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A casa de la tía Tati

Desde pequeña me fascinó el salón de mi tía-abuela. Cuando mi madre me vestía y me decía que íbamos a visitarla, un gusanito revoltoso recorría mis tripas, pataleaba en mi corazón y se escapaba por mi boca en forma de grititos de emoción. Y es que el salón de tía Tati, como yo la llamaba, era para mí una fantasía hecha realidad. Era una enorme sala embutida de muebles, alfombras, cortinas, cuadros, estatuas y demás chucherías inservibles que para una niña de cinco años resultaba ser el lugar perfecto para echar a volar la imaginación. Recuerdo aquella habitación como un lugar lleno de aventuras donde, incluso ver el suelo, debajo de todo aquel montón de alfombras, se convertía en el logro más importante de la semana. La manía de Tati de mantener la habitación en penumbra aumentaba mi obsesión por aquellas paredes misteriosas de las que colgaban cuadros, fotos, estanterías repletas de libros y figurillas que se revelaban todo un nuevo hallazgo cuando algún rayo de luz se fugaba por entre las cortinas tras algún movimiento impetuoso de Chotis, el gatito persa más suave y cariñoso que se pueda desear.

tati2Por este motivo, cuando mi madre me dijo que íbamos a pasar una pequeña temporada en casa de la tía abuela, no pude evitar ponerme a saltar y palmotear mientras chillaba como una ratita. De repente, aunque estábamos en pleno y gélido mes de noviembre, sentí tal calor de la emoción que tuve que quitarme el jersey de lana y me negué rotundamente a ponerme el abrigo para salir a la calle, cosa que mi madre, impaciente y cansada de lidiar conmigo, solucionó con un bofetón.

Con el calor provocado por la excitación de permanecer en mi ansiado salón y la cara ardiente de la sonora torta que había recibido creí que, además del vaho que salía por mi boca al espirar, el humo blanco saldría por todos los poros de mi cuerpo, especialmente por el carrillo encarnado. Entonces, empecé a imaginar que cuando me cruzaba con cualquier transeúnte que me miraba, no era por los brincos y bailoteos con los que me desplazaba, sino por el extraño humo que yo creía que desprendía. Y así, creyéndome la original y única niña-humo del mundo llegamos hasta el número 42 de la calle del Reloj.

Como antesala a mi patio de recreo particular, la entrada al piso desprendía un halo místico con sus enrejados del siglo pasado, poblados de enredaderas y otras trepadoras. Nada más traspasar la reja había un pequeño jardín que rodeaba la casa, todavía inexplorado porque no me permitían bajar a la calle en nuestras breves visitas a tía Tati. Inmediatamente lo apunté en la lista imaginaria que confeccioné como una selva pendiente de explorar durante nuestra estancia. En tanto estos pensamientos discurrían libres y felices, mi madre tironeaba de mí para que subiera las escaleras de la vivienda.

tati3Y de las inextricables hierbas del jardín, tras cruzar la puerta de la entrada, llegábamos a mi atracción favorita. Más allá de cualquier tiovivo, balancín o tobogán, nada podía superar un viaje en el antiguo ascensor del piso. Me maravillaba contemplar cómo se cerraba la puerta de hierro forjado y luego se deslizaba una segunda puerta de biombo, que en su movimiento me recordaba al acordeón. Luego de apretar el botón, -¡cómo me encantaba!-, el viejo armatoste daba un tirón y emprendía su subida hasta la planta tercera emitiendo sonidos metálicos cri, cri, cri.

Por fin llegamos a casa de tía Tati, 3º C. Y, en brazos de mi madre, aporreé la desgastada puerta de roble con la aldaba en forma de león. Mamá me había regañado en más de una vez por llamar de esta manera en lugar utilizar el timbre, pero en la última ocasión que esto ocurrió tía Tati con cierta pompa me concedió el grandísimo honor de ser la única persona autorizada a utilizar el llamador. No pude ser más feliz.

Al sonido grave del bronce contra la madera, pom, pom, pom, respondió la dulce y temblorosa voz de tía Tati, que abrió la puerta con una reverencia. Me eché en sus brazos llenándola de besos. Tati olía a jabón y a lavanda. Fue el olor más maravilloso de mi infancia. Pero pronto, junto a este olor tan familiar al abrazar a mi tía abuela, apareció el exquisito olor del chocolate a la taza que borboteaba en la cocina.

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