estela

Enterrando el pasado

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Se secó el sudor que le caía por la frente con la manga de la sudadera. Estaba agotada por el esfuerzo que le había supuesto haber arrastrado aquellos dos pesados sacos desde el coche, que había dejado a unos cuantos metros de allí.

Por suerte había tenido la previsión de haber cavado previamente, aquella misma mañana, el hoyo donde enterraría todos los objetos que había empaquetado en esos sacos enormes.

Abrió uno de ellos. El que le había resultado más difícil de llenar, por todos los buenos recuerdos que le traía su contenido.

Estaba repleto de enseres de su marido, todos los que se había dejado en casa después de que, un buen día, hubo hecho las maletas mientras le explicaba las razones, entre ellas una con nombre propio, por las que había decidido dejarla.

La dejó, destrozándole el corazón. Pero no se llevó todas sus pertenencias, lo que provocaba que cada vez que veía un objeto suyo en casa las lágrimas volvieran inmediatamente a sus ojos y el bote de tranquilizantes estuviera cada vez más vacío.

Había soportado convivir con aquellos objetos en su casa diez largos días, hasta que finalmente decidió hacer algo al respecto. Si quería superar aquella depresión en la que se hallaba sumida, no podía seguir conviviendo con los recuerdos del hombre que la había provocado.

No se le ocurrió mejor manera de hacerlo que enterrarlos todos bajo tierra, lo más profundo que pudiera.

Comenzó a sacar, uno a uno, los objetos del saco.

Lo primero que prendieron su manos fue un despertador. Era el despertador que utilizaba él para levantarse cada mañana para ir a trabajar, aunque en la práctica despertaba a los dos. Ella, a pesar de no tener necesidad de levantarse tan temprano, no lograba volver a conciliar el sueño después de escuchar esa alarma, así que aprovechaba para desayunar con su marido y compartir así los primeros minutos del día junto a él.

Lo arrojó al fondo del agujero.

El siguiente objeto fue una sartén. La que él utilizaba para hacer la tortilla de patatas, su plato estrella tantas veces alabado por ella, dado su espectacular sabor que no había encontrado en manos de ningún otro cocinero.

También acabó en el hoyo.

La corbata. Aquella corbata con la que había adornado el traje que vistió el día de su boda y que había vuelto a utilizar alguna que otra vez, siempre en ocasiones especiales. Era la única prenda de ropa que había dejado en lo que había sido siempre su armario. Todo lo demás se lo llevó en aquellas maletas.

También al agujero.

El portátil al que siempre estaba pegado, mañana, tarde y noche, leyendo páginas web de periódicos, revisando sus correos electrónicos, ultimando asuntos de la oficina para el día siguiente...Pero también viendo vídeos absurdos que le hacían reír hasta la saciedad.

Al hoyo.

La cámara de fotos que se compró poco antes de su boda para poder inmortalizar todos los detalles de su luna de miel de ensueño y de todos los viajes que siguieron, durante los que recorrieron todos los continentes.

Al hoyo.

La maceta repleta de cactus con la que un buen día había aparecido por la puerta y que ella había detestado desde el primer momento en que la vio, pero nunca se lo llegó a decir ya que a él le encantaba. No le gustaría tanto cuando se la había dejado.

Al hoyo.

El cuadro que habían hecho a partir de una foto en blanco y negro de los dos en Brooklyn, con las impresionantes vistas de Manhattan como fondo, ampliada al máximo y encuadrada en un marco de plata, que había presidido durante años su salón.

Al hoyo.

Siguió sacando objetos de aquel primer saco durante varios minutos, hasta que se vació por completo.

Miró al fondo del agujero. Se alegró de haberlo cavado tan profundo a pesar del gran esfuerzo que le había supuesto, porque ya había arrojado bastantes cosas y todavía le quedaba el contenido del otro saco. Afortunadamente, todavía había espacio de sobra.

Se dirigió entonces al segundo saco, el que más fácil le había resultado llenar, por los malos recuerdos que le provocaba su contenido, sobre todo de los últimos días.

Lentamente desató la cuerda con la que había sellado la abertura y arrastró el borde del saco hacia abajo, liberando así lo que había introducido en él.

El cuerpo de su marido, inconsciente y amordazado, yacía sobre el montón de tierra removida.

Había llegado a casa aquella mañana a primerísima hora y había abierto la puerta con sus propias llaves, objeto que sí se había llevado con él, despacio y en silencio, con la esperanza de que ella estuviera dormida y poder recoger sin ser percibido todas las pertenencias que había dejado en la casa. Aquéllas que ahora descansaban en el fondo del hoyo.

No había contado con que ella llevara varios días sufriendo insomnio, ni con que se hubiera quedado sin tranquilizantes aquel día y estuviera en un estado de nervios en el que era capaz de cometer cualquier locura.

pasado2Cuando sus miradas se cruzaron, y antes de que él pudiera emitir las palabras para las que ya había entreabierto la boca, ella actuó por instinto, sin pensar, cogiendo un jarrón que tenía a su lado y estallándoselo en la cabeza con todas sus fuerzas, haciendo que el agua y las flores se desparramaran por el suelo y que él cayera tendido en el suelo de forma inmediata, profundamente inconsciente.

Inmediatamente lo ató lo más fuerte que pudo con varias cuerdas que cortó del tendedero y le metió un trapo sucio en la boca.

Bajó al trastero a por una pala y un par de sacos y, cuando hubo metido a su marido y todos sus enseres en ellos, se dirigió a aquel descampado desierto para cavar la fosa que ahora, poco a poco, estaba colmando.

Después volvió a casa y, comprobando que él seguía inconsciente, con gran esfuerzo rellenó los sacos y los metió en el maletero del coche para dirigirse hacia el lugar en el que lo depositaría todo. Seguramente le dolería la espalda durante varios días debido al esfuerzo, solo esperaba no haberse causado una lesión.

Se acercó a la cara del que durante tantos años había compartido su vida y, suavemente, le dio algunos golpes en la mejilla con la palma de la mano, consiguiendo que, aunque profundamente aturdido, volviera en sí.

En un primer momento, cuando todavía atontado por el golpe la vio a ella, su mirada se transformó en un gesto interrogante pero, al ser consciente de que estaba atado y no podía hablar, sus ojos se tiñeron de miedo.

Comenzó a revolverse, pero fue inútil. No podía romper sus ataduras ni podía emitir más que gemidos que, a pocos metros de donde ellos se encontraban, resultaban ya inaudibles.

-Lo siento cariño -le susurró ella, acercándose a su oído-pero, como me dijiste, tenemos que pasar página y yo necesito olvidarte primero para hacerlo.

Ayudándose de piernas y brazos empujó aquel cuerpo que no dejaba de moverse hacia el agujero, hasta que finalmente cayó, acompañado de un largo gemido lastimero. Sin duda, al caer se habría golpeado con algún objeto de los que ya se encontraban en el hoyo y se había hecho daño.

La mujer le echó encima los sacos, dejando descubierta su cabeza cuyos ojos no dejaban de mirarla, llorando suplicantes, esperando encontrar un atisbo de compasión, o al menos de cordura, en la persona que estaba a punto de enterrarlo vivo.

Pero fue en vano. La mujer comenzó a echar tierra para tapar el hoyo y no paró de hacerlo hasta que hubo dejado de oír los gemidos del hombre.

Aplastó la tierra hasta que borró todo rastro que pudiera delatar que allí había habido algún movimiento.

Se dirigió hacia el coche sin echar la vista atrás, por fin tranquila, después de tantos días pasados en la más profunda desesperación.

Por fin podía empezar a olvidar. Por fin había pasado página.

Se montó en el coche sonriendo. Por fin podía volver a ser feliz.

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