Mi madre volvió de su primer día de clase en el taller de memoria. No recordaba cómo restar. Se lo repetí una y otra vez, hay que hacerlo de abajo a arriba, se lo expliqué con mandarinas como unidades de medida, pero no hubo manera. Terminamos chillándonos de muy malos modos, insultándonos. Tenemos miedo, estamos acojonados por el tiempo. No hay nada peor que vivir con miedo. Pregunté a mi madre si había hecho amistad con alguna persona en el taller. Me dijo que no, que cada uno iba a lo suyo. Mi hermana me llamó por teléfono para que se lo contase, para que le suavizara como siempre el desastre, espera mis relatos a cierta distancia, les quita hierro intentando observarlos borrosos para no herirse. Hablábamos bajo, para que mi madre no nos escuchara. Sólo oye por un oído, perdió un tímpano a causa de una infección de pequeña, en los años treinta, pero cuando aguza la oreja lo oye todo. He heredado ese sentido tan fino, puedo escuchar la electricidad correr por los cables. Si tocas un cable, si te electrocutas un poco, se te dispara una especie de sabor dulce y al mismo tiempo avinagrado en la lengua. Mi madre una vez cortó unos cables sin haber desconectado la corriente eléctrica, los doscientos veinte voltios hicieron un agujero en el filo de la tijera pero mi madre se quedó tan pancha allí, tras sentir el cosquilleo, como si no hubiera pasado nada. Miedo a la electricidad. Miedo al frío, miedo al calor, miedo al dolor, miedo al tiempo. No hay solución al paso del tiempo. Mi madre nunca fue al colegio pero hacía las cuentas de cabeza, y leía más rápido que yo. Mi hermana me preguntó qué tal todo, todo lo demás, y comentamos, como casi siempre, las ganas que teníamos que volviera el verano. Nos gusta ir en chanclas y pantalón corto todo el día, pulular por las ardientes aceras de Madrid sin rumbo con el menor peso de ropa y zapatos posible, ligeros de equipaje, como los putos hijos de la mar de Machado. Ella me dijo que le parecía raro que todavía no se escuchase a las golondrinas chillar, que ya deberían haber llegado a la ciudad, que siempre por estas fechas ya habían hecho su acto de presencia. Le contesté que debía ser que el frío las había retrasado un poco. Son el ruido de fondo del estío, el puto estío batardo de Madrid. Sus vuelos en picado gritando se escuchan a través de las ventanas y te dan la seguridad de que nada cambia, como cuando yo oía a mi padre roncar en la habitación de al lado por las noches y no me dejaba dormir pero yo suspiraba de alivio, porque él estaba allí.
Bajé por la calle Bravo Murillo caminando sin rumbo y vi a la señora que da de comer a los gatos a través de la valla del Canal de Isabel II. Prohibieron hacerlo hace algunos años, y taponaron las rejas con láminas de metal grueso para impedirlo, pero esa señora sigue allí poniéndoles platitos de plástico con comida. Un mirlo saltó desde un agujero de la alambrada hasta la acera. Era un mirlo gordo con un tono que no llegaba a negro total, entre gris y marrón oscuro. Los mirlos están muy gordos este año en Madrid, y los hay a millares, deben haber tenido mucha comida a su alcance este invierno tan lluvioso.
A mi madre se le rompió una muela. Fuimos al dentista y se la sacaron. Entonces comenzó a dolerle una del otro lado de la boca a causa de la retracción de la encía, o eso nos dijo la dentista sudamericana. La dentista me contó que había atendido a Alfonso Guerra en su consulta. Sí, el sociata descerebrado atendido por una odontóloga sudaca. Setecientos Euros nos cobran por ponerle un puente fijo, un buen precio. Pagaremos una parte en metálico y otra con tarjeta. Tiene miedo de la anestesia. Antes no tenía miedo de nada, ahora le da miedo hasta un dentista. Volvemos a casa en el metro. Le dije antes de salir que no pensara en alto, porque acostumbra a contarte cosas que ve en los demás, en los del asiento de enfrente que van ensimismados con su móvil, a menudo cosas negativas e incluso insultantes, como que esa está gorda o que aquel tiene cara de cerdo, a un volumen que se entera todo el tren. Entre mi madre y yo sumamos 134 años, casi más que todo el resto del vagón. Avanzamos por el túnel, como en una metáfora de la vida misma y, de repente, se hace la luz. Llegamos a una nueva estación. Hay un cartel publicitario al fondo de un túnel de salida del andén que reza: “Sauna Tirso de Molina: no voy porque igual me gusta”. Me río. Pienso en tí, y en tí, y en tí, en que seguramente os gustaría pero que os da un poco de miedo saltar a ese vacío que reza en el cartel. Comedores compulsivos de pollas. Mirlos obesos, golondrinas con Alzheimer.
Dentro de mi cabeza hay verdadera droga, dentro de mi cabeza la hay, dentro de mi cabeza hay verdadera droga y no lo entiendes ni lo entenderás. Tengo brazos, tengo puños tengo todavía piernas, dentro de mis manos la tengo, sigo corriendo, tengo verdadera droga dentro de mis manos en mis puños en mi cabeza por ella y por ellos sigo caminando. Hablamos de hacernos los tontos ser gilipollas dentro de, en vuestro montón. Reconozco las caras viéndolas sólo una vez. “Yo, Claudio”. Dentro de mis puños de mis piernas de mi cabeza hay verdadera droga. No te fíes de nadie no te fíes de mí. Herodes Agripa. Calígula. Gary Kasparov. y Robert Graves. Síndrome de abstinencia de caminar sólo por tus calles. Tengo brazos tengo todavía piernas tengo verdadera droga aquí dentro, en mi cabeza sigo corriendo. No puedes escucharnos no podrás oírme cuando llegue, yo sí te veo pero soy invisible, lo somos para tí, no tengo otra cosa. Yo tengo verdadera droga dentro de mi cabeza tengo brazos tengo puños tengo todavía piernas por ella y por ellos sigo caminando, corriendo. Dentistas colombianas camellos dominicanos gilipollas españoles muertos de hambre y vivos de sed cruzo los semáforos en rojo con la música a tope retumba sin que puedas escucharla esa música celestial para mí, infernal para tí. tengo droga dentro de mi cabeza tengo brazos tengo puños tengo todavía piernas por ellos y por ella sigo corriendo.
Salimos del metro y caminamos por las calles. Calles desgastadas, zapatos desgastados y huesos desgastados. Nos reímos de la gente que cruza los pasos de cebra hablando por el móvil, como si tuvieran derecho a no morir atropellados, atropellados por Madrid. Utilizan el GPS para buscar una calle hacia la que huír. Usan mapas nuevos que a mí no me valen, no sirven en mi territorio. Me gustan las tías con los dientes torcidos en esta época de dentistas. Me gusta que huelan a sudor y no tengan los piños perfectos al casposo estilo Profiden. Las golondrinas van retornando. Qué bien canta la calandra, qué bien canta el ruiseñor, qué bien canta la botella cuando le quito el tapón. Beber asomado a la ventana mientras huelo, escucho y siento tus calles. Quiero ser influencer dentro de tus bragas, youtuber de tu chocho feminazi. Los viejos loqueros nunca mueren. Tengo la suerte de sentir placer sólo por el hecho de recorrer tus calles. Siempre antes de dormir salgo al balcón a escuchar tu voz, tu grito infernal, tu ronquido que me hace sentir seguro, Madrid.
Madrid. Pasan los días, el año cae hacia la primavera resucitadora y el sol comienza a picar en los brazos logrando que dejen de dolerme los huesos, aunque con cada estación los cojones me pesan un poco más. Mis manos, de un blanco cadavérico, comienzan a contrastar con los negruzcos brazos. Los guantes con dedos cortados de la bici hacen que en verano mis antebrazos parezcan de ecuatoriano y mis manos de islandés tísico. Llegará el estío anticipado gracias al santo cambio climático, ese calor que yo amo y que odian los ecologistas de salón que promulgan el apocalipsis bizarro. Los súbditos emigrados hacia Madrid desde la República de Ecuador y de la República Dominicana ya ponen sus inaguantables musiquitas a todo trapo con las ventanas abiertas de par en par y bailan el “Chiki Chiki” en las azoteas para azote de sus vecinos. Las descendientes de las indias taínas y quechuas de culo gordo pronto lucirán sus lorzas sin rubor por las calles grises del otro lado del océano, y sus machos sud y centroamericanos se emborracharán hasta caer de bruces vomitando sobre el asfalto. Así festejan el retorno del calor añorado. Son el fruto de una bastarda mezcolanza de culturas, herederos de todo el ruido y la suciedad exportada por los salvajes conquistadores. Los panchitos son un híbrido bastardo de nosotros mismos, sus costumbres nos hacen añorar los métodos de exterminio del doctor Göebels, de Pizarro y sus sicarios, o del violador juez Holden de “Meridiano de sangre”.
Madrid. El sol camina hacia su arco máximo de luminosidad en el hemisferio Norte. Casi todos nuestros veranos comenzaron con una primavera exagerada. Cuando era niño solía ser siempre el más pequeño y el más delgado en los equipos de balompié en que militaba. Mis piernas eran como palillos y mi cuerpo lo más parecido a un cristo de El Greco. En la calle jugaba con mis gafas puestas, unos pesados anteojos con carcasa de metal que un día sí y otro también aparecían rotos sobre mi cara, ya fuera a causa de certeros balonazos, caídas o de algún puñetazo. Tuve cuatro ojos hasta los trece años, el oftalmólogo me castigaba todos los otoños con una lente nueva y un “vuelva el año que viene”. A pesar de tanta dedicación mi ojo vago no aprendió a dar un palo al agua, pero mi vista, gracias a los años de infantil tortura, es cuando miro de lejos aún fina como la de un sucio depredador de la llanura. A pesar de ser un gafitas tapón de alberca, cuando yo saltaba a un campo de fútbol los que me conocían, aunque fuera de vista u oídas, me tenían miedo. No atesoraba gran habilidad con el balón en los pies. No era muy rápido corriendo. Los pantalones cortos de deporte siempre me estaban muy anchos, parecía que vestía provocativas faldas pantalón con los huevos colganderos, lo que producía que fuera poseedor de una facha ridícula. Pero había descubierto precozmente que caerme al suelo no era tan doloroso como lo pintaban, que llorar cuando te despellejabas las rodillas era pura pose de crío, que la sangre era sólo un líquido rojo e infecto que todos llevamos dentro en mayor o menor cantidad y que puedes perder una poca sin morir. No sabíamos lo que era el tackling en mi barrio, lo tuve que inventar yo mediante entradas asesinas a ras de suelo sobre cualquier tobillo o rodilla que se pusiera por medio. Los menos bravos me decían que estaba loco, que imaginara que alguien había dejado caer por casualidad algún cristal por el suelo, que me iba a desollar vivo cualquier tarde. Yo me reía, en mi inconsciencia, de su cobardía. Descubrí que poseía una capacidad, adquirida o innata, vaya usted a saber por qué, para aguantar los golpes y el frío. Tengo la piel bastante dura y es difícil hacerme cardenales. Puedo andar en mangas de camisa en diciembre sin tener que aguantar el tipo de macho de forma artificial. La inconsciencia duró, por suerte o por desgracia, pocos años. Empezó a darme miedo hacer daño a los de al lado y dejé, paulatinamente, de calentarles las piernas a golpes.
Madrid está ahí fuera, imperturbable. “Jane says, Jane says, Jane says”, grita Perry Farrell en mi gramófono. La guitarra de Dave Navarro no me disgusta, aunque siempre he preferido el toque loco de John Frusciante. Perry hace suya la simpatía que muchos sentimos por el diablo. Es un chico muy particular, que sus arterias resistan tantos excesos es ya un milagro. Los Janes Adiction siguen arrastrándose por festivales de verano para ganarse un jornal con el que pagarse pollos para hacerse lonchas de harina. Si todos los asistentes a esos festivales murieran de repente nos reuniríamos y brindaríamos por ello. Dios amado del Tytadine y el amonal. Soy muy susceptible, y dicen que rencoroso. Tengo la suerte de haberme dado cuenta de que las palabras no significan casi nada, o nada, aunque tener constancia de ello también es una desgracia. A todo se le puede dar la vuelta. Hegel era especialista en llamarte hijo de puta mientras hacía parecer que eras una persona excelente. Cuando alguien dice que no sabe quién es Billie Holliday me está insultando. Disculpo que no sepan quién es Ronnie O´sullivan, pero que les suene a chino cuando les nombro a Raymond Carver es como afirmar, sin anestesiar y en crudo, que son gilipollas profundos. Y cuando salgo a la calle y veo a todo ese gentío alrededor del estanque del Retiro continúan dándome nauseas y siento que deseo que caiga una enorme bomba de neutrones sobre ellos, entonces noto que estoy vivo y que llega la primavera, esa estación de mierda que viene inmediatamente antes de ese achicharrante verano que tanto me gusta y me da la vida. Apoyo mi guitarra sobre su culo y todavía, a pesar del desgaste, se sostiene de pié. El fenómeno climatológico de “el niño” afectará al clima planetario hasta mediados de año, luego dicen que se disipará, la temperatura del océano Pacífico volverá a bajar y todo quedará en lo de siempre y el mar seguirá fluyendo pero al mismo tiempo permaneciendo, quizás buscando contradecir al pobre de Heráclito que se quedará con la misma cara de gilipollas de siempre al observar la gran mentira que es todo. Heráclito hubiese querido asesinar a Parménides. Aristóteles deseaba pisarle la cabeza a Platón, Schelling a Hegel, y así hasta el infinito, una cadena de asesinatos, liendres matando a piojos venidos a más, porque las personas nos aborrecemos las unas a las otras. Yo les pongo a todos buena cara, puro cartón, pero deseo su muerte. Aprenderé a rezar para lograrla, como Fonollosa.
Madrid. Aquel verano, a los dieciséis, me vino a visitar por primera vez. Yo no la conocía. Bajamos a patear el balón hasta la Ciudad Universitaria. Cómo siempre, caí al suelo varias veces para amedrentar a mis contrarios. No le di mayor importancia a los cotidianos costalazos. Pero, al regresar a casa, se presentó de repente. Me dijo que estuviera tranquilo, que iba a pasarse unos días por mi vida, aunque siempre que la necesitase me acompañaría en este solitario viaje, que volvería de vez en cuando para joderme un poco. María de los Dolores se metió en mi existencia de sopetón, y me tuvo vagando por mi casa durante días como alma en pena, con la espalda torcida a lo Quasimodo, jurando y perjurando en varios idiomas que no conocía, con los pantalones caídos, y lloriqueando como una Magdalena que se despierta y no encuentra a Jesucristo a su vera en el catre. Mi amiga se había dado a conocer en forma de piedra en el riñón, con unos dolores que dicen son más agudos que los de un parto, constantes y sordos, como penas que dan frío y no te dejan parar quieto ni un minuto. El pedrusco debió haberse movido con alguna de mis sucias arremetidas sobre los ocasionales rivales. Tarde o temprano hubiera tenido que pasar, el destino es inexorable, está escrito con líneas indelebles e inamovibles. Tras un par de meses mi cruel visitante ser marchó con un portazo, sin casi despedirse, pero dejó una tarjeta de visita con un “hasta pronto…” grabado a mano sobre el reverso. Era una forma de expresar que siempre me querría.
Pasó el tiempo como pedo en el viento. Los veranos, los finales de agosto, daban la bienvenida a nuevos años, lustros y décadas. Mi mente siempre retenía el frío recuerdo de aquella visitante, que colgaba del gotelé de mi cuarto como una espada de Damocles mal pegada al techo con pegamento Supergén o Imedio cuando debería estarlo con Loctite de ferretería. Mi madre me había enseñado a pegar los cromos de fútbol en los álbumes con engrudo fabricado a base de agua y harina de almortas, pero aquella solución era tan barata como ineficaz para sostener los trozos de sueños sobre el papel. María de los Dolores volvía a habitar en mi puerca vida de vez en cuando, cuando menos lo esperaba, mediante pedradas renales sorprendentes o por golpes atizados a contrapelo. Como aquel día que aquel tipo me hinchó la espinilla, o cuando aquel otro torció para siempre mi nariz con su codo. Una noche, corriendo tras un balón dividido, mi extremidad derecha se retorció por la rodilla como el cuello de la niña de “El exorcista”. Pude observar varias constelaciones, galaxias, quasares, mientras regresaba a casa conduciendo, pisando el acelerador del coche con un pié mirando hacia Burgos y el otro hacia La Palma del Condado. Tras aquella fiesta con mi amiga nunca volví a ser el mismo, la cuesta ya ha sido siempre hacia abajo. Tomaba baños de agua casi hirviente para calmar el dolor, en una bañera que soñaba que era para tres personas como la de Errol Flynn, pero en la que apenas me cabían mis piernas dobladas.
Sabes que no hay palabras para describir lo que se piensa, los ladridos de Wittgenstein analgésicos aporéticos luces ahí al fondo que hacen ver las sucias estrellas. Son bromas ligeras y jeringuillas de las que brota la verdad de la verdad agujas mal encaradas embravecidas por la prostituta realidad desnuda de tu día a día. Tu estúpida espalda oxidada por el viento, tus rodillas desgastadas por el agua y los años perdidos y dados por perdidos rebuscados en la memoria que siempre se declara en huelga a la japonesa.
La última visita de María, la de los Dolores no por esperada dejó de ser a traición, puñalada que jode. Me hizo recordar la poca habilidad que yo poseía para subirme a los árboles aunque sintiera en aquel entonces que poseía muelles en los pies. Aquel salto con el que me quebré de repente fue el fruto recogido de los excesos, de aquellos vuelos cuando era capaz de saltar sin carrerilla casi ochenta centímetros en vertical. ¿Quién no ha soñado alguna vez con volar? Yo casi nunca recuerdo mis dulces momentos oníricos bajo las mantas. Aquel chasquido seco de mi tendón de Aquiles me hizo pensar en las llanuras bélicas de Waterloo y de Flandes, en el K.O sufrido por Jack Jonhson a manos de Jess Willard aquella fatídica tarde en la que el rey invencible se apagó, en los tópicos típicos mentirosos de aves Fénix volviendo a levantarse desde sus podridas cenizas, y en que Piper Laurie, con su rostro ajado ante la derrota inapelable en “El buscavidas”, sigue viviendo aunque sólo en la base de datos del IMDB. La noche es muy oscura en Madrid, y muy lejana cuando te hace una visita la pedazo de puta de María de los Dolores. Me rompí, me rompieron ella y el tiempo. Ella no es buena compañera de fatigas, es una zorra sin miramientos que no duda pedirte que te vayas a pasear en su loco autobús bajo la lluvia para recordar con nostalgia ese lugar del añorado pasado donde corrías sobre la hierba amarilla que te crecía hasta la altura de tus rodillas. Madrid. Madrid. Madrid. Madrid sigue rugiendo ahí fuera.
<<Muhamad Alí nació para boxear, para el ring, le encantaba y, como sucede con la gente que ama demasiado las cosas, éstas les destruyen. Creo que fue Oscar Wilde el que dijo: “destruyes aquello que amas y, viceversa, lo que amas te destruye a tí”. Volvió. Luchó en 22 combates; algunos fueron muy honrosos, otros fueron muy difíciles, otros comedias y farsas. Se castigó mucho en aquellos combates que siguieron al de África…>> “Cuando éramos reyes”.
Muñecas orientales tragicómicas llegadas no se sabe desde dónde, quizás de las profundidades del infierno maoísta sin tetas y con vistosos culos de cristal color limón. Muñecas orientales que te venden clavos, cinta aislante que no pega y llaves inglesas fabricadas en Sinchuan del norte con pan mascado a un módico mierdero precio. Muñecas orientales que despachan destornilladores de esos que se rompen en cuanto aprietas un poco el tornillo o lo clavas en el ojo. Muñecas orientales que te hacen pajas en peluquerías destartaladas de la calle Leganitos y de paso te ofrecen en sus ratos libres chicles, litros de Mahou a un Euro ochenta, Jagermeister destilado en Nanchín del sur y patatas fritas casi caducadas. Muñecas orientales que aparentan quince años pero tienen cuarenta y siete o incluso sesenta pero en su pasaporte ya alcanzan los noventa y seis. Muñecas orientales muñecas orientales y más muñecas orientales que te hacen la manicura y te follan si insistes un poco por diez Euros extras. Muñecas orientales Muñecas orientales que por mucho que preguntes nunca te dicen su nombre porque sólo te quieren por tu dinero, que te desprecian y les gustaría que te murieras como si fueran tu mujer. Muñecas orientales de las que siempre te preguntas por qué coño están casadas con esos garañones chinos mal encarados que en realidad son sus amos con derecho de pernada a lo Kunta Kinte. Sí, se las follan pero no las pagan nada o casi nada como tú. Muñecas orientales que se marchan de vacaciones y ya no vuelven porque no se fueron a China sino a una fosa común en el Cobo Calleja por no pagar sus deudas al amo y tú las echas de menos pero se te olvidan rápido en cuanto las cambian por otra más nueva. Muñecas orientales que si insistes se dilatan el ano con bálsamo de tigre por cinco euros más. Muñecas orientales que llegan encerradas en contenedores para servirte pollo con almendras en cutres restaurantes y luego se marchan de este mundo a través de tu estómago en raciones de ternera, bizarramente picada, con pimientos. Muñecas orientales muñecas orien- tales, muñecas orientales que a veces guardan un tiburón entre las piernas, un pequeño tiburón, y crees que no va a gustarte pero al final te gusta el pez espada por la espalda; esas muñecas que te acarician la cabeza cuando te cortan el pelo y te dan masajes thailandeses por unos Euros más aunque nunca hayan pisado Thailandia ni por el forro, ni en sueños. Muñecas orientales sin final feliz. Muñecas orientales que aunque te emborraches no se parecen a Karen O; muñecas no de trapo sino de carne de cañón.