estela

Desengaño

Muchas veces había leído novelas, relatos o historias que comenzaban con la huida despechada de una mujer, que ponía tierra de por medio ante un desengaño amoroso, intentando, de esa manera, mitigar el dolor, olvidar al hombre en cuestión, y comenzar una nueva vida.

Siempre le había parecido una estupidez, el retrato de lo más bajo que puede caer alguien en una situación así. Una mujer no podía dejar atrás toda su vida por despecho hacia un hombre que le había hecho daño.

Y, sin embargo, ella misma había acabado haciéndolo.

Nunca hizo caso de los rumores de conocidos, ni de las advertencias de los amigos y familiares, que se tomaba como comentarios, sin contenido real, de gente envidiosa de su relación idílica con el hombre perfecto.

Tuvo que verlo con sus propios ojos, escucharlo con sus propios oídos, para darse cuenta de que todos ellos tenían razón.

desengano9No fue capaz de decir nada, ni a ella ni a él.

No tuvo fuerzas para reprochar nada, ni a ella ni a él.

No tuvo ganas de pedir explicaciones, ni a ella ni a él.

No pudo enfadarse, gritar, insultar o llorar.

Simplemente se dio media vuelta y huyó.

No le dijo a nadie a donde iba, entre otras cosas porque ni siquiera ella lo sabía. Se movía por inercia, levantando un pie detrás del otro, girando en las esquinas, cruzando los pasos de cebra sin mirar los semáforos, bajando al metro, entrando en el vagón, apeándose en una estación...

Sin darse cuenta había llegado al aeropuerto.

No tenía nada de equipaje con ella. Cuando salió de casa aquella mañana no pensaba que luego no fuera a volver, por lo que solo llevaba en su bolso el monedero, con algún billete pequeño, las tarjetas de crédito y el carnet de identidad, el móvil, algunos pañuelos de papel, un pintalabios, un libro con el marcapáginas casi al final y las gafas de sol.

En el primer mostrador de compañía aérea que se encontró, pidió un billete para el primer vuelo que tuviera plazas libres.

desengano2El destino la llevó, por un precio algo abusivo debido la celeridad, a Londres.

Desde el instante en el que puso el pie en la ciudad, se dio cuenta del error que había cometido dejando la elección del destino al azar. Allí todo le recordaba a él.

Su primer viaje juntos, en una época de inmensa felicidad, ahora dolorosamente lejana, había sido a la capital inglesa, y cada rincón tenía su rastro.

En los alrededores del Big Ben le veía abrazándola.

Bajo el Tower Bridge estaba besándola.

En Covent Garden bailaba con ella al ritmo de las notas musicales de dos guitarras tocadas, con bastante maestría, por dos estudiantes que intentaban sacar algunas monedas.

desengano8En Portobello miraban, divertidos y sorprendidos, varias obras de arte que encontraban por la calle, y se preguntaban cuáles comprarían para adornar las paredes de la casa que comprarían en un futuro, no muy lejano.

Frente al palacio de Buckinham, le decía al oído, una y mil veces, que la quería, solo a ella, y nunca la dejaría de querer...

En cada uno de esos lugares las lágrimas, reprimidas desde que había dejado Madrid, brotaban de sus ojos inundándolos, irritándolos y enrojeciéndolos. Su respiración se entrecortaba y se tenía que sentar, porque le fallaba la fuerza de las piernas.

Llegaban entonces a su cabeza, bombardeándole la mente, todas las palabras que tenía que haberle dicho antes de salir corriendo, todos los insultos que le tenía que haber dedicado, todas las mentiras que le tenía que haber echado en cara...

desengano4Lo había hecho mal. No debió huir de allí, tenía que haber sido más valiente, se tenía que haber enfrentado a la situación, haber hecho valer...

- ¡Tengo que volver!-dijo en voz alta, mientras contemplaba, ya sin lágrimas, las vistas que le ofrecían, desde lo más alto, los ventanales del Ojo de Londres-.

-¡Tengo que volver! -exclamó, casi a la vez, el hombre que se encontraba a su lado, al que casi podía rozar con su codo-.

Se giró hacia él sorprendida, no tanto por haber escuchado una frase en español, muy común en aquella ciudad, como por haber escuchado las mismas palabras que había pronunciado ella misma, en el mismo momento, en el mismo lugar.

Era un hombre alto, moreno, tanto de pelo como de piel. Sus ojos, verdes, estaban enrojecidos y delataban llantos cercanos en el tiempo.

Los dos se miraron durante unos segundos, suficientes para, sin haberse visto nunca, conocer todo el uno del otro, y saber que ambos habían pasado por la misma fatídica situación, quizá con pocas horas de diferencia y con pocos kilómetros de distancia.

desengano5Sin mediar palabra, se fundieron en un profundo abrazo, que duró varios minutos, hasta que la noria se paró y no tuvieron más remedio que bajar.

Caminando, siguieron sin hablar, sin preguntarse siquiera su nombre, hasta que, cogidos de la mano, llegaron a la orilla del Támesis.

- ¿Deberíamos volver? -le preguntó ella, cuando se atrevió a romper el silencio-.

Tras unos minutos de recapacitación, él se acercó más a ella y, cogiendo con suavidad su cara entre sus manos, la besó dulcemente.

- Creo que es mejor que nos quedemos. -dijo al fin-.

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