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Besos y abrazos desde Katmandú

La verdad es que ya debería estar uno acostumbrado al tráfico en las metrópolis asiáticas. Y, sin embargo, compruebo que no es el caso circulando por Katmandú, ciudad que parece encajada entre un pasado de gran ciudad de la era pre-automovilística y un futuro halagüeño para el que su plano urbano se antoja inedacuado, colocada como está en el corazón de Chindia, ese extraño concepto, prometedor y amenazante, compuesto por China e India.

Estoy aquí para intervenir en el Festival de Literatura de Nepal. Mi encuentro con el público se titula Telling it like it isn't, 'cuéntalo como no es'. Se trata de un intento de explicar cómo los periodistas pretenden decir la verdad y no pueden sino mentir por causa de su inevitable subjetividad, mientras que los novelistas y los poetas, fingiendo inventar una determinada realidad, acaban por aproximarse a la verdad con más tino.

katmandu4Pues bien, la verdad de Nepal se me escapa. Créanme si les digo que se trata de un país del que sé muy pocas cosas. Me limitaré, entonces, a anotar algunas impresiones por las que, de antemano, les pido me disculpen. Desde la ventanilla de una furgoneta, viajando hacia el Este en dirección de Dhulikehl, resulta imposible no fijarse en las docenas de chimeneas de unos 20 o incluso 30 metros de altura, largas torres fusiliformes que sirven para cocer ladrillos. Filas y filas de paralelepípedos rojizos apilados por estratos y formando unas especies de fortines que amenazan con una única guerra: la que entabla el proceso urbanizador contra la naturaleza montañosa de Nepal.

Es entonces cuando pienso que, detrás de cada casa, hay un nepalí trabajando en Doha, Abu Dhabi, Dubái o en algún lugar de Arabia Saudí para enviar por money-gram casi todo lo que gana, procurando así dignidad y orgullo a la familia que se quedó sumida entre el fango de los caminos de tierra y las sillas de plástico de los baretos. Vidas en semi-esclavitud a cambio de una chabola que se derrumbará al menor terremoto.

katmandu2Vuelvo a la capital devastada por el tráfico para encontrarme una vez más con esa chispa de ilusión que sólo hallo en aquéllos que mantienen la esperanza. O en los que ni siquiera se pueden permitir no hacerlo. Cada poco, un desprendimiento o una inundación, como la que hace pocas semanas sumergió Cachemira, se llevan por delante unas decenas o unas centenas de campesinos y, entonces, todos vuelven a agachar la cabeza por unos días. Rostros indoeuropeos, mongoles del Himalaya, sonrisas chinas, bonzos tibetanos, ecumenismos indo-budistas y pocas, poquísimas cruces.

Envuelto en escapes tóxicos de embotellamiento, llego por fin a Jawalkehel, gueto tibetano cuyos moradores, en los últimos veinte años, no han merecido ni siquiera el estatus de refugiados por parte del gobierno nepalí, ocupado en masacrar cortes, organizar elecciones y demás chapuzas. Se trata de un limbo de sin papeles, de una especie de lúgubre casbah oscurecida también por los frecuentes apagones. Diez jubilados sorbiendo su sopita en un albergue construido con los fondos de una ONG británica, escuálidos huertecitos, cables colgando. Casitas con tres camas alrededor de una mesa de comedor con las patas serradas. Minúsculos espacios alumbrados durante los apagones con dos cables conectados a la batería de un coche.

Un prófugo me cuenta, entonces, su travesía del Himalaya, acechado por los soldados chinos, el riesgo de congelación y la muerte por hambre y agotamiento.

Del maravilloso abrazo entre China y Nepal (proyectos de financiación, turismo, promesas y amenazas) queda un residuo triturado de 20 000 prófugos tibetanos. Dharamsala, en India, no los puede acoger mientras no tengan sus papeles en regla. El Alto Comisariado para los Derechos Humanos tan sólo puede encogerse de hombros diciendo: "Mientras no seáis oficialmente refugiados, no os podemos ayudar". Katmandú, para contentar a Pequín, los ignora y recluye en el gueto. En este asunto, Nepal mira para otro lado y se hace el sueco.

katmandu6Me encuentro con Thomas Bell, autor del variopinto "Katmandú", publicado hace poco en India. Me explica que aquí, en Nepal, el gobierno está enfrascado en la promulgación de la nueva Constitución, basada en las diferencias entre diversos grupos, tribus y troncos étnicos y no en el tema, pasado, de los tibetanos. Se habla de federar el país con arreglo a criterios de pertenencia étnica, creando divisiones que no se observan a simple vista en la multi-étnica mezcolanza nepalí.

El gobierno provisional ha prometido que en enero estará aprobada esa nueva Constitución que hace seis años que se espera. Pocos lo creen. Demasiadas divisiones. El juego político de las coaliciones en las que entran y salen los potentes maoístas (actualmente en la oposición) es lo que quita y da poder. Son los mismos juegos 'constituyentes' que conocemos tan bien en Italia.

Y allí, en la lontananza, volando sobre las nubes, como helados testigos de toda esta abstrusa partida de ajedrez que se juega en los valles, los increíbles Himalayas alimentando sin descanso a Nepal (a pesar de la lícita huelga de los Sherpas, que piden más garantías tras la última desgracia producida en una avalancha) con una de las más consistentes monedas de la globalización: el turismo.

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Fumar es (sólo) un placer

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Queridos fumadores, a partir de ahora, cada vez que aquéllos que no soportan el humo que echáis por la boca abofeteen el aire y os conminen a apagar el cigarrillo, podréis contestar: "¡No me toquéis... el factor felicidad!". La noticia nos llega de Estados Unidos, donde el derecho a perseguir la felicidad está garantizado por un artículo de la Constitución.

Ok. Pase que estos dos últimos años hayamos sucumbido a la hipnotizante cancioncilla Happy, de Pharrell Williams. Pase también que en Bután lleven años evaluando el crecimiento económico no a través del PIB sino del FIB (Felicidad Interior Bruta). Pase, incluso, que, en Economía, se maneje el hedoniómetro para calcular el nivel de felicidad. Y que estén propagándose por Occidente Facultades universitarias de Felicidad, dedicadas a catalogar y analizar este estado emotivo. Pero lo que empieza a preocupar seriamente a los científicos es el hecho de que la FDA (institución estadounidense encargada de reglamentar las sustancias nocivas para la salud pública) se esté replanteando la catalogación del humo del tabaco con arreglo al parámetro de felicidad perdida por aquél que ha dejado de fumar. Por esta nueva regla de tres se puede llegar a pensar que el humo del tabaco mata, por supuesto, pero, como quiera que dejar de fumar resta un poco de felicidad, este hábito resulta menos dañino de lo que se piensa. Ergo prohibir fumar quita felicidad. Conclusión ésta que no ofrece ningún género de dudas para el que fuma, mas no para quien debe legislar.

fumar es 3¿Qué ha ocurrido, entonces? Pues que, gracias a una normativa aprobada hace dos presidencias, la Food and drug administration se ve obligada a producir un cálculo preciso de beneficios y costes que toda nueva ley pueda aportar o suprimir cuando se refiera a actividades con un volumen de negocio superior a los 100 millones de dólares. ¿Y qué presidente fue el padre de esta normativa? Pues un tal Bill Cinton. Sí, el de la sonrisita beatífica que no se puede aguantar. Happy no sólo por haber manchado el vestido de Mónica Lewinsky, sino también por haberse librado del proceso por impeachment hace 15 años. Saber que ha sido precisamente Bill Clinton quien introdujo el happiness factor en la administración pública debería, cuando menos, hacernos sonreír, si es que no consigue hacernos más happy...

Sin embargo y, a pesar de las apariencias, según muchos científicos y profesores entre los que se encuentra un premio Nobel, ésta no me parece precisamente una buena noticia: hay poco en ella de lo que sentirse happy. Para estos señores, lo alarmante es que se haya podido llegar a introducir un cociente de felicidad en el cálculo de costes y beneficios referidos a la prohibición de fumar pues esto supondría que los beneficios que se deducen de tal prohibición (menos muertes prematuras, menos enfermedades cardíacas y pulmonares) se vieran reducidos un 70% por causa de los costes de la pérdida de placer acarreada a los ex-fumadores en el momento de dejarlo. O sea que el humo mata pero dejar de fumar mata mi placer por fumar, por lo que la menor amenaza para mi salud se ve compensada por la reducción de mi felicidad. De ello se podría deducir también que fumar hace un poco menos daño de lo que se pensaba y que, efectivamente, es algo que se puede prohibir, sí, pero con menos fuerza y saña jurídicas.

Este razonamiento no se ha aplicado todavía pero ya está en marcha la protesta para impedir que esto suceda, como lo ha recogido The New York Times. Los críticos se preguntan qué pasa con el factor felicidad que se les arruina a los fumadores pasivos o qué hay de la reducción de la tasa de mortandad infantil que se deriva del hecho de que haya menos embarazadas fumadoras.

Muchos empiezan a fumar con menos de 18 años, edad a la que, con frecuencia, no se ha acabado de madurar. Por otro lado, hay muchos fumadores enganchados químicamente al tabaco, con lo que este hábito no tendría nada que ver, en estos casos, con la felicidad.

fumar es 2Buena parte de la sociedad persigue la zanahoria del eudemonismo, la doctrina que, identificando el bien con la felicidad, la persigue como fin natural de la vida humana. A menudo se confunde eudemonismo con hedonismo. Éste último propone como fin de la acción humana la consecución del placer inmediato, el goce (según la Escuela cirenaica de Aristipo) o, simplemente, la ausencia de dolor. Y aquí es cuando se complica la cosa. Como ha escrito Zadie Smith en New York Review of Books, hay una cierta diferencia entre los conceptos de alegría y de placer. Según esta señora, el placer de un desparrame discotequero, que produce una alegría momentánea, es distinto del gozo que nos procura el amor por nuestro marido o por nuestro hijo. En esto, Tomás de Aquino le daría razón. Así que es posible que la FDA se equivoque semánticamente. La Agencia estadounidense confunde la persecución del ángel bondadoso de la felicidad con el placer inmediato ofrecido por un fragante cigarrillo después de una copiosa comida o en un momento de soledad y meditación vespertino.

Como mal tasado, todavía no está claro si la FDA adoptará este criterio de la felicidad al humo del cigarrillo. Pero, si así fuera, el nuevo concepto podría cambiar muchas cosas. Podría, por ejemplo, conducirnos a parámetros más hedonistas que eudemonistas, pertenecientes a una época en que no había esta obsesión por la salud que nos invade y nos arruina la felicidad (o el placer) del auto-envenenamiento.

Y ya puestos a autolesionarnos, ¿por qué no votar por nuestro adversario político si sabemos que ello nos reportará una secreta e íntima felicidad al criticarlo desde la oposición? Podríamos también seguir esposados a ese o esa insoportable cónyuge porque la solidaridad de nuestros familiares y amigos nos hace inmensa e íntimamente felices. Podríamos conducir de noche con los faros apagados para experimentar ese subidón de adrenalina y tener la certeza de que, si nos estrellamos, era sólo porque queríamos ser felices.

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