Bonifacio Singh: Madrid Sumergida

Historias de bicicletas

Tengo cuarenta y cinco años. Desde la azotea de mi casa todavía se puede divisar La Bola del Mundo. Han construido bastantes edificios delante, pero no han conseguido tapar las vistas. A lo lejos, cuando el viento se lleva la mugre que cubre el cielo, todavía pueden verse las montañas. Nunca recuerdo mis sueños. Cuando despierto sólo me quedan imágenes fragmentadas en las que creo que vuelo. Podía saltar más de ochenta centímetros sobre el suelo, hasta que me rompí. Tom Courtnay se paraba junto a la meta con una sonrisa desafiante en la boca: nadie puede detenernos cuando nacemos con algo, lo compartimos con quien y cuando queremos, somos así, llega un momento en que nos da igual la vida o la muerte, en que dormir o flotar sin dirección sobre el viento es mucho mejor que vuestra ruidosa compañía.

Mi casa es como un desierto durante la noche, me arropo con la oscuridad. Comienzo a recordar a todos aquellos héroes a los que me agarro con fuerza cuando siento ese dolor. Ahora me imagino a Marianne Vos apareciendo entre la lluvia, y a Auerbach y Carney gritando como perros apaleados. Han sido muchos héroes, pero me di cuenta que con ellos no era suficiente para saltar al vacío sin red. Subí con mi padre a la azotea y hacía un calor de cojones. Leímos en el “Ya” la hazaña de Arroyo y Perico en el Puy de Dôme escoltados por Patrocinio Jiménez y Edgar Corredor. Yo creo que ahí nacieron mis historias de bicicletas, ahí y en las breves volattas del Giro que televisaban a veces en la Segunda Cadena. Luego leí “La llamada de la selva” y “El vagabundo de las estrellas”. Y me fliparon. Y con el tiempo casi olvidé por completo que había leído a Jack. Después convertí en mi hobby el bailar con los invisibles. Siempre me gustó rodearme de ellos. Detesto a las estrellas de las fiestas, los invisibles son mucho más divertidos. Son gente a la que la otra gente trata de ignorar, siento una extraña simpatía hacia ellos, quizás porque a su lado se consigue no tener que hablar con las mayorías humanas, con los que siempre están tratando de hacer ver que se lo pasan bien. Los invisibles son los mejores compañeros de viaje hasta que los vuelves visibles. Cuando se integran entre el resto, cuando has conseguido sacar lo mejor de ellos, entonces se marchan por donde han venido echando pestes de ti. Juntos comenzamos a escuchar a Lou Reed, y a los Stones emigrando hacia su exilio en Main Street. Y parecía que los comprendíamos sin saber su idioma. Pero siempre, al volver a casa, me encontraba varias flechas indias clavadas en la espalda.

Mi madre me enseñó a montar en bici a mediados de los años setenta, en la explanada del Puente del Ferrocarril de El Pardo. Me caí varias veces al suelo. Ella me dijo que no había que llorar, que los tíos teníamos que tragar saliva y continuar hasta rompernos la crisma, que la puta vida es así. Mientras tanto, mi padre fumaba sentado sobre el capó del coche. De repente, conseguí guardar el equilibrio y no paré hasta darme una gran hostia. El equilibrio no se olvida, es como el fornicar pero mucho más agradable. Recuerdo al perro Buck. Y recordé a Jack leyendo Krakauer. Gracias a Dios inventaron el ebook para no tener que pagarles por hacer lo que tanto amo, la imaginación y la memoria son las peores drogas, los únicos poderes con los que me parieron. Llevo muchos años tratando de dar una explicación a por qué consumo mis horas pedaleando. “Superación”, “retos”, “deporte” son palabras que tienen menos sentido o referencia incluso que “amistad” y “amor”. Sigo sin tener ni pajolera idea de por qué, pero todos los días necesito pasar varias horas metido en mi subconsciente, en esa masa de pensamiento que me lleva hacia lo salvaje, hacia mi selva. Me sumerjo como una piedra en el agua y floto, liviano, consigo por un rato no rebotar en la superficie. Me vuelvo depredador, todos ellos con mirarme ya saben a lo que jugarían si me tocan. Es un mundo donde no hay palabras, donde estoy sólo y en el que el aire se siente a flor de piel. Un lugar donde necesito cuadricular la agresividad mediante la razón para no comérmelos crudos. No podría decir que disfruto de ello, ni que lo amo, ni que lo detesto, simplemente existe. Esas son siempre mis historias de bicicletas, brotaron del equilibrio y la mitomanía, de Hinault, de Arroyo, de Zoetemelk y de Delgado; se criaron respirando hasta lo más hondo de los pulmones, escarbaron en mi subconsciente. No soy capaz de compartirlas porque es imposible explicarlas. Nacieron y morirán conmigo.

bicicletas3Pasaron varios lustros hasta que volví a tocar una bicicleta. Cuando éramos niños en mi barrio casi todos tenían una. Yo les tenía una envidia muy insana. Me daba miedo ponerme de pie sobre los pedales para subir las cuestas. Sabía guardar el equilibrio y poco más. Entonces me eché aquella novia. Salimos a la calle detrás de su casa con su bici de frenos de varilla. Me enseñó a girar de una forma muy rudimentaria. Yo conducía completamente agarrotado, no podían soltarme del manillar ni a martillazos. Me prestaron otra máquina y salimos a trotar juntos por la carretera. Si aquel día no me mató un coche ya no lo hará nunca, creo que posiblemente yo asesinaré antes a algún conductor. Volvimos a su casa muy contentos. Guardamos su bicicleta en el trastero de sus padres. En ese lugar también aprovechábamos para fornicar de forma furtiva. Ella pesaba poco, podíamos hacerlo de pié sin dificultad, se agarraba como una lapa a mi cintura con sus piernas. De aquellos polvos vinieron muchos más lodos. La vida te da una de cal y otra de arena, una en cada carrillo, la única medicina eficaz que existe es el tiempo, que todo lo cura y todo lo mata.

La bicicleta corroe mis huesos, los oxida, me hace recordar cada día que me resucita y me asesina a cada paso. La vida te carcome, no hay esperanza posible. El camino está debajo de la superficie de ese agua o bajo las mantas, en la profundidad oscura. Ahora entiendo todo. Me aburría cuando mi padre dormía la siesta en verano. No me dejaba hacer ruido. Sólo se mantenía despierto viendo el Tour en julio. Sudaba como un cochino sentado en el sillón y milagrosamente mantenía los ojos abiertos viéndoles rodar. Me aprendí de memoria aquellas carreteras que luego recorrí. Me grabé a fuego imágenes del sudor extremo y del frío de las montañas en verano. Me enseñaron a dudar y a maldecir, a caminar sobre las brasas, a soñar con poseer ese valor que nunca alcanzaré. El tiempo pasa en espiral por Madrid. No quiero a nadie a mi lado que no se haya caído de algún caballo camino de Damasco. Demos gracias por hacernos visibles durante un minuto el uno para el otro, por compartir ese breve latido al borde de la carretera. Perdida la esperanza ya sólo nos queda soñar. Y no es poco. O quizás no es mucho. Pero es. Avísame si abandonas y te haré un hueco a mi lado, pero sólo si guardas silencio.


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