estela

La herida

Estaba preparándole el bocadillo de la merienda cuando el niño llamó a la puerta.

Como siempre que pasaban las vacaciones de verano en el pueblo de los abuelos, el niño, aunque apenas tenía ocho años de edad, aparecía por casa nada más que para comer y dormir, y se pasaba todo el día jugando en la calle con sus amigos, tal y como ella había hecho con su edad. Algunas cosas nunca cambiaban, a pesar de los saltos generacionales.

Ese día, el timbre que anunciaba la hora de la merienda había sonado un poco antes de lo normal, por lo que pensó que el niño no había podido aguantar más el hambre, que seguramente sería más acusado que otros días a esa hora, ya que apenas había probado las lentejas que le había puesto para comer, a pesar de saber que era, probablemente, la comida que menos le gustaba. Nunca cejaba en su empeño de que el niño comiera de todo, pero no siempre lo conseguía.

Sin embargo, al abrir la puerta, preparada ya para recriminarle que apenas hubiera comido, se dio cuenta de que se había equivocado sobre la razón que había hecho al niño volver tan pronto a casa.

herida4No pudo evitar emitir un grito de espanto al ver al pequeño al otro lado del marco de la puerta. Estaba todo cubierto de barro y tenía la camiseta, su camiseta favorita, comprada durante el viaje que hicieron a Disneyland, totalmente hecha jirones y con manchas de sangre.

Sus codos y rodillas estaban seriamente magullados y cubiertos de sangre y, en la cabeza, presentaba un gran chichón, aparte de una herida que tenía una pinta horrible, y aun sangraba.

Se arrodilló nerviosamente frente a él y le asió por los hombros, acercando sus ojos a la herida de la cabeza.

- Pero, ¿qué te ha pasado? -acertó a decir-.
- Nada -dijo el niño, con despreocupación-, que me he caído cuando estábamos jugando. Pero no me duele ni nada. Ven -le dijo, cogiéndole la mano y haciendo ademán de echar a andar-. Te voy a enseñar donde me he caído.
- Luego me lo dices -replicó ella, tirando de la mano del niño hacia el lado contrario-. Primero hay que curarte esas heridas, que tienen muy mala pinta.
- No, mamá -insistió el pequeño, tirando a su vez hacia el otro lado-. Deja que primero te enseñe dónde me he caído.
- ¡He dicho que primero hay que curar las heridas! -levantó algo la voz, para afianzar así su posición de mando-. ¿No ves que estás sangrando?
- Vale -aceptó finalmente el niño, ante la autoridad de la madre-. Me curas y luego vienes al sitio donde me he caído.

El niño se sentó en uno de los sillones que amueblaban el salón de aquella casa rústica, mientras su madre hacía acopio de todos los artilugios y ungüentos desinfectantes de los que disponía en su siempre socorrido botiquín infantil, adquirido cuando el niño tenía dos años y empezaba ya a correr, y por lo tanto a caerse en cada momento.
Empapó un algodón en agua oxigenada y, con pequeños toques acompañados de leves soplidos cariñosos, comenzó a curarle las heridas de las rodillas.

- ¿Te escuece?
- No -contestó el niño, distraído-.
- ¿En que piensas? -interrogó la madre-.
- En el lugar en el que me he caído. De verdad que tienes que venir a verlo.

herida2Su madre suspiró. Cuando al niño le daba por algo era difícil sacárselo de la cabeza. Pero al menos así no se quejaba al curarle las heridas, como hacía otras veces.
Con otro algodón le desinfectó las heridas de los codos, y cogió un tercero para la de la cabeza, que parecía haber dejado ya de sangrar, tras dejar un importante reguero de sangre sobre la cara y las ropas del pequeño.

- ¿Te duele la herida de la cabeza?
- No, no me duele nada.

No le gustaba nada el aspecto de aquella herida, y se había asustado mucho al ver que no paraba de salir sangre de ella. Pero ahora que ya parecía estarse secando, y que el niño no acusaba dolor por ella, estaba algo más tranquila. Aunque el sofocón que se había llevado al ver al niño no se lo quitaba ya nadie.

Con mucho cuidado, para no hacerle daño al pequeño, limpió lo mejor que pudo aquella fea herida, rodeada de un chichón que tardaría algunos día en bajar.

- Quítate la ropa y métete en la bañera.-Le dijo al niño cuando terminó de curarle.-Estás sucísimo, y esa camiseta ya vale solo para tirarla.
- ¡No mamá! -se quejó el pequeño-. ¡Me has prometido que vendrías a ver el lugar donde me he caído cuando me curaras!
- Pero no puedes ir así -replicó ella-. Estás hecho un asco...
- Encima que me he caído no me haces caso -sentenció el niño. Sabía perfectamente como tocar la fibra sensible de su madre-.
- Está bien -accedió-. Vamos a ver ese sitio, y luego volvemos y te metes en la bañera.

El niño se dirigió hacia la puerta, dando saltos de alegría.

- ¡Espera! Coge el bocadillo, que ya está hecho.
- Luego, que ahora no tengo hambre -dijo, cruzando la puerta y desapareciendo de la vista de su madre, que no terminaba de creerse que el niño no tuviera hambre. Aunque quizá la había perdido tras el susto por la caída-.

El niño iba a paso ligero, seguido a un par de pasos de distancia por su madre.

herida5A la salida del pueblo se cruzaron con los amigos del pequeño, unos seis niños y niñas de más o menos su misma edad. El niño les saludó alegremente pero ellos, mirando fijamente a su madre, salieron corriendo en otra dirección. Quizás eran los responsables, directos o indirectos, de la caída del niño, y no querían enfrentarse a una posible bronca por parte de su madre.

Dejaron atrás las últimas casas y siguieron un camino de piedras blanquecinas que llevaban a una zona de praderas a la que solían ir los más pequeños del pueblo a jugar...Y los no tan pequeños a otras cosas más diversas.

En cierto momento, el niño salió del camino, adentrándose entre los árboles y arbustos que rodeaban una zona rocosa, ideal para juegos infantiles, pero no tanto para que un adulto no acostumbrado a un mínimo esfuerzo físico, como era el caso de la madre.

Tras trepar alguna roca pequeña, y dar algunos saltos entre ellas, llegaron a una mucho más grande.

-Tenemos que subir para ver donde me he caído -dijo el niño-.
-Yo no puedo subir hasta arriba -dijo la madre-, y tú tampoco deberías, ¡es peligroso! Te puedes caer...
-Ya lo sé mamá, ya me he caído.

Ante la negativa de la madre de subir hasta lo más alto de la roca, el niño decidió rodearla, para lo que tuvieron que sortear una zona de zarzas que arañaron ligeramente las piernas de ambos.

- Mira mamá, allí es, doblando esta esquina de la roca -dijo el niño, tras lo cual salió corriendo-.

La madre dobló la roca y posó los ojos sobre el lugar donde estaba el niño.

Un desgarrado grito de terror salió desde lo más profundo de su garganta.

herida6Ante ella estaba el niño, de pie, con una sonrisa de oreja a oreja adornando su cara, sucia por el barro y las gotas de sangre resecas que no había querido limpiarse.

Señalaba con su dedo infantil hacia el suelo, el lugar al que había caído desde lo alto de la roca...Lo que, a ojo, suponía unos cinco metros.

Allí, en el suelo, se encontraba el cuerpo del niño, boca abajo.

La mujer corrió hacia él, y se arrodilló a su lado.

Con cuidado, dio la vuelta al cuerpo del niño. Tenía la cara completamente ensangrentada debido a la herida que tenía en la frente. Sus ojos estaban cerrados.

-¡Despierta! ¡Despierta! -le gritó, zarandeándole entre sus brazos-.
-No voy a despertar mamá -dijo el niño, que seguía de pie a su lado, observando la escena-. La caída me ha matado.

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