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"St Vincent" y Bill Murray

La verdad es que se podría pensar que “Saint Vincent” no es más que la típica película de viejo rezongón con niño. Y lo es. Se podría afirmar sin mentir que visita muchos tópicos, casi apestosamente navideños, que sus personajes son en el fondo todos ángeles con problemas mundanos, que el mensaje “qué bello es vivir” apesta en su entorno. Estaríamos en lo cierto. Y hay un ratito, en el que nos cuenta las penas de los afectados por el mal de alzheimer, en que se pone algo blandengue y sensiblera, procazmente humanista, con todo lo que este término me chirría. Pero hay algo raro, muy raro, porque a pesar de ello no despierta mi odio. Los niños suelen caerme siempre mal en las películas, suelo disfrutar cuando sufren, y en este caso, aunque el niño es enclenque y sabiondo, despierta mis simpatías. Quizás fue por mi oscuro pasado común con él de ídolo infantil del “balón prisionero”, o por las hostias que el crío reparte a instancias de su protector Murray, una hostia de vez en cuando viene bien a todo el mundo, a favor y en contra.

La explicación quizás sea muy simple. Bill Murray hace tiempo que se ha convertido en un actor inmenso. Actúa como un cabrón con patas, en realidad porque no actúa. Creo que fue Michael Caine quien dijo que él lo único que hacía en los rodajes era salir a escena y ser siempre la misma persona: él mismo. Y también intentaba que no se notara que estaba allí. Bill Murray siempre hace de Bill Murray. Sospecho que es un mamón gracioso en la vida real, los que usamos “Eau de cabrón” solemos reconocernos fácilmente entre nosotros. Exhala ironía, ese tufillo prodigioso pero tan difícil de conseguir. No me gusta la risa fácil, ni el “dientes, dientes, que es lo que les jode”, que suele practicar el público. Cuando vas al cine a ver una película supuestamente graciosa siempre hay o un gilipollas gafapasta o una gorda morsa a tu lado que ríen a calzón quitado buscando aceptación grupal. Consiguen darme ganas de vomitar o sentirme extraterrestre. Sinceramente, prefiero las sonrisas a las risas. Detesto que me enseñen la dentadura. Y hace tiempo que Bill me hace sonreír.

vincent2A mi sempiterna compañera de cine se le atraganta Murray, sistemáticamente. Se resiste a ir a ver sus películas. Pero ha de reconocer que hace unos cuantos años que el bueno de Bill le hace soltar alguna que otra sonrisa. No hace falta que cuente chistes muy buenos, él es así. El otro día, después de ver “St Vincent” ella reconoció al fin que él ha empezado a hacerle gracia, cínicamente afirma: “ha empezado a gustarme, pero ya de viejo”.

Confieso que a mi, aunque no me disgustaba, no me llamaba excesivamente la atención. Pero incluso al lado de la insoportable Andie McDowell él no me producía rechazo. Creo que fue tras ver “Lost in translation” cuando me hice seguidor incondicional, pero también me ganó el claroscuro personaje de Mr Blume en la casi desconocida “Rushmore”. Murray sólo necesita salir en una película con la única acción de beber directamente de una cafetera (“Coffee and Cigarrettes”) o correr detrás de un tren (“Viaje a Daarjeling”), a su cara no le hace falta prácticamente ni texto, aunque destacaría también sus lagrimitas finales brotando explosivas en “Broken flowers”. Siempre se adivina bajo su piel que hay algo más, un rastro de humanidad e imperfección que le hace totalmente translúcido a la mirada del espectador.

vincent3“St Vincent” empieza regular y acaba bien, como un cuento de navidad. Pero en ella no se respira una excesiva falsedad, la felicidad es efímera e indefinible, y siempre se desarrolla en tonos medios, nunca en el blanco o el negro absolutos.  Ahí están los aires decadentes de la película, de hipódromo bukowskiano. Y todos sabemos que los ángeles, por mucho que algunos se empeñen de hacérselo creer a los niños, no existen, que son de carne y hueso, que los humanos sólo a ratos obran sin crueldad, y que los niños no son tan gilipollas como para creerse que el mundo es de color de rosa y para estar convencidos hasta los diez años de edad de que Papá Noel existe, se hacen los bobos para contentar a la masa estúpida.

Al final a Bill Murray le dan una manguera, una silla, una canción de Bob Dylan y le dicen que haga lo que le dé la gana para cerrar la película. Y la cosa funciona, sin apenas sentido, sin dirección y sin diálogo coherente, como en la vida misma.

Y Wilco suena jodidamente bien, como casi siempre. Y además, se le ven las bragas (rojas) a Naomi Watts, que cuando se pone en plan guarra me pone mucho. Pero lo de Naomi ya es otra historia.


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