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Nuestro hijo muerto

Enterramos a nuestro hijo muerto en un parque. Ella tenía 23 años. Yo 25. Entre tres árboles. Creo que eran sauces. En aquel sitio siempre había niños jugando. Me lo imaginaba mirando hacia arriba con la carne pudriéndosele, con gusanos en su boca, con bichos en su estómago. Pensaba que escuchaba las pisadas de los otros niños que correteaban por allí, de los que habían podido nacer, que gritaban alegres sobre la negrura. Éramos jóvenes e idiotas. Nos creíamos inmortales con nuestros cuerpos vigorosos al sol. Pensamos que era la mejor decisión. Ella dijo que aquellas pastillas le harían perder el niño, que lo expulsaría en pocas horas. Y así fue. No pude mirar aquel bulto sanguinolento que ella me ofreció. No tuve los cojones suficientes. Sólo adiviné sus formas por el rabillo del ojo. Olía como cuando mi abuelo descuartizaba los cerdos. Mi abuelo había sido matarife pero yo nunca había podido ver la matanza. Aquel olor a carne y sangre fresca. Durante varias horas no te podías librar de él por mucho que te lavaras. Se te metía hasta el fondo de la nariz y se quedaba allí. Recuerdo que hicimos una pequeña ceremonia. Toda aquella tristeza inmensa en aquel día tan luminoso. Era verano.

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Íñigo

Era alto, corpulento, de nariz aguileña y mirada penetrante. Uno de esos tíos educados que entran a un sitio y dicen “buenos días”. Siempre iba bien vestido y peinado hacia atrás, con las gafas en suspensión en el borde de su apéndice nasal. Durante cuatro años coincidimos en el mismo bar a la misma hora. Él volvía de trabajar, yo llegaba allí de ninguna parte. No nos hablábamos, no nos teníamos confianza, o por lo menos no la suficiente como para iniciar una conversación. Tenía un acento extraño, después supe que era medio vasco y medio gallego. Su rostro mostraba siempre un semblante serio. No me agradaba, yo a él tampoco. Los dos lo sabíamos. Pero siempre adoptábamos una postura respetuosa, como corresponde a dos caballeros. Bebía su cerveza y miraba el partido con aire distraído. Comentaba las jugadas de forma discreta con alguno de los amigos que a menudo lo acompañaban. Era del Barça. Nunca discutía de fútbol ni de nada. Jamás gritaba. Otras veces venía con un chaval espigado que parecía ser su hijo. Pocas eran las veces que llegaba solo al bar, y cuando eso ocurría enseguida se acercaba alguien a hablar con él. Y es que tenía esa extraña virtud que sólo algunas personas poseen: atraía a la gente a su lado, era dueño de una especie de magnetismo invisible.

Cuando salía a fumar un cigarro a la puerta del local adoptaba una postura majestuosa. Abría ligeramente las piernas y miraba al frente mientras sostenía el pitillo, como un vigía oteando el horizonte sin soltar su antorcha. Su elegancia era innata. Se movía como lo hacen los gatos. Sus gestos eran pausados pero contundentes y su voz fuerte y sonora. Aunque no nos tratábamos yo sabía que él era una buena persona. Todos los camareros lo adoraban. Y los camareros de aquel bar eran como mi familia. A veces salía con ellos por ahí y tomaban cubatas hasta las tantas. Siempre me contaban lo genial que era. Siempre les creí.

Un día le diagnosticaron un tumor maligno. Lo echaron del trabajo y quiso irse a morir a su tierra natal. Antes de marcharse quiso celebrar con todos sus amigos una cena de partida. Unos días antes de fallecer llamó por teléfono al bar para despedirse de todo el mundo. Le dijo al camarero que le atendió que, cuando se fuera al otro barrio, todos tenían que repetir la cena en su memoria. Hay que estar hecho de una pasta especial para hacer esa llamada. Se llamaba Íñigo.

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Pupi, un puto genio

Salí de la oficina del paro. Acababan de comunicarme que mi solicitud no había sido renovada. Después de casi tres años se me había pasado la puta fecha. Me importaba una mierda. Ni siquiera guardé cola para volver a darme de alta. A tomar por culo. Entré en aquella cafetería estratégicamente situada a la salida del Inem o como cojones se diga ahora. Olía a leche quemada, a tortilla recién hecha y a desilusión. Los parados revolvíamos con desgana nuestros cafés con leche mientras mirábamos la pantalla. Estaban en publicidad, ¡qué raro! “Mi pelo huele genial, lo tocas y es una pasada...” Malú, esa cantante de mierda, salía en un anuncio tan imbécil que parecía escito por ella misma. Después mostraban a niños negros escuálidos agonizando con moscas gordísimas que se les posaban en las comisuras de los labios. Pedían dinero para, supuestamente, salvar las vidas de aquellos negritos. Decían que todos éramos culpables de que pasaran hambre. Luego aparecía un avance de un programa en el que varios famosetes bailaban. Caras sonrientes, felicidad, todo va bien. Soltaban unas frases tan rimbombantes como vacías, como la porquería que escribe Paulo Coelho. “Tengo la gran suerte de estar al lado de la mujer que me merezco”. ¿Qué clase de descerebrado podía decir algo así? ¿Era un piropo o estaba insultando a su mujer? ¿Se podía ser más idiota? El torero Manuel Díaz “El Cordobés” era el que hablaba. Aparté la vista del televisor y hojeé la prensa. Los diputados ucranianos a ostia limpia, deberían de tomar ejemplo los de aquí. El ministro Arias Cañete, famoso por implantar medidas de gran calado como aconsejar al país ducharse en agua fría y comer bichos y yogures caducados, era el candidato del PP a las elecciones europeas. ¿Le importarían a alguien realmente esas elecciones? Y, a cinco columnas, el rechazo del Congreso a la independencia de Cataluña. Un tema que todavía le interesaba a menos gente. Y así uno y otro periódico. Había muerto el medievalista Le Goff. Campañas a favor de la igualdad. ¿Qué igualdad? Anuncios de putas... lo de siempre. Dejé uno con veinte euros en la barra y salí a la calle.

pupi2Tres perros paseaban junto a su dueña en un parque. Uno de ellos se detuvo y me miró. Parecía comprenderlo todo. Sus ojos eran negros y límpidos, podías ver que aquel animal era legal. Su mirada traspasaba. Se paró apenas un instante, después se alejó sin más. Entonces la chica les lanzó una pelota pero sólo dos de ellos salieron corriendo tras ella. El que me había mirado no estaba por la labor. “Tú como siempre Pupi, tú como siempre, ¡tienes que hacer más ejercicio! ¡Corre!”, le dijo ella. Pero Pupi miraba cómo sus dos compañeros salían como locos tras aquel ridículo balón y luego a su dueña como diciendo: “¿No ves que son tontos?”. Parecía un perro cansado, harto de todo ese paripé de perseguir pelotas que lanzan los dueños, harto de mear las ruedas de los coches y de olisquear los culos de sus congéneres. Pupi no encontraba motivos para perseguir mada, no quería gastar energías inútilmente. Simplemente se quedó allí, tumbado en el césped, yendo en contra de su propia naturaleza, aguantando estoicamente la bronca. “¡Eres un perro malo, Pupi, perro malo!”, le gritaba la muy cretina. Pupi era un genio. Un perro genio. Un puto genio.

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lanochemasoscura