Bonifacio Singh: Madrid Sumergida
  • Home
  • Noctámbulos
  • Bonifacio Singh
  • Madrid sumergida

Estaciones

 

Estación 1. Jugábamos a las máquinas en los bares, como cada verano. Nos aburríamos. Teníamos que estirar el dinero todo lo posible, desarrollar habilidades imposibles. Pasábamos el rato con cualquier balón que nos llevábamos al pié o a la mano, nos encantaba tirarnos pedradas. Bajábamos al Parque Sindical caminando, cuando todavía no habían talado los árboles del Paseo del Rey para ampliar la maldita M-30. Y ese día compramos en El Corte Inglés el disco de “Serrat en directo”, y lo estrenamos en el flamante tocadiscos nuevo. Escuchábamos “La aristocracia del barrio”, dándole las interpretaciones más disparatadas, las que sólo cobraban sentido en nosotros mismos. Imaginábamos que Serrat era un tipo que utilizaba siempre el doble sentido, haciendo veladas alusiones sexuales en todo lo que decía. Seguimos corriendo, arriba y abajo. Los descampados empezaron a llenarse de casas y arrancaron las moreras de las que cortabas las hojas para engordar a tus gusanos de seda. Yo sigo vivo. Tú te ahogaste en una excursión del instituto. Nadabas aun peor que Jeff Buckley, nunca nos gustó el agua. Corrías como un demonio asustado, yo no podía alcanzarte por más que entrenaba.

Estación 2. Era la típica mañana de septiembre. Aquel infecto lugar olía que apestaba a polvo y a orín (eufemismo para decir que olía meados). Comencé a darme cuenta de que todo lo que yo me imaginaba era mentira, que aquello no iba a ser muy agradable. Del silencio total me rescató un tipo con los pies demasiado grandes, uno de esos espíritus a los que invoco, allá donde esté, cuando el miedo no me deja respirar. Los que me hacían llorar se hicieron mis amigos porque estaban tan asustados como yo. Aprendimos a escondernos en las profundidades de cada uno. Me metieron el odio en el cuerpo con tenazas, les deseé la muerte de todas las formas posibles Ya nada volvió a ser lo mismo. Soñábamos con comprar aquellos edificios, demolerlos y echar sal en sus ruinas, al estilo de lo hecho con Cartago, para que nada volviese a crecer allí. También con que un asteroide cayese sobre aquel lugar con todos dentro. Los años se hicieron largos, pero no eternos.

Estación 3. Me estaba creciendo un asqueroso bigote, un bozo que me resistía a rasurar. No recuerdo cual era el juego al que jugábamos, pero quedamos aquella tarde con la excusa de la máquina de aquel bar. Tú llegaste con más de media hora de retraso, cuando estaba a punto de largarme. Te rompiste un hueso jugando en la playa y yo fui a buscar una muleta por todas las farmacias de guardia del pueblo para que pudieras caminar. Compré aquel disco de Dire Straits que hoy me parece tan estúpido, y adornaba las cartas que te enviaba con frases que no entendía del “So far away”. En la boca del metro de La Latina me di cuenta de que no nos volveríamos a ver, y me jodió bastante el destino inexorable, ser consciente de él. Me enteré de que tu padre se arruinó con el bingo y las cartas; debisteis sufrir, aunque el pobre no parecía mal tipo, sólo andaba perdido en la oscuridad, como todos nosotros.

Estación 4. Me moría de ganas de huir, pero estaba cagado de miedo. Pagué los platos rotos de mi propia estupidez. Sólo como una rata entré en aquella clase de niños medio malos, y me sonó tu cara. Me dijiste que dejara de preocuparme, que aquello ya había pasado a la historia, que ésto era otro mundo, que le diesen por el culo a todo lo pasado. Resucité de unas cenizas que nunca habían ardido. Decíais que yo era una mezcla racial entre siniestro, borracho y hardcoreta. Me ponía la que se sentaba delante, y luego me enteré de que su abuelo, en tiempos remotos, había delatado al mío. Me siguió poniendo durante algún tiempo. Jugamos nuestras cartas como pudimos y nos fuimos encaminando cada uno hacia su ninguna parte. Supongo que seguiréis yendo al Calderón hasta que lo derriben, pero yo, ya lo sabéis, soy vikingo hasta la muerte. Y es cierto, por mí ha pasado poco el tiempo, casi ni me he movido.

Estación 5. Fueron los años de la gran glaciación post Wündt; pasamos un frío que te cagas aquellas noches que volvíamos andando a casa borrachos. Paseábamos por las calles como los dos personajes de “Midnight cowboy”. Yo te sigo admirando porque no dudo que habrías caminado por Madrid vestido como John Voight si te hubiese dado la puta gana. Nos lamentábamos de los amigos tan asquerosos con los que la lotería vital nos había agraciado. Hicimos aquel viaje en tu coche destartalado, gastamos más aceite que gasolina. Escuchábamos en el casete a Silvio Rodríguez y su “Al final del viaje”. Teníamos más J.B que sangre en las venas y por aquel entonces no hacían test de alcoholemia. Poco a poco las carreteras que antes recorríamos juntos nos fueron separando. Ya no olía tanto a gasolina y sí mucho más a hollín. Siempre sueño con que apareces de repente y me rescatas, con que nos largamos al fin del mundo a quemar el camino. Es una pena que ya no seamos los mismos. Me moría de frío aquella noche durmiendo sobre aquel banco, pero estábamos hechos de hierro.

Estación 6. Casi estrellaste cuesta abajo mi desvencijado Renault 11, pero fue por una buena causa. Ese verano fui el tuerto en el país de los ciegos. Todos me odiaron por juntarme contigo. Si la Guardia Civil nos hubiese parado nos habrían metido en la cárcel. Los otros tres dormían en el asiento de atrás mientras sonaba en la radio una vez más Silvio diciendo aquello de que quería ser el batiscafo de tu abismo, y tú comentabas, un poco cursi, que la canción te reflejaba, pues sentías que tenías el corazón con muros. Se veía a una legua que sólo lo decías por caerme bien. Y entre drama y comedia llegamos trovando a la edad media. Tus enemigas dicen que has engordado mucho; la verdad es que da lo mismo, olías demasiado bien como para tenerlo en cuenta; ni mi perra ni yo tendríamos problemas para seguir tu rastro.

Estación 7. Las fiestas navideñas sabían cada vez más a rancio. Ellos se reían todo el día y yo decía que me importaban una mierda. El turrón se conservaba fatal fuera de la nevera porque se derretía, y si lo metías dentro se filtraba sobre su superficie un extraño sabor a hielo carbónico. Hacía tiempo que, por arte de magia, había comenzado a distinguir las palabras de las canciones en inglés. Me divertía exhalar vaho cuando salía a la calle. Me gustaba la niebla y el frío, aunque odiaba el invierno. En esos días, en los que tenía menos que nada que hacer, recorría a pié de arriba abajo la calle Bravo Murillo; luego bajaba Fuencarral y volvía, tomando el metro en Gran Vía, en dirección contraria hacia el barrio. Una tarde cualquiera de un día cualquiera regresé a casa, rasqué un rato en la guitarra el Hallelujah del señor Cohen y, tras ver los programas televisivos de turno hasta las cuatro de la madrugada, me eché a dormir en mi catre. Por la mañana remoloneé todo lo posible bajo el calor de las mantas soñando con los habituales sueños imposibles. Cuando me levanté y arrié la persiana me di cuenta de que ya no flotaba en esa eterna fase preparatoria en la que uno imagina lo que quiere llegar a ser, en esa etapa en la que se desea construir, sino que lo que estaba delante era mi vida, y que el futuro se encontraría ya, para siempre, situado en el presente. Ya no habría vuelta a atrás.

Puedo dejarte
el polvo en la cuneta
la tristeza
las heridas
sueños y asfalto
piedras de mi zapato
falsas visiones.
Pero recuerda
que no hay más que nada
más allá
de lo que te digo
de la sombra que reconoces
como tuya.
Respirar es suficiente
caminando con cuidado
sin agarrarse
a la inercia sin fin
a la borrachera de colores
de grises y de negros
para cuando o hacia donde
corren los días.


Imprimir

Hostal Maidan Manzanares

Una familia sale de su guarida un domingo por la mañana. Es el primer día soleado de la primavera en Madrid. Observan el Manzanares, embelesados, apoyados sobre la barandilla de un puente con forma extraña. Les parece ver el Támesis, el Tíber, el Volga. Se sienten afortunados de estar vivos, sonríen. Seguramente pasará ante sus narices algún transatlántico repleto de pasajeros saludando, o se disputará alguna regata de catamaranes, o miles de personas nadarán corriente arriba en un triatlón popular al que podrían apuntarse. El deporte es sano, sobretodo para los bolsillos de las empresas organizadoras de eventos supuestamente solidarios. Es maravilloso machacarse las rodillas arrastrando los pies por el asfalto a un ritmo de siete minutos por kilómetro, o nadar cansinamente cual lenguado borracho tragando agua contaminada embutido en un bañador de competición que difícilmente retiene tus michelines de elefante marino.

El paterfamilias de esta prole madrileña lee el periódico. En él hablan sobre Ucrania. Las fotos son bonitas: antidisturbios vestidos de guerra enfrentándose a tipos armados con bates de béisbol, algunos cadáveres ensangrentados caídos sobre el suelo en posturas imposibles y espectaculares incendios. El diario de los domingos es un rito ancestral para esta familia, sólo lo compran el séptimo día de cada semana como una costumbre heredada de generación en generación. Pero se aburren pronto de él y lo tiran en una papelera, casi inmaculado. Después se sientan en alguna terraza a tomar una caña a tres Euros, comentan lo bien que se tira la cerveza en esta nueva franquicia barística y ven a sus hijos retozar sobre el cemento mientras ellos twittean frases ingeniosas y cuelgan fotos artísticas en sus Facebooks a través sus Iphones. Embriagados por la euforia dominical, piensan en apuntarse todos juntos a una ONG de ayuda al cuarto o al quinto mundo, estarían dispuestos a sacrificar algunos de sus días de vacaciones para visitar esos países lejanos tan exóticos llenos de gente hambrienta y mugrienta, siempre que el viaje lo sufragase el gobierno de turno o alguna de estas filantrópicas asociaciones dedicadas a la limosna.

El Manzanares nunca será el Sena, ni el Danubio. Es un riachuelo domado y sometido, sólo visible gracias a la megalómana imaginación humana y a unas cuantas represas. A mediados de la década de los noventa del siglo pasado, una gran crecida provocada por una tormenta provocó su desbordamiento. El encargado de abrir las compuertas que retienen el agua a su paso por la ciudad no pudo llegar a tiempo para abrirlas a causa de un atasco en el que se vio inmerso, el embotellamiento natural madrileño de cuando caen cuatro gotas. La masa de líquido elemento inundó la M-30, incluso los conductores de Audis y BMWs no anfibios tuvieron que salir nadando por las ventanillas abandonando sus barcos, un desastre terrible. Y denunciaron a las fábricas de automóviles por no haberlos equipado con botes salvavidas. Al día siguiente todo se secó, los perros volvieron a cagar sobre las aceras y la capa de mugre retornó inexorablemente sobre la piel de asfalto. 

El Dnieper ha bajado ardiendo durante unas semanas. Se llevó por delante algunas cosas en Kiev. Pocas cosas, pero al menos se derribó algunas, rompió algo la norma del lampedusismo imperante. El sistema de préstamo está basado en la desigualdad lo vistáis como lo vistáis, y sólo funciona mediante el mecanismo de “mirar hacia otro lado” cuando la desgracia es ajena. Les da miedo, te da miedo, ver, aunque sea en la distancia, que un río de gente puede matar lo mismo que lo hace vuestro orden establecido mediante el pretexto del bien común. El río de gente destruye todo a su paso, lo inunda, y sin esa destrucción no se puede crear nada nuevo, os pongáis como os pongáis, y muere gente en el camino, y puedes ser tú, y el fin nihilista justifica los medios. No se sabe qué surgirá después, ahí está tu creencia o no en el ser humano. Seguramente el río volverá a rebosar de mierda. Pero ya es algo que por un rato floten sobre él vuestras cabezas cortadas, por lo menos se podrán hacer unas bonitas fotos.

El aprendiz de río que pasa por Madrid nunca se llevará de forma natural toda la basura. No tiene suficiente fuerza ni transporta suficiente agua como para erigirse en vengador. Ni aunque lloviera cien mil días seguidos lo conseguiría, no podría apostar a su cirrosis ni a su sobredosis ni invocando al Dios de la lluvia. Por sí sólo, no. Pero los hombres construyeron una presa algo más al norte de la ciudad, como en “La selva esmeralda”. A sus pies, en Mingorrubio, nos bañábamos de niños dentro de su ya incipiente contaminación. Quizás muramos por ello, pero tú también te vas a morir, posiblemente antes que yo, te lo repito. El agua acumulada en esa construcción artificial humana sí que sumaría la suficiente potencia al Manzanares para arrasar la ciudad, con un poco de suerte y otro poco de dinamita os iríais todos a tomar por culo. Un cabrón Ned Ludd bastaría para haceros pupa. Pero tranquilos, creo que no lo veremos. Todavía no hay suficiente hambre y sí mucho que perder.

Después del desastre en la presa, tras la gigantesca inundación, ese padre de familia emigraría a otro país con su prole. Dejaría de comprar el periódico los domingos, lo leería en una táblet, deslumbrándose como el imbécil que es al intentar leer sobre un engendro no diseñado para leer; pero feliz. Encontraría un maravilloso trabajo, viviría una maravillosa vida lejos de Madrid. En la lejanía, maldeciría que la inundación no se hubiera podido realizar por Twitter o por Facebook, incolora, inodora e insípida. A los que os marchéis no os echaremos de menos. El río sigue y seguirá meando oscuro su cólico nefrítico. Me siento seguro cuando siento su olor a podrido. Hostal Maidan Manzanares.

 

Imprimir

Quebert contra Dotcom

Cuando sólo existían los libros de papel, en aquel lejano y prehistórico siglo XX cuando la cultura era toda de pago, yo ni me planteaba leer algunas cosas, sobretodo los libros catalogados en las estanterías bajo el rótulo de “novedad” o “más vendidos”. Ahora recorro estas secciones en librerías y grandes almacenes no para comprar, sino para ver qué me apetece birlarle a la industria editorial. Miro los precios de la contraportada y me froto las manos, es un doble placer: leer y robar. Por ese camino llegué al archiconocido relato de Joel Dicker este invierno. En el libro, el tal Quebert pasa el rato relatándole a Goldman sus teorías sobre los principios fundamentales para llegar a ser un gran escritor. Lo del asesinato de fondo no es más que una burda excusa. La verdad es que le dice unas cosas muy interesantes, aparte del sempiterno y manido “si no duele no sirve”. Le hace creer cosas a su hijo literario adoptivo como que es necesario caer para aprender a levantarse y que hay que salir a correr bajo la lluvia para sentirse vivo. Tópicos o no ambas cosas no dejan de ser verdad. Al final del relato parece que el bueno y enamoradizo (y algo pedófilo) Harry Quebert ha conseguido convencer a su discípulo. Goldman piensa que está preparado para triunfar, aunque con el triunfo vengan aparejadas desdicha y soledad. Pero, de repente, descubrimos que todo es mentira, una impostura, una puta falacia. El relato en sí constituye una metáfora vital perfecta: creencias que se desmoronan; humanos cayéndose constantemente del guindo; ideas perfectas aplicadas a sucias personas que las joden impunemente; complejos de culpabilidad al verse a uno mismo reflejado en el espejo de sus propias contradicciones; animales perdidos en la nada por creerse dioses.

Continuar leyendo

Imprimir

lanochemasoscura