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El héroe y el dragón

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Era un ser enorme, gigantesco, colosal, temible.

Medía más de siete metros de alto y casi doce de largo, desde la cabeza hasta la punta de la cola. Debía de pesar varias toneladas.

Su cabeza, coronada por dos cuernos afilados de color negruzco, medía tanto como un humano adulto.

Sus ojos, que daban a su cara un aire terrorífico, estaban regados por multitud de gruesas venas que creaban un marco carmesí para sus gigantescos iris de color morado.

Su puntiagudo hocico se abría en una mueca que dejaba ver sus numerosos dientes de color marfil, perfectamente colocados y preparados para desgarrar todo lo que se pudiera llevar a la boca.

Su cuerpo inmenso, de un color verde turquesa, estaba cubierto de grandes escamas y adornado por dos gigantescas alas negras, que hacían que su figura fuera aún más imponente.

Los que lo avistaron en un primer momento, lo consideraron un castigo de Dios por sus pecados cometidos pero, después del terror que había causado, ya no les quedaba duda de que ese ser no podía ser un enviado de Dios, sino que se trataba de un emisario del mismísimo demonio.

El pueblo había quedado reducido a escombros tras el paso del dragón. La treintena de pequeñas casas de madera que lo conformaban, la pequeña muralla de adobe construida a modo de protección contra los enemigos e incluso la iglesia de piedra que se había levantado en su centro y había contemplado, orgullosa, el paso de un par de siglos, se hallaban ahora destrozadas y envueltas en llamas.

El lugar, que en esas condiciones parecía el propio averno, se había quedado desierto. Todos los habitantes que habían tenido la oportunidad de huir, lo habían hecho tan pronto como vieron aparecer aquel ser infernal.

Otros no habían tenido tanta suerte y habían perecido, aplastados bajo los pies de aquel monstruo de cuatro patas o quemados a causa de las llamas que con cada resoplido se escapaban de su boca, por lo que las calles cubiertas de barro de lo que hasta ese fatídico día había sido un precioso e idílico pueblo aparecían ahora cubiertas de cadáveres.

No quedaba una sola alma en el lugar...A excepción de él.

Él fue la única persona que no había salido huyendo nada más ver acercarse a ese monstruoso animal.

Todo lo contrario.

Nada más verlo, corrió hacia su casa y, antes de que ésta terminara siendo también pasto de las llamas, se dirigió a uno de los armarios de su habitación, aquél donde guardaba su preciada armadura, con la que había luchado en todas las batallas contra los infieles a las que había sido llamado por su rey durante los últimos años.

Con algo de dificultad debido al peso y la solidez de la armadura, se fue colocando, una a una, todas sus partes, hasta llegar a cubrir la cabeza con el yelmo, tras lo cual cogió su espada y su escudo y salió de casa momentos antes de que fuera devorada por las llamas del terrorífico dragón que, una vez hubo reducido el pueblo a escombros, comenzó a alejarse del lugar, quizás en búsqueda de los supervivientes que se habían escondido en el denso bosque.

Segundos antes de que el monstruo lanzara una bocanada de llamas dirigida a las copas de los árboles donde se ocultaban los vecinos del héroe, éste, armado de un inusual valor, comenzó a lanzarle pedradas que, a pesar de no provocarle dolor, le incomodaron lo suficiente para abortar la idea de quemar el bosque y darse la vuelta, dirigiendo su mirada a aquel pequeño humano vestido de hojalata que había osado enfrentarse a él.

El temible dragón no estaba acostumbrado a que nada ni nadie le ofreciera resistencia, con lo que permaneció unos segundos aturdido, escrutando al joven que parecía no tener miedo a permanecer en pie frente a él. Instantes que aprovechó el héroe para asestarle con todas sus fuerzas una puñalada certera en una de sus patas delanteras, lo que le provocó un profundo corte al animal, que inmediatamente comenzó a retorcerse de dolor y a escupir fuego por todas partes.

hereo2El héroe, animado por la adrenalina que le había generado aquel primer duelo, no se lo pensó dos veces y, moviéndose y saltando rápidamente, tratando de evitar el fuego que no paraba de escupir el monstruo, continuó asestando tajos por todo el cuerpo de la bestia que, en esos momentos, no podía evitar mostrar su debilidad ante un simple humano y estaba comenzando ya a desangrarse.

Tenía heridas en sus patas, en sus alas, en la cola e incluso en uno de sus ojos, dañados por la espada del héroe, que en un momento de despiste del animal había conseguido encaramarse entre sus cuernos.

La herida del ojo fue la más dolorosa para el dragón, que cayó precipitado al suelo, cegado por la sangre y por el dolor.

El héroe, que no fue capaz de asirse con la fuerza ni la habilidad necesarias a los cuernos de la bestia, cayó estrepitosamente de espaldas al suelo, lo que le provocó una ligera conmoción que no llegó a más gracias a la protección que le proporcionaba la armadura.

Ambos, el héroe y el dragón, se encontraban, pues, en el suelo. Era la oportunidad de uno de los dos para acabar de una vez por todas con el otro y el héroe no estaba dispuesto a dejarla escapar.

Haciendo caso omiso del dolor que le provocaban todos y cada uno de sus huesos, se puso en pie y, aprovechando que el dragón se encontraba profundamente dolorido por el último golpe de su espada, se acercó hacia el y, empuñándola con fuerza, la dirigió directamente al lugar donde, tras la gruesa capa de verdes escamas, se encontraba el corazón de la bestia.

Lanzando un grito de valor, que emergió de lo más profundo de su garganta, levantó el arma y se preparó para la última estocada...Que nunca se produjo.

Una milésima de segundo antes de que el héroe pudiera conseguir atravesar el órgano órgano vital del mostruo, el dragón reaccionó y, con una llamarada certera, lo redujo a cenizas.

El héroe, aquél que se había atrevido a plantarle cara, había muerto. Ahora, la bestia tenía de nuevo vía libre para acabar con ese bosque y con los humanos que se escondían en él.

-¡Mierda, mierda, mierda!-exclamó el niño, mientras pataleaba el suelo donde estaba sentado, delante de la pantalla de la televisión-¡Me han vuelto a matar!

-¡Te he dicho ya mil veces que apagues la consola!-escuchó a su madre chillar desde el otro lado de la casa-¡Llevas toda la tarde pegado a la pantalla!

-La última mamá, por favor, que esta vez seguro que gano...-le pidió el niño con voz lastimera.

-¡Pero la última y la apagas! ¡Y me da igual que te vuelvan a matar!

El niño sonrió. Tenía otra oportunidad más de acabar con aquel dragón, que tanto se le estaba resistiendo.

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Pesadillas

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Se despertó sobresaltada, bañada en un charco de sudor y con la respiración entrecortada.

Hacía varias semanas que se despertaba de igual manera cada mañana, antes incluso de que sonara la alarma que, aun de madrugada, se esmeraba en recordarle que era la hora de ir a trabajar, a pesar de que los últimos días se había despertado sin necesidad de aquel ruido estridente.

No sabía exactamente cuándo habían comenzado las pesadillas pero se le antojaba que llevaba ya más de tres semanas conviviendo con ellas, soñando lo mismo una y otra vez de una manera escalofriantemente recurrente.

En cada sueño corría por lo que parecía ser un túnel oscuro, oyendo a lo lejos unas rápidas pisadas que se le acercaban cada vez más, hasta que finalmente le daban alcance y era inmovilizada por un hombre alto, de ojos profundamente azules enmarcados por unas gafas negras de pasta y con la cabeza completamente rapada.

El hombre la asía fuertemente con sus brazos, visiblemente musculados a través de las mangas de una camisa blanca complementada por una corbata de color granate. Acercaba los labios a su oído y le susurraba una frase demoledora:

- Voy a provocar tu muerte.

Entonces...la mataba.

Su muerte sí que variaba de un día para otro. En ocasiones la apuñalaba; en otras la estrangulaba o le pegaba un tiro o le daba un fuerte golpe en la cabeza... Era entonces cuando se despertaba, casi sin aliento y con los nervios a flor de piel.

Ese día su asesino virtual había acabado con ella con un corte limpio en la garganta, que la había hecho desangrarse antes de ser capaz de despertar, acabando así con la pesadilla.

Miró el reloj. Faltaban diez minutos para que sonara la alarma, de modo que decidió levantarse ya. Así se podría arreglar con más calma.

No quería dar demasiada importancia a las pesadillas. Eran molestas, sin duda, y que se repitieran noche tras noche era algo tétrico... Pero se decía a sí misma que no dejaban de ser sueños. Desagradables, pero sueños al fin y al cabo.

Aun así, últimamente se encontraba en un estado en el que era fácilmente alterable y continuamente creía ver al protagonista de sus pesadillas por todas partes.

Tras ducharse, se preparó el desayuno: un zumo de naranja y una tostada que se comió sin ganas, sólo por la necesidad de tener algo en el estómago antes de salir de casa. Se vistió, se maquilló y, saliendo de casa, se dirigió hacia el coche.

Un ruido extraño, que turbó la paz de aquella silenciosa madrugada y que casi provoca que se le saliera el corazón del pecho, la hizo volverse sobresaltada antes de abrir la puerta del vehículo. En seguida respiró aliviada al descubrir que se había tratado de un simple gato callejero en busca de comida. Pero sus pulsaciones se mantuvieron elevadas.

Tras una última mirada en el retrovisor para comprobar que su maquillaje estaba en condiciones y, de paso, que no había nadie escondido en el asiento de atrás, arrancó y se puso en marcha.

En pocos minutos, se incorporó a la autopista mientras cantaba a voz en grito las canciones que sonaban en la radio y se reía de sí misma por lo paranoica que a veces podía llegar a ser.

Entonces fue cuando lo vio.

Varias veces, durante los últimos días, había creído ver la cara de aquel hombre que la amenazaba en sueños con matarla. Le había parecido verlo en la oficina, en el bar, en el supermercado, en el gimnasio...Habían sido siempre falsas alarmas.

Pero esta vez no se trataba de sugestión. Esta vez estaba segura de que era él.

pesadillas2Lo podía ver perfectamente a través del retrovisor, conduciendo el coche que tenía detrás, con esos ojos azules visiblemente inyectados en sangre puestos sobre ella, la cabeza completamente rapada y una sonrisa maléfica dibujándose en su boca.

Llevaba las gafas de pasta negra, la camisa que dejaba entrever sus músculos y la corbata granate.

Era él. Y esta vez estaba completamente despierta.

Había salido de sus sueños. E iba a matarla, no le cabía la menor duda.

El miedo la paralizó durante unos segundos, que el temible conductor del coche que la seguía aprovechó para aproximarse más a ella, hasta llegar casi a embestirla.

En ese momento, al ver tan de cerca la terrorífica cara de aquel tipo, reaccionó y, sin dejar de mirar por el retrovisor, aumentó la presión que su pie derecho ejercía sobre el acelerador.

El denso tráfico de primera hora de la mañana no le permitió alejarse demasiado de su perseguidor, por lo que tuvo que poner a prueba su práctica en el manejo del volante para ir sorteando los coches, cambiándose una y otra vez de carril a toda velocidad y sin respetar la distancia de seguridad.

Pero no conseguía zafarse de aquel hombre, que repetía mecánicamente todos sus movimientos, situándose siempre a escasos centímetros de la chica.

El pánico se apoderó de ella. Estaba segura de que, si se le ocurría salir del coche o si paraba siquiera en algún semáforo, aquel siniestro personaje aprovecharía para asesinarla, como llevaba tantos días amenazando en su subconsciente, por lo que decidió no desviarse en su salida habitual y seguir su camino en la autopista, donde podía ir más rápido.

Según iba recorriendo más metros por aquella carretera de circunvalación, el tráfico se iba haciendo más fluido, así que pudo, al fin, pisar a fondo el acelerador y aumentar la distancia con su perseguidor.

Consiguió alejarse lo suficiente como para dejar de verle en el retrovisor, por lo que pensó que, finalmente, le había dado esquinazo.

Con la mirada fija en el espejo, no se dio cuenta de que iba a mucha más velocidad que el camión que circulaba delante de ella, hasta que fue demasiado tarde para reaccionar.

En el transcurso de una milésima de segundo, su pequeño utilitario acabó empotrado en el remolque de aquel camión, provocando su muerte en el acto.

El tráfico se ralentizó al momento a causa del accidente. Los conductores que habían sido testigos del choque más de cerca se pararon para intentar auxiliar o, al menos, avisar a los servicios de emergencia.

El resto de coches continuaron su andadura, a paso lento provocado por la curiosidad y el morbo que despertaba el accidente en sus conductores. Entre ellos, el personaje calvo de ojos azules y gafas de pasta, que creyó reconocer, entre el amasijo de hierros que alcanzó a ver, aquel pequeño coche que le había tomado la delantera en todos los adelantamientos que había estado efectuando hasta el momento.

Pensó que era lógico que la mujer hubiera acabado accidentándose. Iba demasiado rápido, cualquiera hubiera dicho que estaba huyendo de algo, o de alguien.

Desde el momento en el que la vio pegar aquel acelerón con el que la había perdido de vista, le había parecido una imprudente.

Tras husmear lo que pudo desde la distancia a la que estaba y al descongestionarse los carriles una vez dejado atrás el lugar del accidente, siguió su camino, protestando para sus adentros porque ese retraso lo iba a hacer llegar tarde a trabajar.

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Enterrando el pasado

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Se secó el sudor que le caía por la frente con la manga de la sudadera. Estaba agotada por el esfuerzo que le había supuesto haber arrastrado aquellos dos pesados sacos desde el coche, que había dejado a unos cuantos metros de allí.

Por suerte había tenido la previsión de haber cavado previamente, aquella misma mañana, el hoyo donde enterraría todos los objetos que había empaquetado en esos sacos enormes.

Abrió uno de ellos. El que le había resultado más difícil de llenar, por todos los buenos recuerdos que le traía su contenido.

Estaba repleto de enseres de su marido, todos los que se había dejado en casa después de que, un buen día, hubo hecho las maletas mientras le explicaba las razones, entre ellas una con nombre propio, por las que había decidido dejarla.

La dejó, destrozándole el corazón. Pero no se llevó todas sus pertenencias, lo que provocaba que cada vez que veía un objeto suyo en casa las lágrimas volvieran inmediatamente a sus ojos y el bote de tranquilizantes estuviera cada vez más vacío.

Había soportado convivir con aquellos objetos en su casa diez largos días, hasta que finalmente decidió hacer algo al respecto. Si quería superar aquella depresión en la que se hallaba sumida, no podía seguir conviviendo con los recuerdos del hombre que la había provocado.

No se le ocurrió mejor manera de hacerlo que enterrarlos todos bajo tierra, lo más profundo que pudiera.

Comenzó a sacar, uno a uno, los objetos del saco.

Lo primero que prendieron su manos fue un despertador. Era el despertador que utilizaba él para levantarse cada mañana para ir a trabajar, aunque en la práctica despertaba a los dos. Ella, a pesar de no tener necesidad de levantarse tan temprano, no lograba volver a conciliar el sueño después de escuchar esa alarma, así que aprovechaba para desayunar con su marido y compartir así los primeros minutos del día junto a él.

Lo arrojó al fondo del agujero.

El siguiente objeto fue una sartén. La que él utilizaba para hacer la tortilla de patatas, su plato estrella tantas veces alabado por ella, dado su espectacular sabor que no había encontrado en manos de ningún otro cocinero.

También acabó en el hoyo.

La corbata. Aquella corbata con la que había adornado el traje que vistió el día de su boda y que había vuelto a utilizar alguna que otra vez, siempre en ocasiones especiales. Era la única prenda de ropa que había dejado en lo que había sido siempre su armario. Todo lo demás se lo llevó en aquellas maletas.

También al agujero.

El portátil al que siempre estaba pegado, mañana, tarde y noche, leyendo páginas web de periódicos, revisando sus correos electrónicos, ultimando asuntos de la oficina para el día siguiente...Pero también viendo vídeos absurdos que le hacían reír hasta la saciedad.

Al hoyo.

La cámara de fotos que se compró poco antes de su boda para poder inmortalizar todos los detalles de su luna de miel de ensueño y de todos los viajes que siguieron, durante los que recorrieron todos los continentes.

Al hoyo.

La maceta repleta de cactus con la que un buen día había aparecido por la puerta y que ella había detestado desde el primer momento en que la vio, pero nunca se lo llegó a decir ya que a él le encantaba. No le gustaría tanto cuando se la había dejado.

Al hoyo.

El cuadro que habían hecho a partir de una foto en blanco y negro de los dos en Brooklyn, con las impresionantes vistas de Manhattan como fondo, ampliada al máximo y encuadrada en un marco de plata, que había presidido durante años su salón.

Al hoyo.

Siguió sacando objetos de aquel primer saco durante varios minutos, hasta que se vació por completo.

Miró al fondo del agujero. Se alegró de haberlo cavado tan profundo a pesar del gran esfuerzo que le había supuesto, porque ya había arrojado bastantes cosas y todavía le quedaba el contenido del otro saco. Afortunadamente, todavía había espacio de sobra.

Se dirigió entonces al segundo saco, el que más fácil le había resultado llenar, por los malos recuerdos que le provocaba su contenido, sobre todo de los últimos días.

Lentamente desató la cuerda con la que había sellado la abertura y arrastró el borde del saco hacia abajo, liberando así lo que había introducido en él.

El cuerpo de su marido, inconsciente y amordazado, yacía sobre el montón de tierra removida.

Había llegado a casa aquella mañana a primerísima hora y había abierto la puerta con sus propias llaves, objeto que sí se había llevado con él, despacio y en silencio, con la esperanza de que ella estuviera dormida y poder recoger sin ser percibido todas las pertenencias que había dejado en la casa. Aquéllas que ahora descansaban en el fondo del hoyo.

No había contado con que ella llevara varios días sufriendo insomnio, ni con que se hubiera quedado sin tranquilizantes aquel día y estuviera en un estado de nervios en el que era capaz de cometer cualquier locura.

pasado2Cuando sus miradas se cruzaron, y antes de que él pudiera emitir las palabras para las que ya había entreabierto la boca, ella actuó por instinto, sin pensar, cogiendo un jarrón que tenía a su lado y estallándoselo en la cabeza con todas sus fuerzas, haciendo que el agua y las flores se desparramaran por el suelo y que él cayera tendido en el suelo de forma inmediata, profundamente inconsciente.

Inmediatamente lo ató lo más fuerte que pudo con varias cuerdas que cortó del tendedero y le metió un trapo sucio en la boca.

Bajó al trastero a por una pala y un par de sacos y, cuando hubo metido a su marido y todos sus enseres en ellos, se dirigió a aquel descampado desierto para cavar la fosa que ahora, poco a poco, estaba colmando.

Después volvió a casa y, comprobando que él seguía inconsciente, con gran esfuerzo rellenó los sacos y los metió en el maletero del coche para dirigirse hacia el lugar en el que lo depositaría todo. Seguramente le dolería la espalda durante varios días debido al esfuerzo, solo esperaba no haberse causado una lesión.

Se acercó a la cara del que durante tantos años había compartido su vida y, suavemente, le dio algunos golpes en la mejilla con la palma de la mano, consiguiendo que, aunque profundamente aturdido, volviera en sí.

En un primer momento, cuando todavía atontado por el golpe la vio a ella, su mirada se transformó en un gesto interrogante pero, al ser consciente de que estaba atado y no podía hablar, sus ojos se tiñeron de miedo.

Comenzó a revolverse, pero fue inútil. No podía romper sus ataduras ni podía emitir más que gemidos que, a pocos metros de donde ellos se encontraban, resultaban ya inaudibles.

-Lo siento cariño -le susurró ella, acercándose a su oído-pero, como me dijiste, tenemos que pasar página y yo necesito olvidarte primero para hacerlo.

Ayudándose de piernas y brazos empujó aquel cuerpo que no dejaba de moverse hacia el agujero, hasta que finalmente cayó, acompañado de un largo gemido lastimero. Sin duda, al caer se habría golpeado con algún objeto de los que ya se encontraban en el hoyo y se había hecho daño.

La mujer le echó encima los sacos, dejando descubierta su cabeza cuyos ojos no dejaban de mirarla, llorando suplicantes, esperando encontrar un atisbo de compasión, o al menos de cordura, en la persona que estaba a punto de enterrarlo vivo.

Pero fue en vano. La mujer comenzó a echar tierra para tapar el hoyo y no paró de hacerlo hasta que hubo dejado de oír los gemidos del hombre.

Aplastó la tierra hasta que borró todo rastro que pudiera delatar que allí había habido algún movimiento.

Se dirigió hacia el coche sin echar la vista atrás, por fin tranquila, después de tantos días pasados en la más profunda desesperación.

Por fin podía empezar a olvidar. Por fin había pasado página.

Se montó en el coche sonriendo. Por fin podía volver a ser feliz.

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