gcardiel

Incomprensión

incomprension1

Hoy no escribo, no me apetece escribir. A veces, uno tiene la sensación de que no merece la pena esforzarse en desarrollar argumentos, en aportar matices, en explorar la siempre poliédrica realidad, con sus múltiples facetas y perspectivas, en tratar al interlocutor con la empatía que merece cualquier interlocutor. Para qué. Para qué si, a la postre, los discursos que triunfan son los sencillos, los fáciles, circunscritos a un eslogan o a veces ni a eso, totalmente ajenos a la realidad que pretenden, o al menos eso dicen, explicar. Acaso sea nuestra querida sociedad de consumo la que nos lleva a arrojarnos en brazos de semejantes discursos, discursos de usar y tirar. Así que hoy, permítanme ustedes la licencia, no escribiré. Y cederé estas líneas a alguien mucho más docto que yo y que, por la sencilla circunstancia de estar muerto, poco le importará ya si alguien le lee o no, si alguien le entiende o no. Les dejo con Plutarco.

incomprension2Una vez muerto Julio César (el mismo que años atrás se había nombrado a sí mismo dictador vitalicio sobre las cenizas de la República romana), Bruto, uno de sus asesinos, trató de explicar las razones de su crimen al Senado, pero nadie quiso escucharle y, entre grandes voces, los senadores abandonaron precipitadamente la cámara. Inasequibles al desaliento, Bruto y los suyos salieron de allí y procesionaron hacia la colina más sagrada de Roma, el Capitolio, radiantes de alegría y llamando al Pueblo a la libertad recobrada tras la muerte de su opresor. Al día siguiente, congregaron a una gran multitud en el Foro, y allí les habló Bruto de la restauración de la Democracia, de la recuperación de las elecciones libres, de la soberanía popular, de unas instituciones que volverían a levantarse orgullosas, libres por fin de la rancia mácula del poder que las había oprimido y corrompido durante tantos años. Bruto les habló de paz, de concordia, de la superación de las viejas enemistades que habían fracturado la República, conduciendo a la guerra civil y a todo lo que vino después.

Y el pueblo le escuchó. Le escuchó sin censurarle por haber asesinado a César, pero sin tampoco dar ninguna muestra de aprobar lo sucedido. En vez de ello, cuando el torrente oratorio de Bruto cesó por fin, la Asamblea quedó sumida en un completo silencio. Un silencio que traslucía respeto hacia Bruto, pero también compasión por César, por sus herederos y por su autoritaria pero reconfortante visión del Estado. Así pues, y pese a los denodados esfuerzos de Bruto, el Pueblo soberano llegó a un compromiso que se pretendió equidistante: a Bruto y a sus cómplices se les concedieron los honores apropiados y se les atribuyó el mando de las provincias periféricas, pero a cambio se decidió que César sería deificado, y todas y cada una de las decisiones que había tomado como dictador fueron ratificadas para que permanecieran vigentes para siempre.

incomprension3Es más, cuando algún tiempo después se abrió el testamento de César y se supo que, de la inmensa fortuna que este había amasado durante sus años como dictador, había destinado una parte considerable a su reparto entre todos y cada uno de los ciudadanos romanos, el pueblo, transido de gratitud, abandonó su respetuoso decoro y estalló en un rugido ensordecedor. Los unos acudieron al lugar en el que se celebraban los funerales de César para honrarle más allá de toda medida, mientras que los otros se lanzaron a una alocada persecución de sus asesinos por toda la ciudad, con la intención de despedazarlos. Aunque tanto Bruto como sus principales aliados lograron escapar y se refugiaron en sus provincias, se produjeron no pocos linchamientos y la violencia volvió a enseñorearse de las calles de Roma. Entretanto, Octaviano, al que César en su testamento había nombrado su hijo adoptivo, se ponía en camino hacia la Ciudad Eterna, dispuesto a acabar para siempre con las viejas instituciones republicanas y a convertirse, como de hecho lo haría tras un sinfín de guerras, corruptelas y demostraciones de fuerza, en el primer Emperador de Roma.

Nada más que añadir a las palabras de Plutarco.

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