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Only lovers left alive

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Hace tiempo que lo sospechaba, algunas décadas ya, me daba en la nariz que Jim Jarmusch era un tipo raro, un ser extraño a quien le gusta salir a pasear de noche por ciudades decadentes y fantasmas, un gachó que ama el ruido del latir de las urbes pero que detesta un poco a quienes lo producen; e imaginaba que le atraen las tías raras al estilo de Tilda Swinton, un poco como a mí, y que tiene gustos refinadamente extraños, pergeñaba que se resiste a caminar por caminos marcados, que vive al margen de las modas. Que es uno de los nuestros.

No es fácil rodar películas “diferentes”, mucho más cuando se tratan temas aparentemente manidos por miles de precedentes y por los vientos pasajeros del gusto prêt á porter destinados a un espectador eternamente adolescente, adolescente o gilipollas. Las películas de Jarmusch sueltan desde el primer minuto un tufo inconfundible a objetos únicos, son guitarras antiguas, de coleccionista, sólo destinadas a ser apreciadas en su olor y su sabor por unos pocos locos como él. A nuestro amigo le gusta dibujar seres singulares, entre los que me hace sentirme bien, como en casa, consigue que yo desee tenerlos al lado. Las películas de este tipo canoso son como cuevas a las que él te invita a pasar para tomarte una copita de sangre de categoría especial en buena compañía.

jarmusch2Cuando atravesamos el umbral de Jarmusch, cuando leemos sus imágenes, nos aventuramos en metáforas trascendentes sobre sus historias. Mascamos “Only lovers left alive” para deglutirla a nuestro antojo, identificamos a esos zombis con los humanos-masa, y nos acercamos irremediablemente con simpatía hacia esos entrañables chupasangres, esos que viven al margen de las modas mundanas, del tiempo y de la propia muerte. La muerte, o mejor dicho su ausencia, es la diferencia entre ellos y el resto, junto con sus batines de terciopelo desafasados, sus fonendoscopios descatalogados, sus guitarras viejas y sus discos de vinilo. Ese tiempo, detenido, es lo que les hace volar indefinidamente atravesando la agradable y lúgubre negrura del infinito. Pero, al mismo tiempo, eso es lo que les hace zozobrar, lo que les provoca una tremenda pereza existencial y un acuciante deseo de normalidad. Mierda de normalidad que todo lo atasca. Todo se mezcla en un cóctel bloody mary sanguíneo aderezado con el ansia más humana, la de perdurar. Ser diferentes nos da la vida pero al mismo tiempo nos la quita. Nos gustaría dejarnos arrastrar por la corriente, pero en esencia no podemos. Los deseos furtivos de pasar a la “normalidad” atraviesan al vampiro, lo apresan por instantes, como le sucede a Jarmusch. Pero, qué carajo, que le den por el saco a esa homogeneidad.

jarmusch3Atravesamos con Jim esas ciudades a las que nunca he viajado pero que siempre he admirado, esos duros paisajes abandonados. “Aquí hay agua. Cuando las ciudades del sur ardan, Detroit volverá a florecer”. Detroit, el Detroit arrasado por la crisis productiva, el Detroit que asocio inconscientemente a los Bad Boys, al viento invernal irrefrenable, a Billy Laimbeer repartiendo estopa, a Isaiah Thomas sonriéndoles para luego clavar el cuchillo en todo lo alto a nuestros enemigos. El Detroit abrasado por la cultura pop que adora el dinero, esa que tanto ama Lester Gold. El Detroit corroído por las guitarras salvajes de Jack White. Me gusta pisar el acelerador por la noche, como un vampiro, en mi viejo coche, observar el paisaje desolado, deshumanizado de humanidad, porque es el momento en el que absorbo mejor el rescoldo de la carne humeante del planeta. Justo ahí, cuando el silencio es ensordecedor, me gusta tomarme una copita de sangre, de vuestra sangre.

¿Te vienes conmigo a nuestro Tánger? Nunca moriremos, sólo hay que dejar pasar el tiempo y sorberles un poquito el cuello. No necesitamos a nadie más, tú y yo. Hay un diamante del tamaño de un planeta que emite el sonido de un gigantesco gong a cincuenta años luz de distancia, creo que deberíamos ir a verlo.


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