El misterioso C. Verres
Les voy a contar algo que sucedió hace mucho tiempo, en una tierra muy, muy lejana. En la Roma de hace dos mil años.
Se juzgaba allí a Cayo Verres. Eminente político de carrera, cercano siempre al poder gracias a sus amistades entre los círculos de Sila y Pompeyo, su trayectoria no había sido precisamente fulgurante, pero, a sus casi cincuenta años y tras haber amasado una fortuna considerable, por fin había conseguido acceder al pretorado a base de favores y sobornos, empujones y algún que otro codazo, y al año siguiente se le concedió el gobierno provincial de Sicilia.
Cuentan que mientras Verres atravesaba el estrecho de Mesina, la náyade Aretusa se arrojó al agua para no reaparecer jamás en la isla, y el Etna, molesto por no poder hacer otro tanto, lanzó un exabrupto en forma de fumarola.
No fue para menos. Al término de su mandato, Verres hubo de ser juzgado por corrupción. De la acusación se ocupó nada menos que el mediático Cicerón. Al parecer, Verres había aprovechado el levantamiento de Espartaco como excusa para mandar prender a todos los esclavos de Sicilia, condenarlos al tormento y a la crucifixión, y ofrecer a sus amos la posibilidad de perdonarlos y devolvérselos a cambio de una pequeña remuneración. Según se demostró en el juicio, Verres se había embolsado además el dinero enviado por el Senado para comprar trigo para los pobres de Roma, y en su lugar había extorsionado a los campesinos sicilianos, exigiéndoles que entregaran el trigo gratis e incluso que pagaran una mordida adicional para conservar sus propiedades. El gobernador había condenado a muerte a los potentados que habían logrado escapar de la provincia junto con sus fortunas, y había utilizado a las legiones para obligarles a regresar y poder esquilmar así sus pertenencias. Incluso el templo de Atenea de Siracusa había sufrido su insaciable, arrolladora avaricia. De él desaparecieron las estatuas, los tesoros y hasta la famosa colección de retratos de los tiranos y reyes de Sicilia, hasta entonces motivo de orgullo nacional para los isleños. Se esfumaron las joyas y el manto con los que se ataviaba a la estatua de culto, la virginal Atenea, y aparecieron días después sobre la exuberante efigie de una meretriz, que entre risitas gustaba de recibir así ataviada a sus más distinguidos parroquianos. Cierta mañana, ante la epatada muchedumbre arremolinada en la plaza, los soldados de Verres se congregaron en torno a las puertas del templo y las arrancaron con palancas, haciendo astillas los batientes de madera para recuperar los revestimientos de marfil. No satisfechos con ello, cuando el impío latrocinio casi había terminado uno de los guardias alzó la vista, vislumbró una cabeza de Gorgona anclada en la cornisa del templo, y allá que se subió para hacerla saltar con su palanca. Pero la cabeza cayó al suelo y se hizo añicos. Aquella mañana los hombres de Verres se llevaron del templo hasta unas larguísimas cañas de bambú que, por alguna razón olvidada largo tiempo atrás, habían sido consagradas a la diosa y yacían apiladas en una esquina. Pero aquellas cañas no tenían valor económico alguno, y al atardecer aparecieron abandonadas en un callejón al otro extremo de la ciudad.
La causa fue tan prolija que el juicio se prolongó durante años. Había muchas cosas que juzgar, cientos de testigos, multitud de documentos. Verres, además, contaba con buenos amigos entre el tribunal, y ninguno de ellos se anduvo con disimulos a la hora de retrasar los trámites. Pese al encono de Cicerón, la opinión pública poco a poco fue perdiendo interés en el asunto. De todos era sabido que hacía apenas unos años Quinto Calidio (propretor, como Verres, aunque Calidio había ejercido su depredadora magistratura en Hispania) había sido asimismo juzgado a su regreso a Roma, y que se había gloriado en anunciar a los cuatro vientos que el precio oficial del tribunal de extorsiones era de tan solo tres millones de sestercios. Noticia que ninguno de los jueces se había molestado en refutar. Toda Roma sabía, en fin, que al término de su mandato en Hispania el propio Pompeyo, el hombre fuerte de la política romana durante aquellos años, había reunido gracias a los azares de la guerra civil una inmensa cantidad de documentos incriminatorios que afectaban a buena parte de la casta política romana, y que los había destruido ante el asombro de sus legionarios, primero a martillazos y arrojando después los restos a una inmensa hoguera. O eso se decía. Que no se había guardado ninguno de aquellos incómodos documentos entre los pliegues de la toga.
Verres no pudo ser declarado culpable. El juez estimó que no tenía sentido mantenerlo vigilado a la espera de sentencia, y apenas un par de días antes de que la misma fuera hecha pública el antiguo pretor escapó de Roma y se trasladó, junto con todas sus riquezas, a Marsella. La República se ahogaba en sus últimos estertores.
¿Qué mortal, se pregunta Salustio en un inspirado e inspirador pasaje, qué mortal que se considere hombre digno de tal nombre puede aguantar que a ellos les sobren riquezas para construir puertos y allanar montes, y que a nosotros no nos alcance para vivir? ¿Que ellos gocen de cuantas casas desean y que nosotros no tengamos un hogar para nuestros hijos? El presente es triste, pero el porvenir se presenta más ingrato todavía. ¿Qué tenemos, salvo la vida? ¿Y por qué no despertáis?
Grandes palabras, las de Salustio. Grandes, para tratarse de quien llegó a coordinar la facción cesariana contra Pompeyo. Grandes, para alguien que hubo de retirarse de la política cuando su carrera se vio gravemente comprometida tras varios escándalos de corrupción. Escándalos que, gracias a la intervención de César, quedaron en nada. Hace más de dos mil años.
El viaje
Inicié mi singladura desde las Columnas de Heracles, rumbo a Occidente, hacia lo más profundo del mar Océano. Viajaba con viento a favor, con la mejor tripulación, con la bodega repleta de víveres y armas, y sin otro fin que mi hambre de conocimiento. Nadie sabía qué había al extremo del mundo. Yo lo descubriría.
El sol se puso, amaneció, y volvió a desaparecer. Pero al alba del segundo día el astro regresó junto con un repentino viento huracanado que se enredó en nuestras velas. Los mástiles crujieron, el casco bramó, pero el piloto aseguró que era imposible luchar contra semejante tormenta y que tan solo cabía dejarse llevar, y yo no me atreví a contradecirle. La nave escalaba penosamente cada ola y se zambullía después en el abismo, solo para resurgir después, tras unos instantes de incertidumbre, sobre el dorso de una nueva onda. Hasta que, en un momento dado, cuando nuestro buque sobrepasó raudo la cresta de una gigantesca ola, ya no cayó. El vendaval se embolsó en las lonas, los cabos se tensaron, todo el maderamen gimió como un monstruo herido, pero el barco se elevó sobre las aguas, empujado por el viento. Y así continuamos navegando, cada vez más alto, sobre el océano, sin control sobre nuestra nave, durante más de dos meses.
Arribamos, al fin, a una gran isla de arena blanca. Treinta de nosotros permanecieron de guardia en la nave, y los otros veinte se internaron conmigo en aquel nuevo continente inexplorado. Inexplorado para nosotros, pero no ignoto, pues no habíamos caminado mucho cuando, sobre una roca, en caracteres griegos ya muy borrosos, encontramos una inscripción en la que no pudimos dejar de reparar: “Heracles y Dioniso estuvieron aquí”. Mientras la examinábamos, nos abordaron unos extraños hombres, que al punto bautizamos “cabalgabuitres”, pues llegaron cada uno a lomos de una de estas aves, que al parecer tenían amaestradas. Ellos se decían selenitas. Nos contaron por señas, pues no entendíamos sus gruñidos, que andaban a la gresca con los habitantes del Sol en una guerra interminable en la que ni unos ni otros conseguían imponerse, pero que con mi ayuda y con la de mis cincuenta hombres correrían mejor suerte. Yo, desde luego, me negué. No habíamos viajado hasta allí para eso. Además, ninguno de mis marinos se atrevería a cabalgar sobre uno de aquellos mostrencos alados, y menos hasta el Sol, que debía de estar todavía más lejos que la isla blanca a la que el viento nos había arrastrado, y que comenzaba a sospechar cuál era. Dejando a los cabalgabuitres con la palabra en la boca, continuamos nuestro camino por aquella extraña playa.
Unos cuantos estadios más allá, la arena dio paso a las praderas, blancas también ellas, pero al poco se abrió ante nosotros un valle recoleto extraordinariamente frondoso. En torno al río crecían unas misteriosas plantas que no dejaban de mecerse, pese a que no corría la más leve brisa. Al acercarnos, no obstante, comprendimos por qué. No eran plantas, o no lo eran del todo. Como auténticas Dafnes en el momento en el que Apolo las apresaba, los seres con los que nos topamos eran mitad vegetal, mitad humanos. Nacían de la tierra mediante nudosos y negros troncos, que se iban retorciendo hasta que, como por ensalmo, se ensanchaban dando paso a la cintura y al tronco de bellísimas hembras en la flor de la edad, desnudas y fragantes. De entre sus cabellos brotaban, entrelazadas, hojas de parra, y de las puntas de sus dedos surgían unos hermosísimos pámpanos. Las doncellas nos llamaron sensuales nombres, y nos besaron en los labios. Sus besos embriagaban. Varios de mis compañeros se abandonaron a sus caricias, pero antes de comprender qué es lo que sucedía se vieron enredados entre las ramas de aquellos seres y se convirtieron ellos mismos, poco a poco, en vegetales. Algunos aullaban asustados. Otros abrazaron contentos, o incluso ávidos, aquella sensual muerte.
- Para, para, para. ¿Se puede saber qué nos estás leyendo?
El torrente de palabras se detuvo, y Luciano de Samósata miró en torno a sí, desorientado, confundido. A él desde el principio aquella historia le había parecido una genialidad, y le gustaba más cada vez que la leía. No podía entender que su distinguido público, aquel cónclave de aristócratas atenienses medio ebrios con ínfulas de intelectuales, no apreciaran su última obra.
- Es un viaje a la Luna. Bueno, no está dicho explícitamente, pero yo creo que se entiende, a poco que uno escuche con atención.
Silencio.
- ¿Nos estás insultando?
Nuevo silencio, más tenso y prolongado.
- ¿Prestáis crédito a Ctesias de Cnido, a Apolodoro, a ni sé cuántos más, que se las dan de grandes eruditos cuando no cuentan más que patrañas, y no entendéis que…?
Pero Luciano cesó en su airada réplica al reparar en que ya nadie le hacía caso. Unas meretrices que se decían (quién sabe si ellas mismas se lo creerían) bailarinas acababan de entrar en la sala. El cómico agarró sus papiros, agachó la cabeza, dio un disgustado suspiro, y salió de allí. El verdadero despropósito había sido tratar de leer aquello ante aquel público. Pero estaba convencido de que su viaje a la Luna era bueno. Seguro que, a alguien, en algún momento, le interesaría oír hablar de un viaje así.