Bonifacio Singh: Madrid Sumergida

Ratas de aeropuerto

ratasde1

En el invierno de Madrid hay cuarenta días de oscuridad entre diciembre y enero, antes y después del solsticio. Como si fuera Suecia o Noruega. Anochece antes de las seis de la tarde y la luz que deja pasar el hollín es cada día más tenue. Las calles se vuelven silenciosas al caer la noche. Me gusta caminar por estas sucias calles a esas horas, sin rumbo fijo. Cojo la dirección Norte-Sur hasta llegar a Atocha y veo como ha cambiado Madrid casi de un día para otro. Entrevistan en el periódico a unos rusos y serbios indigentes que habitan en los bajos de AZCA, bajo los rascacielos. Dicen que no quieren ir al albergue a dormir, que prefieren esas calles subterráneas salvajes, que allí en invierno hace más frío pero que se está mejor. De vez en cuando entra a esa zona baja algún cabrón a mear, a beber, a robar a la gente o a follar, pero les dejan tranquilos allí. Ahora han elegido de alcalde a uno al que llaman Carapolla. Y tiene cara de polla. La anterior ratasde3alcaldesa era una vieja repugnante a la que nadie tocaría ya ni con un palo largo, ni siquiera su marido, que es un arquitecto venido a menos arruinado al que la vieja mantiene. Pero ahora la ha sustituído carapolla, que dicen que es guei, pero que yo creo que no, que no es guei, simplemente resulta que es feo el hijoputa y que no debe follar más que pagando mucho, pero que dentro de su secta ha trepado lo suyo. Carapolla. Y Carapolla es amigo de constructores y gente de bien, como lo era antes la vieja asquerosa pero que lo disimilaba, pero el susodicho Carapolla sólo se diferencia de la vieja en que a él le da igual disimular, y va a echar a los que duermen en AZCA para limpiarlo y hacer tiendas de ropa a las que tú irás a comprarte trapos caros. Los edificios de AZCA parecen gigantes en medio de la penumbra del invierno. Cuando éramos pequeños teníamos miedo de meternos por los subterráneos de esa mierda, pero ahora la verdad es que ya no me da miedo casi nada, y las calles cuando están desiertas, incluso los túneles, me gustan, me hacen sentir bien estas putas calles cuando están oscuras y carentes de humanidad, porque parece resultar tópico lo que voy a decir, pero es absolutamente cierto, no me dan miedo ya las sombras, me dan ya no miedo, sino algo de respeto, los hijos de puta, y esos no duermen en los túneles, sino sobretodo en casas, más grandes o más pequeñas, en todas esas casas en las que veo las ventanas encendidas cuando camino por Madrid a oscuras, todos esos hijos de puta que no salen a la calle de noche durante la oscuridad de los cuarenta días porque tienen frío o miedo, o frío y miedo a la vez. Y yo disfruto de de esa oscuridad larga porque Madrid ya no me da miedo sino que me envuelve, me acompaña otorgándome superpoderes, me regala su capa de invisibilidad. Y ya tampoco tengo frío. Cuarenta días de oscuridad caminando desde Plaza Castilla hasta Atocha. Invisible. Rodando por tus venas.

Corre el principio de los años ochenta, cuando el tiempo avanzaba mucho más lento. Jugamos al fútbol en un descampado irregular sobre el que hay unas porterías sin redes, en los confines de Madrid, en barrio ajeno. Nos damos hostias y hostias, se enfrentan dos grupos de niños con ferocidad de hijos de puta. Me gustaba golpear, entrar a ras de suelo. Era malo, siempre el más delgado y uno de los más pequeños, pero resistía el dolor y lo infringía con crueldad e injusticia, como debe ser. Me cebo con uno, le doy una y otra vez. Intimidación. Le doy patadas sin sentir lo que hago, sin sentido. Lo barro con las dos piernas y lo levanto en vuelo. Me llama hijo de puta. Quebranta un mandamiento y despierta un mecanismo ancestral irrefrenable que llevo dentro, ratasde2en el subconsciente y entonces le meto un puñetazo y una patada sin balón de por medio, y luego otro golpe con el puño cerrado sobre la cabeza, como si clavara un clavo con la mano, y después cuando se va agachando le voy repartiendo patadas por el cuerpo y golpes, hasta que cae y repite el hijo de puta casi mascullando y entonces le sigo dando en el suelo hasta que despierto del trance. Todos miran a distancia. Entonces salimos corriendo. No sé cómo se llama el otro, ni lo sabré nunca, ni lo volveré a ver.

En la casa de enfrente de la mía hay tres balcones. En el de arriba vive un tío gay. Cuando le tocó hacer la mili tuvo que venir la policía militar a buscarlo, porque no quería marcharse a vivir esa experiencia con todos aquellos hijos de puta de uniforme. La gente se reía al verlo, pero yo lo veía lógico, yo siempre pensé que los militares eran unos ladrones, unos hijos de puta y que no quería ni en pintura irme a pasar esa temporadita de secuestro de uniforme. En el segundo piso habita un moro gordo con dos mujeres, la mayor sale a tender la ropa con velo, por si la miramos los de enfrente. Él se acuesta muy tarde y se le ve delante del ordenador del que salen voces extrañas en lo que debe ser porno para moros. En el balcón del primer piso vive el árbitro. No supe cómo se llamaba hasta muchos años después de verlo por primera vez. Se llama Carlos, pero todos lo conocen como el árbitro, porque cuando jugaban al fútbol en los descampados él era muy malo y le ponían a arbitrar, pero sospecho que mucho caso no le hacían. El árbitro es del Madrid. Lo vi hace años alguna que otra vez en el fondo Sur del Bernabéu, pero no le hablaba, porque aunque vivimos enfrente nunca nos saludábamos, hacíamos como que no nos veíamos ni nos conocíamos. Él tiene ahora unos ochenta años. Sus dos hijos se han ido de casa. A su mujer se le cayó el pelo por el tema hormonal y ahora lleva una peluca. Su mujer tampoco me saludaba nunca, hacía como que no nos conocíamos y no nos veíamos por la calle, hasta hace poco. Hace poco a él le dio un ictus. Pero no se quedó gilipollas, tuvo suerte, tuvo cojera durante un tiempo pero la solventó con un bastón. Cuando nos cruzábamos por la calle ella comenzó a saludarme. Me extrañó. Yo la devolví por primera vez el saludo. Entonces él comenzó a saludarme también, cojitranco con su bastón diciéndome hola. Ella me saludaba todos los días. Llevaba una peluca rubia con forma de tazón que le tapaba a la pobre la calvicie. Parecía otra persona. Entonces se lo comenté a mi madre, que me dijo que ella tenía alzheimer, que no conocía a nadie, ni siquiera a ratos al árbitro. Mi madre señala todos los datos con su crueldad de anciana habitual, con esa crueldad que sólo tienes pasados los ochenta a causa de que ya no te importa nada ni nadie. El árbitro ha seguido saludándome, pero ya no va con su mujer. Se lo dije a mi madre, y me contestó que ahora se la llevan a un centro de día. Me lo dijo con su retintín habitual. Mi madre se jacta de estar mejor que los demás, pero muchas veces se olvida de tirar de la cadena y de cómo quitar la calefacción, pero se jacta en plan mala hostia, se jacta de nada, porque ser viejo hace que te vuelvas cabrón también. El árbitro se asoma al balcón del primer piso. Tiene cierta dignidad, es uno de los últimos supervivientes del barrio. A veces lo veía en el fondo Sur, pero hacía como si no nos conociéramos. Gritábamos el mantra de “MADRID, MADRID, MADRID”, a voz en cuello. No es una palabra que signifique un equipo, sino que representa nuestra tierra, nuestro barrio y nuestros cojones. Los cojones de mis padres, del árbitro, los míos. MADRID, MADRID, MADRID. El mantra de tu nombre, el nombre de la ciudad bastarda y maldita que es mi ciudad. Madrid. Gritar MADRID nos teletransporta hasta el animal que fuimos y el que todavía somos dentro del puñetero inconsciente. Puede que la mujer del árbitro haya muerto, porque hace semanas que no la veo con él. El moro del segundo piso sigue haciéndose pajas delante de la pantalla hasta la madrugada mientras sus moras duermen ya bien folladas en las habitaciones contiguas. Y el hombre homosexual del tercer piso sigue odiando a los militares y haciendo como que no me ve. MADRID, MADRID, MADRID, gritábamos cuando cedió la valla del fondo Sur, se cayó la portería y tuvieron la perfecta excusa en sus manos para poner asientos y convertir nuestra tierra en la mierda de ópera que es ahora. El árbitro ya no va al Bernabéu, espera la muerte en su casa viendo los partidos en la tele.

Siguen corriendo los años ochenta y jugamos al fútbol en otro descampado. Dejamos las chaquetas al lado de los postes, y un baló viejo nuestro, porque jugamos con el del otro equipo, un tango España descascarillado pero algo más nuevo. Mientras jugamos y nos damos de hostias vemos que un grupo de kinkis del barrio Belmonte, kinkis hijos de kinkis, pasan mirando por alrededor del campo, pasan rápido y desaparecen. Entonces miramos y el viejo balón ha desaparecido. El partido para y nos vamos a recorrer descampados buscándolos por los confines de Madrid. Hasta que a lo lejos, al bajar una cuesta, vemos gente jugando con un balón. Nos acercamos. Es el nuestro. Son cuantro o cinco más que nosotros. El más grande los nuestros se acerca al más grande de los suyos y le dice que le devuelva la bola, que es nuestra. Se acerca y lo coge en las manos mientras nos metemos en el centro del grupo. Le dice al más grande de ellos que yo soy su hermano, y que si no devuelven el balón mi padre me va a dar una hostia por dejármelo quitar. Algunos kinkis gritan que el balón es suyo, pero mi amigo no lo suelta. El otro le dice que se lo deje un rato, pero él le contesta que no. Masculla un insulto y el de los míos se da la vuelta y le mira. Se calla. El de los nuestros ya tiene pelos en las piernas y es alto, luego parará de crecer y no lo será tanto, pero ahora tiene altura y huevos. A su lado llevamos al hermano del Pantera, el ladrón de pisos, que juega muy mal al fútbol, pero que nos acompaña siempre, y el Jesús, que tiene nueve hermanos y ha repetido curso ratasde4y no le lavan nunca la ropa, huele siempre fatal. Nos damos la vuelta y nos marchamos subiendo la cuesta. Una piedra me pasa rozando. Luego cae otra, y otra, pero vemos que nadie viene detrás de nosotros y desaparecemos tras una esquina. Caen piedras pero tenemos balón.

 Siempre que me levanto lo primero que hago mecánicamente es lavarme los dientes, enjuagarme con Oraldine, beber agua y mear, siempre por este orden sagrado. Al llegar al water y apuntar el chorro siempre veo que mi madre no ha tirado de la cadena. No se sabe si no tira por ahorrar agua o, como dice ella, por no hacer ruido. Creo que simplemente lo hace, o no lo hace, por vaguería, por desdén, por cansancio, como cuando de madrugada me despierto tirado sobre la cama con la tele puesta y mi cuerpo no tiene casi fuerzas ni para apretar el botón de apagar ni para quitarme los pantalones. Ese esfuerzo supremo casi de la nada se hace imposible, por un momento es como subir al Everest sin oxígeno. Ese esfuerzo de los ancianos a los que les queda poco tiempo y ya casi nadie conocido, que ven su territorio poblado por desconocidos y transformado en otro planeta diferente que ya no es ni mejor ni peor, pero sobre el que ya no pueden respirar, sobre el que no les apetece vivir, continuar vivos. Todos los días me siento a la mesa con mi madre delante. Vemos la tele. Ella quiere ver “La ruleta de la fortuna”, pero yo me opongo, prefiero el Telediario facha de Telemadrid. Es un telediario surrealista, cutre y salchichero. Conozco al subdirector de informativos del denominado canal autonómico y, aunque decíamos que estaba pirado, me sorprende que permita tanta basura. Pero ese telediario es como un informativo con síndrome de Diógenes, y yo necesito esa acumulación de basura rancia para sentirme un poco en el pasado, ese tono carca en las palabras y en la forma de tratar las imágenes, hacen que me sienta caliente. Si pongo otra cadena con sus ritmos desenfrenados y sus noticias políticas siempre mi madre y yo terminamos por llamar hijo de puta a cualquiera de los que salen, al presidente Pedrito, al carca rojo Pablito o a los fachos de los partidos de la derecha, porque todos son unos hijos de la gran puta. Y no nos gusta comer insultando, resulta desagradable, preferimos ver las noticias de sucesos que dan en Telemadrid con muertes por doquier, con peleas, choques entre coches, incendios, pero todo sucede muy cerca, y el subdirector de informativos de la cadena se debe descojonar cada vez que escucha y ve su obra diaria que no es más que un cuadro expresionista lleno de mugre pero que nos hace sentir calientes y todavía vivos delante del televisor. Mi madre me repite una y otra vez, un día y otro, el mantra de que quiere morirse pronto, que a ver si se la lleva ya su Dios pagano a tomar por culo. Y esa rendición me encrespa, no sé por qué en realidad, porque yo cada día pienso un poco de lo mismo sobre ese camino al que cada minuto me entrego un poco más, pero me jode que se rinda, aunque todos nos rendimos un poco cada día, pero bueno, me jode que se rinda porque escuchar a un anciano hablar de se modo es como verte en un espejo interior, como en una bola de crista, es vislumbrar el futuro de lo que será, de lo que en el fondo eres en realidad. El anciano es un vidente, un pitoniso, un augur, un viajero en el tiempo que viene de tu futuro para decirte la soberana mierda que te espera y lo que en realidad eres, el puto polvo que en en fondo llegarás a ser por mucho que te esfuerzes, por mucho que corras. Ese tiempo apisonadora que te persigue y que es mucho más rápido que tú aunque te creas, o seas, Usain Bolt. Usain Bolt también llegará un día a esa meta en la que deseará morirse. Los viejos son los Usain Bolt de la clarividencia, y puedes cabrearte con ellos, pero lo haces porque sólo dicen la verdad desnuda, y la verdad te jode. La verdad hollín, la verdad lluvia, la verdad viento sucio, la verdad que llega más tarde o temprano, pero que llega.

Llego a un aeropuerto. Islas Canarias. Por la calle y en el aparcamiento no hay casi nadie. Dentro se encuentra abarrotado. Juligans del aire. Gente de mediana edad que gasta el sueldo y la jubilación en hacerse selfis por el mundo. Encuentro un asiento que guardamos como oro en paño mientras mi compañera se va a mear. Pasan cientos de personas. Gordos sesentañeros con tatuajes dilatados con banderas de países sobre la piel. Señoras que no lubrican su vagina hace décadas. Señoras ultramaquilladas algo más jóvenes con aspecto de querer follar y no poder más que con la seta de su marido. Parejas que quieren aparentar que no han muerto todavía y que no quieren pensar que les queda poco y que ni el móvil ni los selfis ni los laiks de sus primos y de sus amiguetes les van a salvar de mearse y cagarse encima, en muy breve o quizás un poco más tarde, pero que la cosa de defecarse va a llegar, y la de no acordarse ni de cómo se llama el presentador del programa ese de la tele porque tu mente dentro de poco no va a dar para más por muchas vitaminas que deglutas. Y señores que sueñan con follar con chicas jóvenes que ven por la playa pero que ya no podrán tocar nunca a una ni pagando, porque pagar está muy mal visto pero si nadie los viera lo haríanratasde11 sin dudarlo. Y en medio de todo Dios, que es Ryainair, donde O´leary se ríe en sus, en nuestras putas caras de gilipollas haciéndonos el favor de dejarnos viajar a los confines baratos del mundo, esos lugares que no valen ni para tomar por culo pero delante de los que te harás fotos y alguna paja en los servicios del hotel de turno cuando tu señora está durmiendo. Subes al avión y ves cómo Ryanair ha colocado a las parejas desperdigadas para que paguen suplemento, algunos intentan cambiarse de asiento para estar cerca pero la mayoría se hacen los distraídos y distraídas para que les dejen un ratito en paz, para soñar mirando por la ventanilla o para quedarse dormidos con el runrún del motor del aparato y así descansar de la voz de esa puta sombra balbuceante que tienen al lado 365 días al año que es su pareja, a la que aguantan en parte por piedad y en parte por necesidad. Dios Ryanair, la compañía que nunca ha tenido un accidente y en la que nunca un moro ha estrellado uno de sus aviones contra una torre capitalista de oficinas, que si ocurriese aquello el olor que soltaría el incendio sería mitad a keroseno y mitad a mugre de pobre. Olor a rata quemada. Ratas de aeropuerto. Así en la tierra como en el cielo. Volamos un rato. Se hace de noche. Miramos para abajo y allí se ve su silueta. Mil putas bombillas entre la bruma del dióxido de nitrógeno y la mierda reconcentrada. El alcalde Carapolla mandando. Y luego vendrá otro, y luego otro, y otro hijo de puta, y otro más. Y tú ahí resistiendo conmigo hasta quedarnos sin memoria. Si pierdo la memoria o las piernas por favor pégame un tiro, o envenéname con lejía, o con lo que sea, cabrón, pero no me dejes aquí así, déjame irme primero que tú y prometo que me apareceré en tus sueños, en tus sueños de Madrid.

40 días de oscuridad
entre diciembre y enero
todos los años
antes del puto solsticio
de invierno.
Sobrevivir al jodido invierno
como obligación de
raza.
Permanecer erguidos
como homínidos superiores
que no tienen miedo.
Postureo desde el Valle del Rift
hasta que se ensanche el sol hacia Plutón. ratasde9
Fuimos lo que fuimos
somos lo que somos
o sea
nada
máquinas de huir hacia delante.
Ratas de aeropuerto
comentando lo mal que está el mundo
al verlo por la ventanilla.
Nunca tengo frío
pero he empezado a odiar el invierno.
Soñar con matar a todo el mundo.
A todo el mundo.
Mundo.
El mundo.
Despertar hecho un cuatro sobre el asiento.
Vuelo hacia todas partes y hacia ninguna
hacia donde te
cobran hasta por
cagar de canto.
Viajar por el mundo en Ryanair
dar la vuelta al mundo
para olvidar que
la muerte te ha cursado recibo
que la muerte te ha mandado su aviso legal,
que la muerte ya te ha metido cukis en el disco duro.
La muerte no respeta la política de privacidad promulgada por el parlamento europeo.
Soñé con estrellar sobre ese parlamento de mierda
este Airbus de mierda
mientras volaba junto a toda esta mierda
de pasajeros
sobre el Atlántico
y casi me corrí
al soñarlo.
Pensar que puedes caminar sobre las aguas
pero ahogarte.
Despertarse ya viejo después de haber soñado con matar
al presidente del gobierno
y al jefe de la oposición
a los líderes de los diferentes partidos bisagra
y a toda su flota de asesores a sueldo,
sicarios a sueldo.
Cegar a un vidente
Ensordecer a un oyente
Empupar a un leproso por todo
el cuerpo.
Despertarse en un asiento de avión con
400 juligans del aire
jubilados y gilipollas
o ambas cosas a la vez.
Sí matarás, sí robarás, sí cometerás actos impuros
pero no follarás
nunca más
puto jubilado de mierda.
Suicídate, tírate por la
ventanilla.
Todos somos la misma mierda mortal
en el avión
destino la muerte
por un módico precio
con suplemente por elegir
asiento.
Cuando un hombre cumple los sesenta
debe dejar de follar y de soñar.
Pero yo te daré mi santa polla
por mandato divino
la santa polla
hasta que tú quieras
hasta que te hartes de ella.
Santa polla bisturí.
Santa polla instrumental quirúrgico.
Santa polla centro del mundo
santa polla cinturón de explosivos.
Convertir el agua en vino.
Azafata gorda
sobrecargo chistoso
que le dice que la quiere,
le pide matrimonio
en directo
en el aire
O´leary sonríe.
Ryanair
O´leary riéndose en tu puta cara
de turista
rata de aeropuerto.
Resucitar al puto Lázaro y
volver a matarlo.
Ryanair como un palacio flotante del lumpen.
Así en la tierra como en el cielo.
Los hijos de puta de Adán y Eva eran
igual de hijos de perra ambos a pesar de
la diferencia de género
porque el género es uno sóloratasde5
el género hijoputa pero
el avión de Adán y Eva se estrelló
igual que el tuyo
lo hará al final.
Invitar a que los mercaderes entren en el templo.
Olor a rata
asada
con salsa caramelizada.
La vida es mucho más loca e hija de puta
de lo que tú y yo pensamos.
Pero podríamos seguir follando
hasta el final
si tú quieres
con tu consentimiento explícito
para que no lo consideren violación
y me metan en la cárcel.
Sagrada polla de jubilado
momificada.
Ratas de aeropuerto.
40 días de oscuridad
antes y después del puto solsticio
de invierno.


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