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El pacto

perfecta1

Había pasado los mejores años de su vida junto a ella.

Se conocieron cuando apenas eran unos adolescentes que estaban comenzando a descubrir la vida.

Ella ya era toda una belleza. Tenía la piel pálida, pero siempre sonrosada, y unos ojos claros que irradiaban felicidad. Su pelo, que aún conservaba el color dorado de su infancia, se perdía en interminables bucles que volaban cuando soplaba un poco de brisa.

Por esos detalles, entre muchos otro, y por su carácter tan especial, estaba siempre rodeada de moscones que, aún recién salidos de la infancia, buscaban tener algo con ella.

Él nunca fue uno de ellos. A su corta edad, sabía perfectamente como funcionaban esas historias, y era muy consciente de que no tenía nada que hacer. Sus granos que aparecían por doquier, su pelo siempre grasiento, sus kilos de más, desastrosamente repartidos, y su voz aflautada no eran lo que aquella chica buscaría nunca.

pacto9Pero, a pesar de saber que jamás podría soñar ni siquiera con rozar a esa aspirante a diosa, no podía dejar de pensar ni un segundo en ella.

Cuando se levantaba de la cama cada mañana, tenía su rostro en la mente.

Cuando, en clase, el profesor de turno estaba explicando la lección, él solo tenía atención para ella, para sus leves movimientos sobre el pupitre, sus suspiros aburridos, sus miradas apremiantes al reloj, sus susurros a sus compañeras...

Cuando salía del instituto, se lamentaba por no poder volver a verla hasta el día siguiente.

Cuando se acostaba por las noches, lo último que venía a su pensamiento era su nombre, que repetía mentalmente una y otra vez hasta que se dormía.

Pero, mientras él vivía por y para ella, la chica ni siquiera era consciente de que existía.

Si pasaba por su lado, ni siquiera lo miraba. Si alguna vez le habló, ni siquiera le contestó.

Era un amor imposible para él, lo sabía y, sin embargo, también sabía que no podría vivir sin ella.

Nunca soportaría verla con ningún otro. Si no lograba que algún día se enamorara de él prefería no seguir viviendo.

Ideó miles de planes que, sin necesidad de llevar a la práctica, siempre acababan mal en su mente, y hacían que su desesperación por lo difícil de la situación creciera hasta límites insospechados.

Hasta que un día, cuando ya comenzaba a ver su futuro como triste y depresivo, se le ocurrió una cosa que podría hacer, y que sin duda alguna funcionaría, para que esa inalcanzable chica se fijara en él.

Le costó mucho decidirse, pero finalmente se atrevió a hacerlo. Era su única y última oportunidad.

perfecta2Y funcionó.

De repente todo cambió para él.

Esa chica, que jamás había reparado en su presencia, se le acercó por fin un buen día, y le confesó que estaba locamente enamorada de él. Le había costado darse cuenta, pero así era.

Fue el día más feliz de su vida. De sus vidas.

Comenzaron entonces una relación que solo ellos entendían como posible, siendo el marco de las miradas de todos sus compañeros de clase, impresionados e incrédulos ante la extraña pareja que se había formado.

Todos estaban de acuerdo en que dos personas tan dispares no durarían mucho tiempo juntos.

perfecta4Y, sin embargo, según fueron pasando los años, la chica, cada vez más guapa y agradable, y el chico, con unas entradas ya más que incipientes y su carácter cada vez más arisco, estaban cada vez más unidos.

Ni los años de Universidad, ni los desafíos de sus inicios como trabajadores les hicieron separarse lo más mínimo.

Los dos eran más que felices juntos.

Todo lo hacían juntos, y a todas partes iban los dos de la mano. Sus amigos y familiares sabían que no podían hacer planes con ellos por separado, ya que los dos conformaban una sola persona.

Con el tiempo, tuvieron tres hermosos hijos, que por fortuna heredaron el físico y el carácter de ella, y a su vez les dieron cinco hermosos nietos.

Vivieron y envejecieron felices hasta que, un fatídico día, de repente, sin una enfermedad que les hubiera puesto sobreaviso, ella murió.

perfecta8Para él fue un golpe durísimo. Se acababa su vida junto a ella, la mujer de sus sueños, la que tanto quiso y de la que tanto recibió. Se acababa su vida.

Tras enterrarla, sus hijos se ofrecieron a pasar la noche con él, para que no sufriera demasiado la soledad en la que se había quedado. Pero él rechazó la propuesta.

Quería estar solo para lo que se le avecinaba.

Sentado en el sofá, con los ojos cerrados y abrazado a un retrato de ella, sonriente y radiante en su juventud, se quedó esperando.

Habían pasado un par de horas en esa posición cuando al fin apareció.

Aquel ser, venido de la nada, ya no le inspiraba el terror que había sentido la primera vez que se encontró frente a él, a los inicios de su juventud cuando, siendo un niño desesperado, se encomendó a él para que le ayudara a conseguir que una hermosa niña se enamorara locamente de él.

Entonces, sus más de dos metros de altura, su tez de color granate, su pelo negro, sus incipientes cuernos y su larga cola, provocaron un miedo atroz en él, aunque no por ello cejó en su empeño y, armándose de valor, le explicó el motivo por el que le había convocado.

Sintió aun más miedo cuando el diablo accedió a ayudarle a cambio de un simple intercambio.

-Haré que esa chica sea tuya hasta el final de sus días. A cambio, cuando muera, tú pasarás a ser mío para toda la eternidad.

Ante esas palabras no había podido contener su esfínter pero, aun así, accedió. Su amor por esa chica era mucho más fuerte que su preocupación por su alma.

Después de tantos años pasados de aquella noche, y a pesar de que jamás pudo pensar en que un día su mujer pudiera morir, se había preparado a conciencia para ese momento. Ya no era un chiquillo asustadizo. Ya no sentía miedo.

perfecta6El diablo alargó su mano, haciendo un movimiento con el que quería decirle que le siguiera.

Lentamente, se levantó del sofá y fue tras él, atravesando una grieta que había aparecido en medio de la habitación.

Se paró un momento para intentar digerir lo que vio al otro lado.

Un horizonte lleno de hogueras llameantes, cielo negro, monstruos indescriptibles, olor a azufre, almas mortificadas que no paraban de emitir alaridos de dolor...

No se lo pensó dos veces y entró con paso firme en aquel paisaje tan desalentador, dispuesto a cumplir su penitencia, seguro de que los sesenta años de felicidad que había pasado junto a la mujer de su vida, bien valían la contraprestación de toda una eternidad de sufrimientos.

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Paseo en bicicleta

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Cerró momentáneamente los ojos, para poder sentir con mayor intensidad el viento fresco que le rozaba la cara. Le encantaba aquella sensación, casi tanto como sentir las gotas de lluvia sobre el rostro...Aunque en esos momentos prefería que no lloviera, no quería empaparse.

Abrió de nuevo los ojos. No podía mantenerlos cerrados demasiado tiempo, si no quería tropezar con cualquier obstáculo imprevisto en el suelo.

Apenas usaba la bici pero, cuando lo hacía, lo disfrutaba al máximo. La sentía como una prolongación de su propio cuerpo.

Ese día, tras volver a casa del trabajo algo más pronto de lo habitual, había decidido dar un paseo. Sin rumbo fijo, dejándose llevar, sin tener en cuenta las dificultades del terreno.

Con los primeros pedaleos había llegado, casi sin esfuerzo, a la zona boscosa donde ahora se encontraba, gracias a un pequeño sendero, poco transitado y plagado de sombras.

bicicleta2Tras sobrepasar los primeros árboles, la pendiente del sendero se inclinaba sensiblemente.

Venciendo un primer impulso de pereza, que por una milésima de segundo le tentó a dar media vuelta, apretó la pedalada y se dispuso a subir hasta la cima de la pequeña colina que se encontraba frente a ella. Finalmente, se le hizo menos duro de lo que había podido suponer en un primer momento, a pesar de que los últimos metros, con una pendiente algo más pronunciada, había tenido incluso que ponerse de pie para poder impulsarse con todo su cuerpo.

Pero el esfuerzo había merecido la pena. El paisaje desde la cima de la pequeña colina era increíble, su vista abarcaba casi toda la pequeña ciudad en la que vivía, con los tejados iluminados por el sol, que todavía se resistía a ocultarse en el horizonte.

Apenas se dio unos segundos para deleitarse con el paisaje y dejar que su respiración se normalizara. Quería descender antes de que se enfriaran sus músculos.

Se deslizó suavemente cuesta abajo, dejando una vez más que la brisa acariciara su cara, llena ahora de sudor, y solo pisó más fuerte los pedales cuando la pendiente comenzó a suavizarse, para no perder la velocidad que había alcanzado en el descenso.

Pronto llegó otra vez a terreno llano.

Estaba ya algo cansada, por lo que se planteó si volver por el mismo camino, lo que suponía volver a subir y bajar la colina, o dar un rodeo en terreno llano, pero teniendo que recorrer algún kilómetro de más.

Entonces miró a su derecha y se encontró con la mirada del chico.

Guapo, alto, con buen físico y ojos verdes de mirada profunda. No era la primera vez que se lo encontraba. Coincidía mucho con él en sus escasas escapadas con la bici, pero nunca habían hablado. Se limitaban a intercambiar alguna mirada fugaz y a recorrer algún kilómetro juntos, pero poco más.

bicicleta7Quizá, algún día, si seguían coincidiendo, terminarían por entablar alguna conversación, entrecortada por el esfuerzo de los pedales.

Sin dejar de mirarla, el chico apretó el paso y comenzó a subir la pendiente de la colina, así que, sin pensárselo dos veces, fue tras él.

El chico tenía muy buena forma física, por lo que subía a un buen ritmo que costaba seguir, pero no se daba por vencida. Ése tenía que ser el día.

Le estaba costando horrores seguirle el ritmo, pero estaba decidida a no dejarlo escapar.

Llegó a la cima casi sin aliento, pero sonriendo porque allí estaba él, bebiendo agua para evitar la deshidratación. Él también estaba sudando debido al esfuerzo.

Cuando llegó a su nivel, a pesar de que le faltaba el aliento, abrió la boca dispuesta a saludarle, pero no le dio tiempo. Antes de que pudiera decir nada, el chico, mirándola de reojo, salió disparado colina abajo.

No tuvo más remedio que ir tras él.

La bajada, esta vez, se le antojó algo dura. El chico no dejaba de pedalear a toda prisa por lo que, si quería alcanzarlo, tenía que hacer lo mismo.

Cuando llegó abajo, él estaba esperándola, nuevamente bebiendo agua y secándose el sudor que brotaba de cada poro de su cuerpo con una toalla.

Lentamente, recuperando sus pulsaciones normales, se acercó hasta a él.

Había llegado el momento, ya no se le podía escapar. A no ser que fuera ya la hora de...

bicicleta5- ¡Muy bien chicos, hemos acabado!. Vamos a estirar.

La voz del monitor la hizo volver a la realidad.

El sendero que se adentraba en un bosque espeso, colina arriba, desapareció repentinamente, y ante ella se materializó una sala, prácticamente en penumbra a excepción de lo que parecían unas luces de discoteca, llena hasta la saturación de bicicletas estáticas ocupadas, todas ellas, por hombres y mujeres, altos, bajos, gordos, delgados...Bañados en sudor y prácticamente sin aliento tras los kilómetros que habían recorrido sin moverse de allí, afanándose en estirar al máximo todos sus músculos para evitar unas más que probables agujetas, en medio de un ambiente excesivamente cargado.

Miró al chico de al lado. Tampoco era ya el adonis que le había acompañado en la última subida y bajada, si no un cincuentón que se afanaba cada clase en bajar una barriga cuyo principal problema era el exceso de cerveza, y que cada vez que iba a clase se sentaba a su lado, mirándola continuamente de arriba a abajo, sin que le abrumara lo más mínimo el hecho de que podría ser su hija.

- Perfecto chicos -volvió a felicitarles el monitor-. Mañana más.

bicicleta6Limpiándose el sudor, e ignorando las palabras de su compañero de fatiga, que se empeñaba, cada vez de forma más patética, en establecer algún tipo de amistad con ella, se bajó de la bici y salió de la sala.

Mañana más, había dicho el monitor...No sabía si mañana podría ir nuevamente a la colina, o quizá, quién sabe, a una colina nueva, o a la sierra, o a un pinar, o cerca de un lago o de un río, o a un pueblo escondido...

Esperaba que sus obligaciones laborales no le impidieran salir mañana otra vez de paseo con la bici. Le encantaba sentir el aire en su piel mientras pedaleaba.

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Vuelo de media distancia

Señaló, sin ganas, las salidas de emergencia, y terminó de dar las instrucciones de seguridad con el mismo ánimo.

Cuando empezó a trabajar representaba las palabras de la sobrecargo con muchas ganas pero, después de cientos de vuelos en los que sus gestos eran reiteradamente ignorados por todos los pasajeros, este trámite se había convertido en una obligación fastidiosa.

Recogió todos los objetos de los que se había servido y se dispuso a andar hasta la parte trasera del avión, observado atentamente a cada pasajero, cerciorándose de que tuvieran el cinturón de seguridad abrochado y el asiento en posición vertical. Ella era la responsable de que toda esa gente estuviera preparada para un despegue seguro.

Normalmente no necesitaba regañar a nadie, puesto que la mayoría de la gente era ya consciente de lo que tenía que hacer pero, en un avión tan grande, siempre había alguien que, o no se había dado cuenta, o intentaba pasar por alto las normas de seguridad, y tenía que pararse para hacer que corrigiera la posición de su asiento o se abrochara el cinturón.

En esta ocasión se trataba de trataba de una mujer, y la vio de lejos, ya que era demasiado evidente la inclinación de su asiento, casi al tope.

Lentamente se fue acercando a su fila, preparando mentalmente las palabras que emplearía para hacer ver a aquella mujer lo irresponsable que estaba siendo al dejar el asiento inclinado, aun después de haber escuchado las instrucciones de seguridad...Si acaso las hubiera escuchado.

Pero, cuando llegó a su nivel, se quedó paralizada.

vuelo6Al ver de cerca la cara de aquella mujer, la cabeza comenzó a darle vueltas a una velocidad vertiginosa.

De repente se vio a si misma con muchos años menos.

Estaba en medio del patio del colegio, ese colegio de curas en el que prácticamente pasó las dos primeras décadas de su vida.

Vestía un uniforme horrible, consistente en un polo blanco, un jersey de pico de color granate y una falda de tablas a cuadros granates y negros. Su pelo, negro, abundante y grasiento, estaba recogido en una trenza que despejaba su cara, por lo que aun resaltaban más sus enormes gafas redondas que escondían sus ojos hasta hacerlos casi invisibles. Su boca estaba fuertemente cerrada, evitando así que se viera aquella ortodoncia que acababa de llegar a su vida, para intentar corregir unos dientes que habían crecido sin ningún orden.

Estaba rodeada por muchos compañeros de clase, tanto niños como niñas, que la señalaban con el dedo y se reían a carcajadas. Alguno incluso se acercaba para zarandearla o darle un empujón.

En uno de los empujones cayó al suelo y las gafas salieron volando, rompiéndose los cristales en añicos. Las lágrimas inundaban sus ojos cuando levantó la cabeza hacia la persona que la había agredido.

Era una niña de su edad, su compañera de clase. Era guapa, con sus rizos dorados y su carita de muñeca con la que conquistaba tanto a niños como a niñas. A todos caía bien y a todos se camelaba, consiguiendo de ellos todo lo que se proponía, a pesar de su corta edad.

En ese curso se había propuesto hacer la vida imposible a la que era considerada la fea de la clase. Y todos la habían apoyado en su propósito.

Recordaba con angustia esa época en la que el recreo, el momento más esperado por todos los escolares, se convirtió para ella en el momento más terrible del día.

Cuando sonaba la campana que daba comienzo al descanso de las clases, comenzaba a temblar. Día tras día le pedía a su profesora quedarse en el aula, pero nunca se lo permitía, por lo que día tras día tenía que sufrir la misma humillación.

Siempre seguían el mismo esquema.

Esperaban a que bajara al patio, ya que siempre era la última en salir, en su intento diario de no tener que verse obligada a hacerlo.

Cuando aparecía por la puerta, todos los niños se acercaban a ella y la rodeaban, de tal manera que la obligaban a moverse hasta donde ellos querían. Se quedaban un rato mirándola, sin decir nada, hasta que ella optaba por sacar el bocadillo, ya que a esas horas le podía el hambre.

vuelo2Entonces se acercaba esa niña, que todos consideraban angelical, pero que para ella era su peor pesadilla. Le quitaba el bocadillo de un manotazo y lo tiraba al suelo. Ella se agachaba para intentar recuperar lo que no se hubiera manchado, pero la niña lo impedía pisándolo, o pisando su mano.

Ahí empezaban las risas, los abucheos y los insultos, que no cesaban hasta el final del recreo, ni siquiera cuando los profesores encargados de la vigilancia, testigos mudos de la situación, estaban cerca.

La segunda vez que sonaba la campanilla era el momento de su liberación, en la que todos los niños se dirigían, más o menos rápidamente, de nuevo al aula.

Ella lo hacía despacio, entre sollozos y dolores debidos a las magulladuras, los físicos, y a las vejaciones, los morales.

Llegaba a clase la última, cuando todos los demás estaban ya sentados, lo que la hacía objeto de regañinas diarias por parte de la profesora, aquella a la que cada día suplicaba que no la obligara a disfrutar del recreo.

La situación duró varios años, hasta que el padre de la chica de bucles dorados encontró un buen trabajo en otra ciudad, y la niña guapa dejó el colegio. El resto de niños, a falta de la instigadora, pronto perdieron el interés en la niña fea y la dejaron en paz, llegando incluso, con el paso del tiempo, a entablar amistad con ella, olvidando el pasado.

No había vuelto a ver a aquella niña hasta ese momento, dos décadas después de la última vez, en el que se hallaba sentada en el avión que ella tripulada, esperando el despegue con el respaldo totalmente inclinado.

Llevaba varios segundos parada frente a ella, sin ser capaz de decirle nada.

- Mamá, tienes que poner el respaldo recto-Dijo a su lado un niño que parecía acompañarla.-¿Verdad señorita?-Preguntó dirigiéndose a ella, esperando su aprobación.
- Sí...Claro-Reaccionó por fin.-El asiento tiene que estar en posición vertical para el despegue, por motivos de seguridad.
- Es verdad, perdone-Contestó la mujer, que conservaba aquellos característicos rizos rubios-No me había dado cuenta.-Se excusó mientras colocaba el asiento.

Más tranquila tras darse cuenta de que no la había reconocido, siguió andando hasta el final del avión, observando al resto de pasajeros. Pero su mente ya no estaba allí.

No podía dejar de pensar en los recreos de su niñez, en los insultos, en los golpes, en la humillación...Y en aquella niña.

No cabía duda. El destino había querido que se encontraran en ese avión. Era su oportunidad para vengarse de todo lo que le había hecho sufrir en esos años en los que debería haber sido una niña feliz.

Afortunadamente a ella no le había reconocido. Sin duda, su apariencia actual no tenía nada que ver con la que había tenido con diez años. Hacía tiempo que se había desecho de las gafas, gracias a una sencilla operación que lamentó no haber hecho antes, y que permitían que sus ojos azules se vieran en todo su esplendor. Sus dientes ya estaban perfectamente alineados y su pelo había cambiado, no solo de color, si no también de apariencia. El maquillaje y el uniforme de la aerolínea hacían el resto.

Sin embargo, esa mujer sentada en el 27B no podía ocultar quién había sido. Tenía la misma cara bonita, aunque con alguna línea de expresión dejada por el paso de los años, el mismo pelo envidiable, y la misma voz chirriante.

Era ella. Y era el momento de su venganza.

Durante el despegue estuvo dando mil vueltas a la cabeza, pensando en qué podía hacer, y lo había visto muy claro: Aprovecharía el momento del servicio de comida.

Cuando alcanzaron la altura y la velocidad de crucero, todos los auxiliares se dispusieron a servir las comidas. Al ser un vuelo de media distancia, solo se serviría una, por lo que solo tendría una oportunidad.

vuelo4Acordó con sus compañeros que ella serviría los cafés, lo que hizo inmediatamente una vez que todos los pasajeros tenían su bandeja de comida.

Al llegar al 27B se excusó.

- Perdone, me que quedado sin café, en seguida traigo más.

A la mujer no le importó la espera. Apenas había empezado a dar cuenta de la comida.

En un suspiro volvió con el termo nuevo y le sirvió una taza, más llena de lo habitual, a la mujer, dándole tres sobres de azúcar, tras lo cual, volvió a la parte trasera del avión, pidiéndole a un compañero que siguiera con el servicio del café, ya que no se sentía demasiado bien y necesitaba sentarse unos minutos.

Desde allí podía observar a aquella mujer. Vio cómo terminaba de comer y recogía la bandeja, quedándose con la taza de café, a la que acababa de echar el contenido de los sobres y no paraba de remover.

Vio cómo dejaba la cucharilla a un lado, vio cómo se llevaba la taza a la boca y vio cómo daba un buen trago de café.

Apenas pasaron un par de segundos antes de que el café que se encontraba en su boca saliera de ella a propulsión, manchando, y abrasando, a ella misma, a su hijo, y al pasajero que estaba a su lado.

- ¡Pero qué hace! -Exclamó éste, incomodado porque le acababan de escupir café encima- ¿Está loca o es que es tonta?

La mujer lo miró, sin saber qué decir para excusarse, e inmediatamente miró los sobres que había echado a la taza. Estaban en blanco, no ponía nada, ni que fuera azúcar ni que fuera otra cosa. Pero estaba segura de que eran de sal.

- No ha sido mi culpa, ha sido la azafata. Mire, me ha dado sal.
- No diga tonterías, le ha dado los mismos sobres que a mi. ¡Está loca!

vuelo5En seguida aparecieron dos auxiliares de vuelo para hacerse cargo de la situación. Era delicado, ya que el niño estaba llorando debido a las altas temperaturas del café con el que había sido bañado, el pasajero que también había resultado manchado estaba indignado, al borde de la agresión. Y la guapa mujer estaba confundida y abochornada debido a la situación, por lo que había pasado y por sentirse observada por el resto de los pasajeros del avión.

Desde su posición de observadora en la parte trasera, la auxiliar esbozaba una sonrisa. En su mente, durante todos estos años, había imaginado venganzas más crueles, más dolorosas...Pero ahora sentía que no eran necesarias.

Unos simples sobres de sal le habían dado la compensación que tanto había ansiado.

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