unidades o a granel y nadie se quejaba de las inevitables conversaciones que se trababan con unos y con otros y que demoraban lo que no era un mero trámite. No echábamos menos de dos horas y media en hacer la compra. Se trataba de uno de los grandes momentos de socialización de la semana (sobre todo para mis padres, que trabajaban fuera de casa y el fin de semana no salían con amigos ni iban a bares o a espectáculos). Y no recuerdo que hayamos sufrido nunca ninguna intoxicación alimentaria.

blster2Recuerdo los tiempos en que uno podía asomar la cabeza por la ventanilla abierta del tren. Estaba prohibido pero casi todo el mundo lo hacía salvo, claro está, cuando se atravesaba un túnel. Ahí, los revisores estaban muy pero que muy atentos a los más temerarios. Me acuerdo, en uno de mis primeros viajes con amigos a los Picos de Europa, de haberle pedido al revisor despertarnos con tiempo para que nos bajásemos en Torrelavega. El hombre debió de dormirse y no lo hizo. Total, que uno de los miembros de la 'expedición' se dió cuenta muy a última hora y no tuvimos más remedio que salir en estampida del convoy y tirar las mochilas y demás pertenencias... por las ventanillas que daban al andén de la estación. Tiempos en los que no había gepeeses que nos dijeran por donde tirar. Tiempos en los que viajar también era preparar el viaje y el viaje comenzaba en el preciso momento en que nos metíamos en el correspondiente medio de transporte. Tiempos en los que me agarraba una tortícolis de tanto pasarme el rato mirando por la ventanilla, intentando comprobar cómo era cierto lo que contaban nuestros libros de texto, nuestros atlas y mapas, encajando paisajes virtuales y reales. ¿Quién mira hoy por las ventanillas herméticamente cerradas de coches y trenes? Lejos quedan también esos juegos de adivinar, por sus matrículas, la procedencia de los coches que nos encontrábamos por el camino, las preguntas por los tipos de cultivo, la historia de los pueblos o las especies vegetales que nos iban saliendo al paso.

Recuerdo los tiempos en que el tractorista sin cabina era un agricultor que trabajaba por cuenta propia (o se lo tomaba como tal) en una tierra que sentía como suya, que escudriñaba para saber lo que precisaba en cada instante, que olía y tocaba antes de la faena con la intención de asegurarse de que el tratamiento previsto era el que de verdad precisaba. Hoy en día, los tractores son unos mastodontes versátiles: lo mismo destripan el suelo a más de cincuenta centímetros de profundidad que riegan con todo tipo de abonos sintéticos, herbicidas y pesticidas un terreno cada vez más inerte, mero soporte físico de las tropelías de la agricultura convencional. Este tractorista ara en el sentido que le conviene para acabar cuanto antes la tarea: poco le importa si lo hace a favor de pendiente. Nadie lo controla pues los terratenientes están más pendientes de embolsarse las subvenciones o las indemnizaciones. A la hora exacta de la comida, nuestro hombre se para en seco, se restaura en la cabina y tira por la puerta-ventana los envases de todo tipo de lo que ha acabado de consumir. Al siguiente paso, piensa, una lengua de tierra lo tapará todo. Pero tengo comprobado cómo los barbechos están regados de todo tipo de resíduos sólidos que acaban por aflorar.

El blíster es una crisálida perversa, promesa de una mariposa muerta o sin alas.

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El jilguero

La vida se va escribiendo muchas veces desde la casualidad. Y fue hojeando El País hace ya unas semanas cuando mis ojos dieron con El Jilguero, el cuadro que titula la última novela de Donna Tartt (Estados Unidos, 1963). No les hablaré de la novela porque no he leído ni siquiera el primer capítulo descargable gratuitamente. Trataré del cuadro, sobre el que he indagado y que retuvo mi atención para fascinarme desde el primer momento.

He averiguado que se trata de una de las obras más conocidas de Carel Fabritius (Holanda, 1622-1654), discípulo de Rembrandt. Este óleo sobre tabla de reducidas proporciones (22,8cm X 33,5cm), pintado por su autor poco antes de fallecer trágicamente en la explosión del polvorín de Delft, se encuentra actualmente expuesto en el Mauritshuis (La Haya). Técnicamente, estaba destinado a provocar la sensación conocida por trampantojo pues se preveía exhibirlo a una altura superior a la del ojo humano de modo que, a primera vista (es decir, de abajo a arriba), pareciera que el animalito estuviera instalado sobre el posadero inferior y, conforme la altura de la mirada fuera alcanzando la de la tabla, el pajarito 'saltase' al posadero superior, sobre el que efectivamente reposa.

Esta licencia pictórica era la máxima movilidad que Fabritius estaba en condiciones de otorgarle a su jilguero porque, si se fijan bien (cosa de la que yo no me percaté al principio) nuestra avecita está encadenada. Arriba, abajo, comer (la cajita es un comedero) y cantar. En la didascalia del Mauritishuis nos informan de que, en aquellos tiempos, los jilgueros eran animales de compañía muy populares y que, incluso, eran amaestrados para agarrar con su pico un dedal, llevarlo hasta un vaso de agua, llenarlo y beber embrocándoselo hacia el gaznate. Todo un prodigio. Me pregunto si, para tales habilidades, permanecían encadenados o este numerito lo efectuaban dentro de una jaula.

En cualquier caso, confieso que me he quedado prendado del cuadro por la dicotomía que presenta. Por un lado, un ave que me está mirando con esa dignidad fundada en la ignorancia de la libertad (probablemente nunca conocida). Por otro, como representante que soy de la especie humana, la mala conciencia que me genera la atadura. La cadena me resulta una condena aún peor que la jaula porque aborta el vuelo en origen. ¿Dónde es más cruel el grillete, en la lúgubre celda o en medio de la Puerta del Sol?

Visto lo que el ser humano es capaz de infligir a sus congéneres no debería extrañarme la vileza con la que suele tratar a los animales.

Sinceramente, no sé si esta voz es la que nos quiso hacer llegar Fabritius, pero lo que sí sé es que la percibo y me avergüenza en lo más profundo de mi ser: "¡Canta y come, pajarito!".

¿Les suena a algo?

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X, Y, Z

¿Qué pensarían Vds. si se enteraran de que los hijos de los principales capitostes de las grandes empresas de Sillicon Valley estuvieran estudiando en colegios donde se ha desterrado de la enseñanza cualquier tipo de herramienta o soporte tecnológico? Bueno, tampoco se extrañarían demasiado pues sobran ejemplos análogos en cualquier ámbito y por supuesto que también en el mundo de la educación: la mayoría de nuestros políticos han tenido y tienen a sus descendientes instruyéndose en los colegios, facultades, escuelas e institutos privados más prestigiosos. Sin embargo, si una casi automática evidencia se impone a la hora de poder aspirar, del modo que sea, a Harvard o al M.I.T., no aparecen claras las razones por las que se pueda preferir formar a su progenie en una institución en la que no proliferen tabletas, ordenadores, pizarras y libros electrónicos y qué sé yo qué otros instrumentos interconectables.

Por lo que a mí respecta, no les puedo negar que las tecnologías de la información y la comunicación han revolucionado y facilitado mi día a día y mi trabajo de profesor. Me cuesta muy poco conseguir pretextos escritos, audio-orales o audiovisuales a partir de los cuales construir mis clases. Me comunico con rapidez, eficacia y discreción con mis alumnos, mis amigos y conocidos. Soy capaz de elegir mis fuentes de información con mayor autonomía y libertad. Puedo comprar bienes y servicios que no encuentro en mi entorno. Pero todo ello, lo he ido integrando en mi vida con parsimonia y tras cerciorarme de que no menoscababa un tipo de vida, una manera de estar en el mundo que ya estaba asentada y que tan sólo buscaba yo mejorar. Todos estos avances se han incorporado a lo que creo es un patrón de crecimiento personal preexistente.

xyz2Es preciso, sin embargo, reflexionar sobre el modo en que todo este tsunami tecnológico se precipita sobre los individuos en un proceso de construcción menos avanzado: las nuevas generaciones. Es, quizás, la primera vez en la historia de Occidente en que una novedad irrumpe con tanta fuerza e inmediatez en las aulas, sin tiempo para que podamos medir las consecuencias de esta especie de obscenidad. Como en tantos otros ámbitos de nuestra actualidad, responsables educativos y padres (por lo que creo son las mismas razones que llevan  a sumergir en regalos y caprichos a aquéllos a los que no podemos dedicar el tiempo suficiente) han sido los primeros en alinearse con las más comerciales y obvias intenciones de los grandes fabricantes de estos productos. ¿Cuánto tiempo tardaron en entrar en las aulas y con qué papel lo hicieron la radio y la televisión (dos de los grandes electrodomésticos de nuestro tiempo)?

Hoy día parece inevitable que todo deba pasar por la interconexión y la intercomunicación en la inmediatez. La cantidad de experiencias vivibles precede a su calidad. Lo urgente se lleva por delante a lo importante. La fugacidad de los estímulos los hace inasibles. Éste es el caldo de cultivo en el que podemos flotar cuales tropezones y en el que corremos el riesgo, si nos descuidamos, de disolvernos como azucarillos.

En la institución donde trabajo, los exámenes de fin de curso consisten en cuatro tipos de prueba: comprensión oral, comprensión escrita, expresión oral y expresión escrita. Desde siempre, la parte más accesible fue la comprensión escrita por razones que a la gente de mi generación y alrededores (por no hablar de los mayores) nos parecen palmarias : los pretextos están ahí, inmóviles ante la posibilidad de analizarlos y escrutarlos casi cuantas veces pueda apetecer. Por consiguiente, las preguntas referidas a tales documentos resultaban más fáciles de contestar. De un tiempo a esta parte, la comprensión escrita se ha vuelto un auténtico «hueso» para las últimas promociones. Hasta el punto de que ya hay alumnos que suspenden curso exclusivamente porque no han sido capaces de resolver este tipo de tareas. Cuando el profesor indaga los motivos y pregunta a los alumnos qué es lo que han encontrado difícil, cada vez en mayor número responden que, simplemente, no han tenido la paciencia o la capacidad de concentración para rescatar los contenidos deseados. En las pruebas de nivel que se organizan a principios de curso, esta situación alcanza su paroxismo. Demasiados aspirantes a estudiantes de lengua extranjera en nuestra Escuela deciden abandonar una prueba que no dura (en su parte escrita, la redacción) más de una hora. La proporción de abandono es mayor cuanto más joven sea el candidato.

Creo poder aportar alguna explicación a esta descorazonadora constatación.

Miren Vds., cualquier texto impreso, independientemente de su calidad, intención o código en el que esté escrito, constituye una unidad de comunicación, un pequeño universo ideológico con su propia historia. Esta historia comienza con la primera palabra y acaba con la última. Por lo tanto, dentro de este mundo simbólico, hay un pasado (lo que ya he expresado o interpretado), un presente (lo que estoy entendiendo o diciendo) y un futuro (lo que me queda por averiguar o contar). A nivel estrictamente lingüístico, las palabras del texto se relacionan en mayor o menor grado entre sí de manera horizontal de acuerdo con unas reglas que describe la Gramática (Morfología y Sintaxis). Cada palabra, por su parte, se encuentra en la encrucijada de posibilidades de todas aquellas palabras que podían haber figurado en el lugar que efectivamente ocupa (Lexicografía). La elección de cada término, se encuentra, pues, determinada por la necesaria intersección de dos competencias lingüísticas del individuo en un teórico eje de abscisas (x) y de ordenadas (y). Cada elemento de nuestro discurso se encuentra en la confluencia de un plano real (lo que efectivamente estoy plasmando o comprendiendo) y un plano virtual (lo que que hubiera podido plasmar o comprender en cada elección).

Como habrán podido comprobar, éste es un producto cultural de máxima carga simbólica que debe de constituir un auténtico reto para cualquier chaval que inicia su recorrido vital en este mundo. Este camino, difícil, conlleva, en contrapartida y como recompensa, la construcción y la consolidación de un tipo de pensamiento, el lógico-simbólico, indispensable para afirmarse con un mínimo de garantías de autonomía y libertad en la sociedad.

Los métodos de aprendizaje de los distintos contenidos socioculturales transitan, básicamente, desde la promoción del conocimiento a través del contacto directo con la realidad hasta la enseñanza fundada en el máximo nivel de abstracción que hemos descrito más arriba.
Éste ha sido el camino andado por la mayoría de los habitantes más afortunados del planeta hasta hace, más o menos, veinte años. Momento en que, al texto del que hemos hablado, las tecnologías de la información y la comunicación le añaden el concepto de ‘hipertexto’ (z) y las nuevas modalidades de comunicación verbal y escrita como interferencias posibles.

Estos dos añadidos, que pueden constituir (y constituyen en muchos casos, sin duda) un enriquecimiento para el productor y consumidor de textos suficientemente avezado (esencialmente, personas que habían cumplido quince años hace veinte años), comprometen seriamente el proceso de formación y consolidación del pensamiento simbólico apuntado con anterioridad.

La dimensión hipertextual (z) es aquélla que permite, haciendo clic sobre una determinada palabra, abandonar la historia y el universo (ideo)lógico de un primer texto, saltar a otro. Esta posibilidad es favorecida por el carácter curioso del ser humano y puede comprometer la necesaria fidelidad, el necesario compromiso con la integridad del texto (no dudo que, en muchos casos, heroico).

También es alta la posibilidad de que un mensaje dirigido al compositor o lector de textos en su relación con ellos a través de cualquier pantalla interfiera decisivamente en la tarea inicial del emisor o del receptor del texto. Otra amenaza para que se complete el proceso de configuración simbólica de marras.
Se podrán Vds. figurar qué capacidad de resistirse a esta dos tentaciones tiene un individuo en construcción y con cada vez menos resistencia a la frustración (al ‘no’, al aburrimiento, a cualquier tipo de disciplina, al sacrificio, etc.). Por otro lado, todo esto está ocurriendo en un momento en que nuestro niños y jóvenes pasan mucho tiempo solos o bajo la supervisión de ningún responsable (progenitor, profesor, monitor, vecino adulto, etc.).

El resultado es el de un aprendizaje fragmentario y fragmentado que produce seres absorbidos por su presente más apremiante y generalmente futil y cada vez menos armados para competir con los privilegiados que aprenden como aprendieron sus mayores.

Es la nueva y más sibilina antítesis del igualitarismo. En este caso, más (tecnología) es menos (individuo).

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