Bonifacio Singh: Madrid Sumergida

Ciudad crowdfunding

No tengo
ni quiero
tu mierda de dinero.

Estuvimos años sin hablar y ayer, curiosamente, volvimos a hacerlo. Qué sorpresa, amigo. Hace un par de décadas, él vino a Madrid buscando trabajo. Su padre lo apadrinó, tenía buenos contactos, pedigrí. Conoció a tres o cuatro, luego un amigo suyo me lo presentó. Nos reímos muchas veces, nos emborrachamos, salimos por aquí y por allá, nos hicimos compañía mutua, eso ya es mucho decir. Fue divertido. Después, desapareció como en la nada. Parecía un tipo con sangre y huesos, sin muchas luces a pesar de que él pensara lo contrario, aunque la verdad es que le echámos de menos. Le escribí algunos washaps hace año y pico, mi medio hermano siempre me lo dice: “si Mahoma no va a la montaña la montaña puede ir a Mahoma”. Mi medio-hermano es caso aparte, quizás es que es hermano-y-medio en realidad, me ha hecho aprender cosas... en fin. Pues bien, le mandé algunos mensajes al tipo. Al final contestó. Noté cierto desprecio. Noté cómo se hacía el listo. Él debería saber que con una mano le podría partir por la mitad, pero aún así se hace el valiente. También se hace el ocupado, y el inteligente, cosa curiosa cuando ves su realidad profunda. Noté cierta displicencia. Noté que, en realidad, no tiene sangre, ni cojones, que no nota el óxido de los huesos. Noté que nunca lo había conocido. Noté que yo siempre le había dado igual. La verdad es que me quité un peso de encima gracias a los consejos de mi hermano-y-medio. A mi nadie me da igual. Yo no tengo dinero, ni hijos, ni profesión, ni su respeto, pero tampoco tengo cáncer, como él, al menos de momento.

¿Acaso importa algo?

Tuvimos un perro. Eran los años setenta. En la tienda de mi padre había ratas. Salían de la boca de la alcantarilla por la noche. Nos dieron una setter cruzada con perdiguera. Mi padre la recluyó en la trastienda, y la pobre sólo veía el campo cuando iba a cazar conejos con él. Nadie la enseñó a hacer muestras, ni a cazar, pero de repente, cada mañana, cogía una rata y se la dejaba a los pies a mi padre. Un bonito trofeo. La rata, el más inteligente de los animales, muchas veces se hacía al muerta cuando sólo estaba agonizante, intentaba escapar engañando, pero a aquella perra era imposible dársela con queso, jugaba con ella y luego la remataba en el suelo cuando se cansaba. Una mañana, mi padre salió a tomarse algo a la taberna de la esquina y se dejó la puerta de la trastienda abierta. Cuando volvió la perra había desaparecido. La llamó por a gritos por la calle, nada, sin resultados. Dijo que se la habían robado. No sé si sería cierto, igual se escapó, al menos quiero creer que pudo hacerlo.

Hace unos días mandé un mensaje a un conocido, un amigo o como queráis llamarlo (ya sabéis las teorías del juego lingüístico Wittgensteinianas de las que soy devoto), pidiéndole que me escribiera un texto sobre experiencias suyas en el mundo del cine (es posible que él lea ésto, aunque poco probable, ya que, aunque estudioso de joven y trabajador en el mundo de la cultura de adulto, sospecho que lee poco o nada, o que nunca lo ha hecho). Él es una especie de buscavidas simpático al que aprecio, no sé por qué, pero lo hago, es un vendedor de paraguas en el desierto y de ventiladores en el polo Sur, un tío acostumbrado a buscar dineros debajo de las piedras y colaboraciones gratuitas de todo el mundo para sus empeños. Hay que aclarar que, por el contrario, las suyas, sus colaboraciones, siempre son a cambio de dinero, faltaría más. Tras estudiar una difícil ingeniería, porque el tío es un coquito, descubrió que su vocación iba más por la farándula: producir, o tratar de hacerlo, historias para la gran pantalla, buscar debajo de las piedras financiación para ellas, robar carteras con un fino sentido de la estética, atracar sin palancas y de día y que parezca que el fin es benéfico para la sociedad. No, no va de altruista el gachó, quizás por eso le respeto a pesar de todo. En cuanto pensó en mi propuesta se le encendió la luz, esa bombilla que le cuelga perenne sobre la cabeza, ese foco de neón con forma de símbolo del dólar, y contestó, sin rubor: “a cambio de eso te propongo que participes en el crowdfunding de este corto del que te adjunto la dirección. Son 30 Euros por los que recibes además dos entradas”. Un chollo. Antes, cuando mi querido productor estrenaba algo, nos comía el coco, siempre con éxito, para que pasásemos por taquilla. Ahora ya no se conforma con eso, ya nadie se conforma con mierdas en esta ciudad. Madrid es la ciudad crowdfunding. La urbe del atraco a mano armada para autofinanciarse, aunque, eso sí, siempre con motivos muy chic. Háztelo tú mismo, copón, o no te lo hagas. Por favor, no me atraques, prefiero darle el dinero a la iglesia católica o a Bárcenas, que se que lo van a emplear bien. A pesar de todo eres un tío majo, y te respeto, y te tengo afecto, pero que le den por el culo al crowdfunding, o que le pongan un nombre menos gilipollas.

crowd2¿Acaso importa algo?

Adoptamos un pájaro. Era un canario amarillo con pintas negras sobre el lomo y las alas. Cuando le acercaba el dedo me picaba, a mi me gustaba sentir los picotazos. Era un pájaro muy simpático. Cantaba como un loco, lleno de alegría, dentro de aquella jaula enana. Nos gustaba verle bañarse en una pequeña vasija de plástico que le habíamos puesto, parecía que disfrutaba. Cuando mi padre se le acercaba él le piaba. Era triste no verle nunca volar. Se fue haciendo viejo, aunque siguió cantando. Me hubiese gustado soltarlo. Cumplió quince años. Parecía Matusalén, inmortal. Un día nos lo dejamos demasiado rato al sol en pleno verano. Cuando lo recogí del balcón él descansaba como agilipollado sobre el suelo de la jaula con el pico abierto. Le hice una respiración pico-boca, le di agua, y pareció revivir. Pero no cerraba el pico del todo, como exhausto de vivir. Esa noche se murió. Lo enterramos en el cerro de Garabitas bajo un árbol. Todavía voy por allí a verle volar.

Cuando me siento en el water y aprieto, mis intestinos suelen hacer un ruido onomatopéyico de este estilo, “crowdfunding”, gritan hasta que la cosa se escapa de mi cuerpo, tiro de la cadena y el crowdfunding fluye hasta el mar. Se desmenuza en el agua salada, el sol lo evapora y se forman nubes de lluvia que riegan las lechugas que tu te comes en los restaurantes guays del centro.

Por esta ciudad han pasado, sucesivamente, oleadas de gente de muchas nacionalidades. Los ecuatorianos nos colonizaron, luego vinieron los chinos y, ahora, los moros abren carnicerías halal. Debe ser jodido el Ramadán en pleno verano. Los veo tomar café ahí enfrente, a las doce de la noche. Se nota que sienten el desprecio del resto. Todos pasan aunque parezca que se quedan, vienen a hacer crowdfunding, pero les importa poco esta sucia y caliente ciudad.

¿Acaso importa algo?

Salimos al patio para el recreo. A la media hora sonó el timbre, había que volver. Pedrito se puso chulo con Daza, que era un chaval un año más joven que nosotros. Pedrito, el hijo del hijo de puta del Guardia Civil, hijo de puta padre, hijo de puta hijo, hijo de puta espíritu santo, todo queda en familia. Pedrito intentó darle un puñetazo. Daza le esquivó, muy hábil. No sabíamos que Daza iba desde hacía tiempo a boxeo. Daza le puso la cara como un mapa, recuerdo todavía el ruido de los golpes. Disfrutamos viéndole los ojos hinchados como boinas. Al día siguiente nos llamaron a la pizarra para tomarnos la lección de francés. El profesor se saltó a Pedrito, que apenas podía ver por ninguno de los dos ojos. Al profesor se le escapó una risita sarcástica.

Adoptamos otra perra. Esta era setter, sin cruce. Era muy lista. Mi padre nos dijo que se quedaría en la tienda, como la anterior, los perros no vivían en las casas. La subimos un día. No volvió a bajar por la puta tienda. Era jodidamente lista. Se asilvestró mucho con nosotros en casa, la encantaba subirse a nuestras camas. Era indomable, una fuerza de la naturaleza difícil de describir. Comía con ansia y corría con ansia, siempre como si fuera su último día en la tierra. Era el perro más putamente listo que yo había visto, nos entendíamos sólo con mirarnos. Me duele pensar que alguna vez puede causarle de algún modo dolor, incluso en la distancia del tiempo siento dolor por su dolor. Se fue haciendo vieja, los perros envejecen muy rápido, es eso por lo que ahora prefiero no mezclarme con ellos. Fibrosis pulmonar, eso tenía. Le dábamos tres pastillas al día para que drenase los pulmones, y la subíamos los escalones en brazos. A mis padres se les saltaban las lágrimas cuando la veían ahogarse. Casi tres años así. El día de su cumpleaños, diecinueve de septiembre, la llevé a su lugar favorito, junto a la central nuclear de pega en la que Franco pretendía fabricar la bomba atómica, allí donde crecen más verdes y sabrosas esas hierbas que a los perros les gusta pastar para purgarse. Comió unas cuantas con placer, esas que crecen junto a las bases de las farolas. Movió un poco el rabo al mirarme. La cogí en brazos, la subí en el coche. En el veterinario la cogí la pata en la que llevaba insertada la cánula. Le fue entrando el líquido. Nos miramos, esa mirada no se olvida nunca. No le solté la pata hasta que los ojos dejaron de brillar y entonces tuve que agacharme durante unos instantes, en cuclillas, para tratar de aguantar el tipo y el dolor.

En la zona de Puerta de Hierro siempre anidan las cigüeñas, desde tiempos inmemoriales. Aprovechan los lugares altos. Los mamones modernos construyeron allí unas enormes antenas de telefonía móvil. Ese mismo invierno ellas le echaron el ojo a aquellas secuoyas de metal. Plantaron allí los nidos. Pero este año observé algo raro: las cigüeñas descansaban siempre sobre ellos con las alas abiertas de forma ortopédica. Leí que algunos gilipollas muy listos habían colgado unos muñecos, espantapájaros con forma de pájaro, para asustarlas cuando volvieran en primavera, para que anidasen en otro lado y no provocasen interferencias en las antenas con sus sucios nidos. Los móviles de los gilipollas son lo primero en nuestra sociedad. Me cagué en la puta madre de esas gentes, que vienen a hacer crowdfunding para sus “dispositivos inalámbricos”, porque las cigüeñas me alegran la vista, e incluso el oído cuando agitan sus picos, y ellos me hacen pensar que cada día comprendo más a Hitler. Pero llegó la primavera y las zancudas volvieron. Sobrevolaron las antenas. Alucinaron viéndolas ocupadas. Aletearon largo rato, observando y observando el panorama. No hicieron caso de aquellos muñegotes y volvieron a construir sus nidos al lado de los grotescos engendros.

crowd4Me di cuenta de que nuestro querido Juan había dejado de usar “prepago” en el móvil. También de que le habían dado un aparatejo de empresa, un ladrillo smartphone. Detrás del último ya no queda nadie, Juan.

Tenemos que dejar atrás una vida, con éxitos o fracasos, con guerras y paces. Si acaso la memoria sirve para algo, pero sólo a veces.

La ciudad a cuarenta grados. La ciudad a cuarenta y un grados. Nos derretimos por las noches. Los aires acondicionados chillan en las azoteas, es el estado del bienestar. Ya no nos sirven los ventiladores, hace falta sentir más frío, más frío, más frio. El olor a pedo de la depuradora del Manzanares sigue por allí abajo, intacto, generación tras generación. Las golondrinas chillan cuando sale el sol, vuelan supersónicas como cada verano. Te vas de vacaciones a Estocolmo o a Helsinki. Luego vuelves y martirizas a tus amigos con las fotos. ¿A quién coño le importan tus vacaciones? Ganar es siempre tentar a la otra cara de la suerte, por eso te hacen daño los huesos, te haces pupa cuando golpeas fuerte.

No tengo
ni quiero
tu mierda de dinero.

No creo que importe, seguramente nada importa... nada. Si acaso, soñar.

Madrid discípula de Satán y de Dios al mismo tiempo. Madrid entumecida por la brisa ardiente. Madrid humeante, Madrid hoguera. Madrid resplandeciente y mugrienta. Madrid del revés y del derecho. Madrid, sólo hemos empezado a conocernos.

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