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Helada madrina

helada1

Caminaba grácilmente, dando pequeños saltos entre las diversas superficies, impulsándose casi sin esfuerzo con sus minúsculas patitas, y ayudándose con sus alas cuando la distancia a recorrer era algo más grande.

La pequeña hada madrina canturreaba, con su fina y melódica voz, mientras recorría lentamente, equipada con su varita mágica, todos los rincones de la casa. Le gustaba ver cómo vivían las personas a las que iba a ayudar, así podía saber más sobre ellas y complacer mejor sus deseos.

Había llegado allí tras ver a una mujer llorando, en plena calle. Estaba junto a su pareja, un chico bastante guapo, y no paraba de decirle, entre lágrimas, lo triste que se sentía, y la cantidad de cosas de las que carecía su vida, afirmando que, si las tuviera, sería más feliz.

Se quedó unos minutos escuchándolos.

La chica se quejaba de que el chico no tenía trabajo y no hacía por buscarlo. Ella deseaba que encontrara un buen trabajo, que les permitiera vivir más holgadamente, ya que solo, con su sueldo, a duras penas llegaba a fin de mes. Ese deseo se lo podría conceder.

También se quejaba de lo poco cariñoso que era. Deseaba que cambiara y que se volviera más romántico y más atento con ella. Ese deseo también se lo podría conceder.

hada2Asimismo, tenía quejas sobre sus amigos, que no le gustaban nada. Deseaba que se buscara otras compañías, con las que ella estuviera más a gusto. También podría ser concedido. Su lista de quejas sobre cosas o acciones del chico que la hacían infeliz era interminable, como así lo era su lista de deseos. Por eso, cuando la pareja, con la chica algo más calmada, comenzó a andar, dirigiéndose a su casa, no dudó un segundo en ir tras ellos. Ella podría conceder a la chica alguno de sus deseos. O quizás todos.

Voló todo lo rápido que le permitían sus minúsculas alas y, cuando abrieron la puerta de su casa, entró antes de que se dieran cuenta de su presencia, y corrió a esconderse detrás del sofá.

Pasó algunas horas oculta allí, entre montones de pelusas, acumuladas tras meses sin pasar el aspirador, que le hacían cosquillas en los pies, a la vez que le daban un poco de grima.

Tuvo que hacer grandes esfuerzos para contener las ganas de estornudar y de toser que le provocaba  la acumulación de polvo. No quería revelar todavía su presencia, sin antes haber cotilleado un poco la casa.

En cuanto se hubieron ido a la cama, salió de su escondite y, sacudiéndose las pelusas que se le habían quedado pegadas al pelo y a la salas, echó a volar por toda la casa.

Aunque estaba a oscuras, la luz de las farolas que entraba por las ventanas le permitía ver todos los rincones de aquel acogedor hogar.

Se acercó a la habitación, donde dormía plácidamente la pareja, olvidada ya su discusión de aquella tarde.

Permaneció unos minutos próxima a la cara de la mujer, mirándola fijamente, pensando en lo feliz que le haría cuando le concediera todos sus deseos.
Siguió recorriendo la casa, parándose a observar todo lo que le llamaba la atención, cada objeto, cada fotografía...Y cada espejo, en el que se miraba como si fuera la primera vez que se veía.

Era muy presumida, y se encantaba a sí misma. Su cuerpo, pequeñito, puesto que apenas medía ocho centímetros, era la perfección más absoluta, dentro del mundo de las hadas. Su piel, azulada, brillaba incluso en la oscuridad, y sus despampanantes curvas eran cubiertas por un vestido, también de color azul, más oscuro que el de su piel.

Sus ojos, enormes para el tamaño de su cara, estaban enmarcados por los mechones, azules, de su pelo, soltados del moño que lucía.

De su silueta sobresalían sus alas, de un azul traslúcido, casi trasparente, y también brillantes.

Estaba segura que, cuando la viera ese chico, caería prendado enseguida de ella, a pesar de su minúsculo tamaño. Siempre le sucedía.

Pero le pararía los pies. No estaba allí para que ningún hombre se enamorara de ella. Estaba allí para hacer feliz a aquella chica a la que había visto llorar unas horas antes, y eso era lo que iba a hacer.

Embelesada como estaba mirándose al espejo, no se dio cuenta de que las horas habían pasado, y la chica se estaba levantando para comenzar su jornada.

Cuando entró por la puerta del baño para arreglarse, aprovechó ella para salir.

Todavía no quería dejarse ver, le faltaba por inspeccionar la cocina.

Se dirigió hacia allí, intentando que sus alas hicieran el mínimo ruido posible al batirlas.

Dio pequeños saltitos sobre la encimera, las alacenas, el cesto de la fruta, los botes de las especias...Hasta que llegó la chica que, medio adormilada todavía, no se percató de su presencia, y fue directamente a abrir la nevera para sacar una botella de leche.

hada4Aprovechando que la chica apenas era consciente de lo que pasaba a su alrededor, el hada voló rápidamente hacia el interior de la nevera. Quería saber qué alimentos guardaban allí.

Tenía que darse prisa porque, en cuanto la chica volviera a abrir la puerta del frigorífico para volver a dejar la leche, tenía que salir, si no quería congelarse ahí dentro.

Echó un rápido vistazo de las botellas de refrescos, la fruta variada, los embutidos envueltos de cualquier manera, las distintas tabletas de chocolate y demás, esperando que, de un momento a otro, se volviera a abrir la puerta.

Pero no se abrió.

No sabía qué estaba pasando con la chica, ni qué había hecho con la botella de leche, casi vacía, que acababa de coger, pero el caso es que no volvió a abrir la nevera para nada.


A los pocos minutos oyó el sonido de una puerta que se abría y se cerraba. Era la puerta principal de la casa. La chica acababa de salir.

En ese instante sintió miedo. Estaba encerrada dentro de la nevera. ¿Qué pasaría si tardaban horas en volver a abrirla? Se terminaría congelando.

No tenía más remedio que intentar que el chico se despertara y la liberara de su prisión.

-¡Socorro! ¡Socorro!-gritó lo más alto que le permitieron sus delicadas cuerdas vocales-. ¡Socorro!

Pero era imposible. Seguramente su finísima voz era incapaz de atravesar siquiera la puerta de la nevera.

Pasaron dos o tres horas antes de que el chico se levantara, horas que pasó acurrucada sobre sí misma, hecha un ovillo, intentando así darse un poco de calor.

El hada estaba ya al borde de la congelación, pero, cuando se abrió, al fin, la puerta de la nevera, sacó sus últimas fuerzas para salir de allí lo más rápido posible.

hada5- ¿Pero qué...? -murmuró el chico, adormilado, intentando enfocar con sus ojos, aun hinchados debido a las excesivas horas de sueño, a la criatura que revoloteaba frente a sus ojos-.

El hada tenía la garganta algo resentida tras tanto tiempo metida en la nevera, pero, el saberse liberada le dio ánimos para hablar y, por fin, presentarse.

- ¡Hola! -saludó efusivamente con su casi inaudible voz-. Soy el hada madrina. Estoy aquí para hacer que todos vuestros deseos...

¡¡¡Paff!!!

No pudo acabar la frase. Un fuerte zapatillazo la acabó por ella.


- ¡Asco de bicho! -exclamó el chico-. ¡Encima estaba en la nevera! Ahora habrá que tirar toda la comida.

Ayudándose con un trozo de papel de cocina, limpió los restos de lo que creía que era un bicho de su zapatilla y, volviéndose a calzar, lo tiró a la basura.

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Amor de hombre

hombre1

- Cariño, ya está la cena hecha. -dijo suavemente, con voz tierna-.

No recibió respuesta alguna.

- Cariño -dijo más alto- ¡Que ya está la cena hecha!

Más silencio por respuesta.

- ¿Cariño? -preguntó extrañado-.

Dejó los platos en la mesa del salón y se acercó a la habitación, donde sabía que estaría ella.

- ¿Sigues enfadada conmigo? -le preguntó, con la voz más dulce que pudo poner-.

Se acercó a ella y, sentándose a su lado, le acarició tiernamente la cara.

hombre4Ella se retiró bruscamente y le dedicó una mirada llena de odio con sus ojos color miel. Si las miradas matasen, hubiera caído al suelo fulminado en ese preciso instante.

- No me toques... -dijo, con rabia, en un murmullo apenas comprensible-.

- Vale -aceptó-. Sigue enfadada si quieres, pero tienes que cenar. Tampoco has comido nada. Si sigues así, te vas a poner enferma.

La cogió suavemente de los hombros, intentando levantarla de la cama.

- No quiero cenar -murmuró entre dientes, escupiendo cada palabra y retorciéndose para deshacerse de sus manos-.

- ¡Vale, vale! -dijo, alejándose de ella-. ¡No cenes si no quieres! Pero no puedes seguir enfadada conmigo toda la vida -añadió, suavizando el tono de voz-. Y menos ahora que vivimos juntos y queremos formar una familia. Tenemos que llevarnos bien y dejar de pelearnos. Nos merecemos ser felices.

Dolido por la reacción de la chica, salió de la habitación, se dirigió al salón y se sentó a la mesa, comenzando a comer los filetes de lomo empanados que había preparado para cenar.

Si ella seguía sin querer venir, se le quedarían fríos, no estarían buenos y era capaz de decir que no sabía cocinar. Nada más lejos de la realidad, porque era un excelente cocinero...Pero tampoco era capaz de esmerarse demasiado, visto el panorama que reinaba ese día en casa.

No entendía por qué continuaba enfadada con él. Habían discutido, era cierto, pero ya habían pasado unas horas. Era un poco rencorosa, y ese era su mayor defecto.

Porque, por lo demás, era la mujer perfecta.

Recordaba el día en que la conoció con si hubiese sido ayer.

Ella trabajaba en una tienda de electrónica situada dentro de un gran centro comercial. Él había ido hasta allí, un martes por la noche, buscando un portátil nuevo, con el que poder trabajar desde casa. El que tenía se había quedado ya algo obsoleto y le dejaba colgado a cada rato.

Después de vagar durante unos minutos por la tienda, mirando uno por uno todos los modelos que tenían expuestos, levantó la vista y, a lo lejos, la vio a ella.

No estaba en el departamento de informática. Realmente, se dedicaba a vender pequeños electrodomésticos: Batidoras, cafeteras, sandwicheras, exprimidores de zumo...

Él no necesitaba nada de eso pero, embobado por la presencia de la chica, se olvidó de lo que había ido a hacer allí y se acercó hasta aquella sección, con la excusa inventada de necesitar una tostadora y no saber cuál elegir. Así fue como entabló el primer contacto con ella.

En pocos minutos, la conversación formal y aburrida sobre tostadoras dio paso a una conversación más informal e íntima: ¿Cómo te llamas? ¿Vives por aquí? ¿Qué edad tienes? ¿Tu color de pelo es natural? ¿Sales con alguien?...Fueron a grandes rasgos sus preguntas.

hombre6“Virginia, sí, veinticuatro, y a ti qué te importa, piérdete”. Fueron a grandes rasgos sus respuestas.

Quizá no había empezado con muy buen pie, demasiado directo a lo mejor. Decidió perderse, tal y como le había aconsejado ella, de no muy buenas maneras.

Sin embargo, no se dio por vencido. El flechazo había sido demasiado intenso como para no intentarlo, al menos, una vez más.

Apenas faltaban unos minutos para el cierre del centro comercial, así que decidió esperarla en la calle.

No tardó mucho en salir. Se había cambiado de ropa y estaba mucho más guapa aún que con la camiseta de la tienda. Además, se había soltado el pelo, una melena rojiza, ondulada, que le llegaba casi hasta la cintura.

Se acercó a ella sigilosamente, por lo que, al llegar a su lado, la chica dio un respingo. La había asustado.

En seguida se dio cuenta de su fallo, que era ya el segundo que cometía con ella, por lo que se apresuró a disculparse con todas las palabras que se le vinieron a la mente.

Sin duda, había empezado con ella con muy mal pie, no sabía si sería capaz de arreglarlo.

Sin embargo, y antes de que la chica reaccionara, puso en funcionamiento todas su armas, aquellas que sabía que siempre le funcionaban con las mujeres, y, en apenas unos minutos, la tuvo rendida a sus pies.

No fallaba. Seguía teniendo mucha labia y una apariencia más que buena. Ninguna se le había resistido nunca, y ella no fue una excepción.

Así había comenzado su relación, una relación idílica, perfecta, con la mujer de sus sueños, que aun seguía latente, aunque ella estuviera enfadada. Sabía que era la definitiva, que esta vez sería para siempre.

Era la mujer más increíble del mundo, y le había resultado relativamente fácil conquistarla.

Recordaba perfectamente ese día, como si hubiera sido ayer.

hombre2Porque, de hecho, había sido ayer.

Entonces cayó en la cuenta de por qué no se le pasaba el enfado a su amada.

Dejó el trozo de carne, con el que ya había recorrido la mitad del camino hasta su boca, cogió el plato de la chica y un vaso que había llenado con agua fresca, y volvió a la habitación.

Allí seguía ella, que una vez más lo miraba con ojos enfadados, rojos de tanto como había llorado las últimas horas.

Tenía la cara llena de moratones, resultado de la resistencia que había ofrecido a irse con él, y aun sangraba un poco por la herida de la ceja. Aun así, estaba extraordinariamente bella.

Exhausta, debido a que no había parado de retorcerse en toda la noche, intentado deshacerse de las cuerdas que ataban, fuertemente, sus muñecas y tobillos a las patas de la cama, había dejado de moverse.

- Cariño, perdóname, qué tonto he sido, no me he dado cuenta... -se excusó torpemente, mientras desataba el pañuelo con el que la había amordazado, y que le impedía hablar con normalidad-. Toma, te he traído la comida, y un poco de agua. Yo te la daré.

La chica, libre al fin de su mordaza, intentó gritar, pero el dolor que sentía en sus mandíbulas, entumecidas tras tantas horas de inmovilización, le impidió abrir demasiado la boca, y el grito quedó ahogado en su garganta.

Le acercó, con suavidad, el vaso a sus labios.

hombre5En un primer momento, la chica apartó la cara... Pero llevaba casi veinticuatro horas sin beber, y tenía demasiada sed.

Dio un trago largo que tragó con ansia, tras lo cual volvió a dar otro trago que fue a parar desde su boca, a propulsión, a la cara de su captor.

- ¡Suéltame loco! -le dijo, lo más alto que pudo- ¡Estás loco! ¡¡Loco!! ¡¡¡Suéltame!!!

Incomodado por la reacción de la chica, dejó el vaso en la mesilla de noche y se secó la cara con la camiseta. Acto seguido, propinó una fuerte bofetada a la chica con el dorso de la mano derecha.

El fuerte golpe la calló, y la dejó inconsciente, lo que aprovechó para volver a ponerle la mordaza.

- Está bien -le dijo, como si pudiera escucharla-. Cuando se te pase el enfado me lo dices -añadió, dirigiéndose a la puerta-.

Era demasiado rencorosa, las demás también lo habían sido. Pero esperaba que a ésta se le pasara el enfado.

No le gustaría tener que deshacerse de ella. La quería demasiado.

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Desengaño

Muchas veces había leído novelas, relatos o historias que comenzaban con la huida despechada de una mujer, que ponía tierra de por medio ante un desengaño amoroso, intentando, de esa manera, mitigar el dolor, olvidar al hombre en cuestión, y comenzar una nueva vida.

Siempre le había parecido una estupidez, el retrato de lo más bajo que puede caer alguien en una situación así. Una mujer no podía dejar atrás toda su vida por despecho hacia un hombre que le había hecho daño.

Y, sin embargo, ella misma había acabado haciéndolo.

Nunca hizo caso de los rumores de conocidos, ni de las advertencias de los amigos y familiares, que se tomaba como comentarios, sin contenido real, de gente envidiosa de su relación idílica con el hombre perfecto.

Tuvo que verlo con sus propios ojos, escucharlo con sus propios oídos, para darse cuenta de que todos ellos tenían razón.

desengano9No fue capaz de decir nada, ni a ella ni a él.

No tuvo fuerzas para reprochar nada, ni a ella ni a él.

No tuvo ganas de pedir explicaciones, ni a ella ni a él.

No pudo enfadarse, gritar, insultar o llorar.

Simplemente se dio media vuelta y huyó.

No le dijo a nadie a donde iba, entre otras cosas porque ni siquiera ella lo sabía. Se movía por inercia, levantando un pie detrás del otro, girando en las esquinas, cruzando los pasos de cebra sin mirar los semáforos, bajando al metro, entrando en el vagón, apeándose en una estación...

Sin darse cuenta había llegado al aeropuerto.

No tenía nada de equipaje con ella. Cuando salió de casa aquella mañana no pensaba que luego no fuera a volver, por lo que solo llevaba en su bolso el monedero, con algún billete pequeño, las tarjetas de crédito y el carnet de identidad, el móvil, algunos pañuelos de papel, un pintalabios, un libro con el marcapáginas casi al final y las gafas de sol.

En el primer mostrador de compañía aérea que se encontró, pidió un billete para el primer vuelo que tuviera plazas libres.

desengano2El destino la llevó, por un precio algo abusivo debido la celeridad, a Londres.

Desde el instante en el que puso el pie en la ciudad, se dio cuenta del error que había cometido dejando la elección del destino al azar. Allí todo le recordaba a él.

Su primer viaje juntos, en una época de inmensa felicidad, ahora dolorosamente lejana, había sido a la capital inglesa, y cada rincón tenía su rastro.

En los alrededores del Big Ben le veía abrazándola.

Bajo el Tower Bridge estaba besándola.

En Covent Garden bailaba con ella al ritmo de las notas musicales de dos guitarras tocadas, con bastante maestría, por dos estudiantes que intentaban sacar algunas monedas.

desengano8En Portobello miraban, divertidos y sorprendidos, varias obras de arte que encontraban por la calle, y se preguntaban cuáles comprarían para adornar las paredes de la casa que comprarían en un futuro, no muy lejano.

Frente al palacio de Buckinham, le decía al oído, una y mil veces, que la quería, solo a ella, y nunca la dejaría de querer...

En cada uno de esos lugares las lágrimas, reprimidas desde que había dejado Madrid, brotaban de sus ojos inundándolos, irritándolos y enrojeciéndolos. Su respiración se entrecortaba y se tenía que sentar, porque le fallaba la fuerza de las piernas.

Llegaban entonces a su cabeza, bombardeándole la mente, todas las palabras que tenía que haberle dicho antes de salir corriendo, todos los insultos que le tenía que haber dedicado, todas las mentiras que le tenía que haber echado en cara...

desengano4Lo había hecho mal. No debió huir de allí, tenía que haber sido más valiente, se tenía que haber enfrentado a la situación, haber hecho valer...

- ¡Tengo que volver!-dijo en voz alta, mientras contemplaba, ya sin lágrimas, las vistas que le ofrecían, desde lo más alto, los ventanales del Ojo de Londres-.

-¡Tengo que volver! -exclamó, casi a la vez, el hombre que se encontraba a su lado, al que casi podía rozar con su codo-.

Se giró hacia él sorprendida, no tanto por haber escuchado una frase en español, muy común en aquella ciudad, como por haber escuchado las mismas palabras que había pronunciado ella misma, en el mismo momento, en el mismo lugar.

Era un hombre alto, moreno, tanto de pelo como de piel. Sus ojos, verdes, estaban enrojecidos y delataban llantos cercanos en el tiempo.

Los dos se miraron durante unos segundos, suficientes para, sin haberse visto nunca, conocer todo el uno del otro, y saber que ambos habían pasado por la misma fatídica situación, quizá con pocas horas de diferencia y con pocos kilómetros de distancia.

desengano5Sin mediar palabra, se fundieron en un profundo abrazo, que duró varios minutos, hasta que la noria se paró y no tuvieron más remedio que bajar.

Caminando, siguieron sin hablar, sin preguntarse siquiera su nombre, hasta que, cogidos de la mano, llegaron a la orilla del Támesis.

- ¿Deberíamos volver? -le preguntó ella, cuando se atrevió a romper el silencio-.

Tras unos minutos de recapacitación, él se acercó más a ella y, cogiendo con suavidad su cara entre sus manos, la besó dulcemente.

- Creo que es mejor que nos quedemos. -dijo al fin-.

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