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La mujer del César

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El adagio es bien conocido. La mujer del César no solo debe ser honrada, debe parecerlo. No fueron exactamente esas las palabras que pronunció Julio César, pero sí son suficientemente significativas. Valen para entendernos.

Nos cuenta Plutarco que César hizo su entrada en la política romana por la puerta grande. Bisoño y fuertemente endeudado, su apoyo entre las masas populares le permitió no obstante conquistar uno de los cargos más codiciados, ansiado incluso entre los políticos de más edad, prestigio y trayectoria, como era el de pontífice máximo. Como tal, él y su reciente esposa Pompeya se mudaron a la residencia oficial, la Domus Publica, en pleno corazón del Foro. Y, como tal, Pompeya quedó encargada de organizar en su nueva casa el festival de la Bona Dea, una ceremonia nocturna, de contenido secreto, reservada a las mujeres de la alta sociedad cesar2romana y que quizás por ello mismo exacerbaba la calenturienta imaginación de los excluidos varones. Una fiesta en la que, aquel año, se coló el joven Clodio, un excéntrico aristócrata rico y alborotador. Confiando en su rostro aniñado y en la penumbra de la noche, Clodio pretendía hacerse pasar por fémina, descubrir qué tramaban las mujeres y, acaso, acercarse más de lo debido a alguna de las desprevenidas oficiantes aprovechando la ausencia de sus maridos. Tan audaz travesura salió mal, por supuesto. Clodio fue sorprendido y puesto en fuga, y a la mañana siguiente toda Roma estaba al corriente del desmán.

Medio Senado pretendía procesar a Clodio. No por haber puesto en peligro la virtud de sus esposas (¿quién osaría dudar en público de la inquebrantable virtud de una patricia romana?), sino por atentar contra los misterios de Bona Dea. Pero el pueblo simpatizaba con Clodio, y quizás no veía tan mal sus divertidos escarceos con las señoronas romanas. Finalmente, Clodio fue absuelto. Cuenta Plutarco que los jueces, temerosos, redactaron sus veredictos con tan mala caligrafía que fue imposible entenderlos, y que gracias a eso el joven no pudo ser condenado. César, sin embargo, repudió a su esposa. Y, de paso, capitalizó el apoyo popular de Clodio aliándose con él y sumándolo a su causa política. Cuando algún desaprensivo le preguntó el motivo de tan contradictoria conducta, César se contentó con murmurar, lacónico: “Considero que de mi esposa no debe siquiera sospecharse”.

El gesto de César fue considerado (entonces, y sorprendentemente aún ahora) modélico. No importaba que César fuera conocido en determinados círculos como la “Reinona de Bitinia”, debido a su larga y no del todo justificada estancia en el palacio del monarca Nicomedes IV. Ni tampoco que fueran un secreto a voces sus flirteos con las esposas de media docena de senadores (y no solo flirteos, como terminaría demostrando el nacimiento de Marco Junio Bruto; cesar3sí, el mismo que terminaría apuñalándolo), con la del rey Bogud de Mauritania y, por supuesto, con la proverbial Cleopatra. Ni tampoco que los soldados de César cantaran jocosos en el desfile triunfal a su regreso de las Galias previniendo a los maridos romanos de la vuelta de tan insigne seductor, y jactándose de que por el camino este se había gastado en prostitutas todo lo saqueado más allá del Rubicón.

Nada importaba, pues César era un líder poderoso, carismático, decidido, y contaba con el apoyo de las masas. Los círculos ilustrados romanos, los representantes del establishment, por así decirlo, podían criticar todo lo que quisieran sus costumbres licenciosas. La tarea de las féminas era aparentar. La de los insignes varones como César, dar de comer al pueblo, proporcionarles trabajos, prometerles reverdecer la grandeza de Roma, y mantener contento a cierta parte del electorado. Y, de paso, engrandecerse a  sí mismos. Si  a un César ya maduro, calvo y desmejorado después de tantas y tantas campañas, alguien le hubiera preguntado por qué pensaba que la bella, la magnífica, la inigualable Cleopatra se había lanzado literalmente en sus brazos, a buen seguro no hubiera vacilado en contestar que porque a la egipcia le atraía el poder que él detentaba. Si eres una celebridad, hubiera añadido, puedes hacerles lo que quieras.

Y, con César, la República Romana tocó a su fin.

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