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Los milagros de la ciencia moderna

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Seguro que ustedes, estimados lectores, han escuchado más de una vez esa expresión, “los milagros de la ciencia moderna”. Si se fijan, acaso hayan podido distinguir ese deje de orgullosa suficiencia que suele acompañar estas palabras en el rictus de quien las pronuncia; de quienes, en alguna ocasión, las hemos pronunciado. Mientras viajo en el tren tecleando en mi portátil, rodeado de pasajeros mudos que no apartan los ojos de sus teléfonos móviles, no puedo evitar pensar en qué momento alguien utilizó por primera vez tamaña locución. Lo desconozco, pero me produce curiosidad.

milagros2Siglo I de nuestra Era. Aunque Roma ya es dueña y señora de medio mundo, Egipto continúa suscitando el interés de la elite ilustrada de todo el Mediterráneo. Llaman la atención, entre otras cosas, sus estrafalarias supersticiones, o lo que los doctos pensadores grecorromanos de la época tenían por tales. Poco a poco los secretos de la momificación se iban perdiendo y la escritura jeroglífica se desdibujaba sin remedio, pero no faltaban los templos que, a falta de reyes, embalsamaban gatos y bandadas enteras de halcones ante la mirada de la exaltada concurrencia. Y los rituales se celebraban en medio de un sinfín de misteriosos efectos especiales. En el templo funerario de Amenofis III en Tebas, por ejemplo, una estatua colosal vibraba al amanecer, emitiendo un ruido siniestro que podía escucharse en todo el valle. Parece ser que un terremoto acaecido en el año 27 a.C. la había resquebrajado en dos, y que los cambios bruscos de temperatura y humedad, tan habituales en el desierto, provocaban el singular fenómeno, que ponía el corazón en un puño a todos los visitantes del enclave.

Pero hoy quisiera hablarles de otro templo. Ignoramos dónde se encontraba. Solo sabemos que, en cada festival, atraía el fervor de multitudes enteras de peregrinos, deseosos de contemplar el milagro que allí indefectiblemente se producía. Y es que, como por ensalmo, cuando un devoto ofrecía un animal en sacrificio y los sacerdotes del templo encendían fuego en el altar que se alzaba ante el edificio, las gigantescas puertas del mismo se abrían sin que nadie las tocara. Y volvían a cerrarse en cuanto el rito terminaba y las llamas se apagaban. Y así cada vez, para sobrecogimiento de los espectadores.

Era, sin duda, un milagro, se lo aseguro yo a ustedes. Un milagro que Herón de Alejandría, reputado ingeniero de la época, nos explica en uno de sus tratados. Apenas un par de capítulos después de describirnos cómo funcionaba, pásmense, el motor hidráulico que se jactaba de haber inventado.

Herón nos revela que la base del altar del famoso templo egipcio estaba hueca, y que por ella discurría un tubo que desembocaba en una esfera cerámica subterránea, llena hasta la mitad de agua. De la esfera partía un segundo conducto, un sifón que la conectaba con otro recipiente subterráneo, un cubo que también estaba medio lleno de agua, y que colgaba de un sistema de poleas y contrapesos engranado con las puertas del templo. El dispositivo entero era, como pueden ustedes suponerse, perfectamente estanco. milagros3De tal manera que, cuando se calentaba la piedra del altar, explica pacientemente Herón para quienes no hayan comprendido todavía el mecanismo, el aire caliente que había dentro del tubo se expandía, empujando el agua de la esfera a través del sifón hacia el cubo, que, al llenarse, por la simple ley de la gravedad, accionaba el sistema de poleas y abría las puertas del templo. Evidentemente, cuando el altar se enfriaba se producía el efecto contrario: el aire de dentro del tubo volvía a contraerse, y el sifón absorbía hacia la esfera parte del agua del cubo, que al perder peso permitía que las puertas volvieran a cerrarse. Sencillo, pero eficaz. Por mucho que Herón lo negara, un milagro en toda regla.

Y no me digan ustedes que no era un milagro. Si quieren, un milagro de la ciencia moderna, o de lo que sus contemporáneos seguro que entendían como ciencia moderna, pero un milagro al fin y al cabo. Piénsenlo. Estamos en el País del Nilo, en el siglo I de nuestra Era. Un pensador alejandrino, que escribe y reflexiona en griego aunque responde ante las autoridades romanas (y que vaya usted a saber a quién rezaba, si es que le rezaba a alguien), logra penetrar hasta tal punto las leyes de la física como para inventar y explicar mecanismos como ese. O como un estanque sacrificial que fluye únicamente si se le arrojan monedas, o como un autómata capaz de tocar una trompa. Su tratado, la Neumática, no tiene desperdicio. Es, desde mi punto de vista, un milagro en sí mismo.

Como un milagro era que los sacerdotes de aquel templo hubieran diseñado el artefacto, o siquiera hubieran contratado a alguien capaz de hacerlo. Ignoramos si todos ellos eran unos cínicos mentirosos, embaucadores de la multitud, o si la mayoría actuaba tan solo como cándida comparsa de, imaginémoslo, un maquiavélico y malvado sumo sacerdote, único conocedor de lo que se cocía, literalmente, bajo el altar. Posiblemente ni una cosa, ni otra. A saber. Pero por aquellas mismas épocas en los santuarios de media Europa continuaba escudriñándose el futuro en las vísceras sanguinolentas de los prisioneros recién sacrificados. Que en nuestro templo egipcio se estuvieran aplicando estos avances científicos era, si lo piensan ustedes, todo un milagro.

milagros4Como un milagro fue, reconozcámoslo, la propia civilización del Nilo. Un territorio cenagoso situado entre dos desiertos, hendido por un río fétido e infestado de cocodrilos que periódicamente se desbordaba y enfangaba cualquier resquicio de terreno habitable. Una región en la que, sin embargo, mientras los habitantes de nuestra querida Península Ibérica se devanaban los sesos intentando fabricar útiles de cobre con piedras de un color especial, los egipcios levantaban pirámides y extirpaban tumores, comerciaban con medio mundo y escribían poesía. Y lograban que las puertas de los templos se abrieran solas, aterrorizando al gentío de enfervorecidos devotos.

Como un milagro fue, en fin, conseguir que en medio de aquel lodazal de proporciones colosales millones de individuos accedieran a romperse el espinazo día tras día, mes tras mes, cultivando y recolectando cereal, tallando y arrastrando piedras, peleando y muriendo por los caprichos de un rey que se decía dios, o como mínimo protegido del dios. Sin duda, todos esos doctos sacerdotes e ingenieros, y también sus puertas que se abrían solas, tuvieron mucho que ver en la plasmación de semejante milagro. Que seguramente fue el mayor de todos.

En fin, ya no me alargo más. Tan solo permítanme que levante un momento los ojos de mi pantalla y les interrumpa, rompiendo acaso el silencio sepulcral del vagón con una tímida pregunta: ¿alguno de ustedes sabe cómo funcionan, cómo funcionan en realidad, estos complicadísimos, casi diríase que milagrosos, aparatejos que tenemos entre manos?

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Himnos

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A veces, solo a veces, el mundo resplandece.

Contaba el Bardo que, cierta mañana, las hijas de Céleo y Metanira, los altivos señores de Eleusis, bajaron a recoger agua de la fuente y se toparon con una anciana que tomaba el fresco a la sombra, apoyada en el brocal. La vieja iba sucia y harapienta, y el sol del camino había curtido su ya ajada tez. Tenía la mirada ausente, triste. Pero algo brillaba en su interior. Las muchachas lo percibieron, supieron de inmediato que la desconocida era alguien especial, y no tardaron en asediarla con inocentes sonrisas y sinceras caricias. Ella se dejó querer. Nada les dijo sobre su pasado, pero sí que buscaba trabajo para no morir de hambre y soledad.anquises2 Y las doncellas la llevaron a su casa, donde un bebé, el heredero de Eleusis y hermano de todas ellas, acababa de venir al mundo. Metanira, la madre, acogió con reservas a la recién llegada, pero por una vez confió en el criterio de sus entusiasmadas hijas. Y así la misteriosa anciana pudo instalarse en palacio. 

Pasaron los meses. El niño, Demofonte, se criaba radiante y lozano. Tanto que su madre ni siquiera se preocupó cuando el pequeño comenzó a rechazar sus pechos: imaginó que su vieja aya lo habría entregado al regazo de alguna nodriza del pueblo. Sus gorgoritos y muecas llenaban la casa de alegría. Y no dejaba de crecer. Florecía hermoso, sorprendentemente hermoso. Pese a todo, algo nublaba el ánimo de Metanira. Había algo raro en su niño. Por eso, comenzó a no quitarle ojo. Una noche, la madre, desvelada, se deslizó silenciosa hacia los aposentos del crío. No le encontró, ni tampoco a la anciana, allí no había nadie. Pero unas extrañas luces se filtraban por la ventana. Asomándose, la señora de Eleusis no pudo reprimir un grito de terror. Una hoguera ardía en mitad del patio, y su niño estaba dentro. La enigmática anciana permanecía al lado del fuego, con una sonrisa.

Cuando todos los habitantes de palacio se precipitaron fuera, oportunamente pertrechados de cubos de agua y con las espadas desnudas para cebarse sobre la vieja, lo único que encontraron fue al niño tumbado sobre las losas de mármol, llorando pero totalmente ileso. Su anciana nana había desaparecido, y no había rastro de la hoguera. Pero por primera vez en mucho tiempo hacía frío, mucho frío, en Eleusis.

Tanto frío hizo durante años en aquel reino que, cuando tiempo después una criada de palacio enfermó y aseguró entre delirios que aquellos salones habían acogido a la diosa Démeter, y que esta, desgarrada por la pérdida de su propia hija a manos del lúgubre Hades, había volcado sus cariños de madre y su magia divina sobre el pequeño Demofoonte, más de uno la creyó. anquises3Quizá fuera verdad, quizá solo el ensueño de una moribunda. En todo caso, ya era tarde. La anciana nunca volvió a aparecer por allí. Y Demofoonte siguió creciendo, sí, pero durante toda su vida su corazón se vio turbado por un misterioso anhelo. Un anhelo que nunca fue capaz de verbalizar.

Mejor suerte, solía añadir nuestro Bardo en sus historias, corrió el joven Anquises. Anquises era un pastor del monte Ida, aún mancebo. Nunca había descendido de aquellos intrincados montes, mas su tierno atractivo era ya célebre en toda la comarca. Pues bien, aquel día Anquises se había quedado en el aprisco, tocando la lira para entretenerse, mientras sus compañeros ascendían a los pastos para atender a las rollizas vacas del señor del lugar. Fue entonces, a media tarde, cuando entre los cercados apareció una muchacha. Olía a nardo desde la distancia, y llegaba acompañada de varios perros, que la seguían mansamente sin enredarse entre sus pies. Pero aquello no era lo más sorprendente. Caminaba engalanada como una señora, cargada de joyas y costosos ropajes, y sus cabellos flotaban con el aire de la montaña. Nunca antes se había visto a una mujer así por aquellos lares. Pero, sobre todo, era hermosa. El sol se había quedado tan prendado de su figura que todo lo demás parecía empalidecer a su paso. Tenía una belleza tal que, en cuanto la joven entró en una de las cabañas de pastores y le lanzó una mirada para que la siguiera, a Anquises se le nubló el entendimiento.

En cuanto el pastor penetró por aquella puerta desvencijada, todo se hizo confuso. La joven le aguardaba ya desnuda. Pero era difícil seguirla. Tan pronto parecía estar recostada en el jergón, mirándolo sonriente, como se la encontraba tirando de él hacia la cama, o incluso ya fundida con él en un ardiente, ávido abrazo. anquises4En la angostura del chamizo, todo fueron caricias desordenadas, besos, sudor, fragancia, algún mordisco, ni un solo ruido. Anquises no sabía muy bien lo que pasaba, pero por un momento, eufórico, se sintió un dios.

Mas enseguida todo aquello terminó. Y, para su sorpresa, la desconocida no se arrebujó en sus brazos adormecida, sino que de inmediato se incorporó, sin mirarlo siquiera, y comenzó a vestirse. Y entonces, por primera vez, la vio. La vio de verdad, no como antes. Y se le cortó la respiración. La muchacha era tan alta que, al levantarse, se había dado con la cabeza en el techo. Y era hermosa, sí, pero su hermosura no reflejaba la luz del sol, como había creído allá afuera, sino que la emitía. Iluminaba la cabaña entera. Acababa de copular con una diosa. Y sabía que aquello no estaba permitido por las leyes humanas y divinas. Que, para un mortal como él, aquel atrevimiento equivalía a haber sellado un destino que no podía por menos de ser trágico.

Sus instintos, su educación, su cerebro, todo le apremió a salir corriendo de allí, o bien a arrojarse a los pies de la terrible, tramposa y tentadora divinidad, implorando su clemencia. Pero, en vez de ello, no pudo por menos de extender una mano y acariciar, con ternura, una última vez, la mano de la diosa cuando esta ya se disponía a marcharse. Aquel extraño encuentro había merecido la pena. La bella y caprichosa Afrodita sintió la caricia, se volvió y, cuando contempló al todavía confuso efebo, comprendió y apreció el gesto. Quizás con él pudiera hacerse una excepción. Y Afrodita se desvistió y volvió a meterse en la cálida cama. El nacimiento de Eneas, el rapto de Helena, la ira de Aquiles, la destrucción de Troya, la fundación de Roma, el Imperio, todo aquello podía esperar. Anquises merecía la pena, y se estaba bien en aquella cabaña.

Porque a veces el mundo resplandece, y casi nunca nos damos cuenta. Solo algunos afortunados tienen los ojos abiertos, y saben apreciarlo cuando sucede.

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La cría de la morena

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Entre los últimos años de la República y los primeros del flamante Imperio, parece ser, proliferó entre el patriciado romano una afición ciertamente peculiar. En algo se tenían que entretener esas acaudaladas y bizarras familias aristocráticas que durante largos períodos se ausentaban del fragor del combate político en la ciudad, o de la mucho más tranquila y saludable vida en el frente de batalla. Largos períodos durante los cuales descansaban en sus soleadas villas diseminadas en torno a la bahía de Nápoles, entre vastas viñas, hermosos paseos porticados y decenas de manantiales de aguas termales.morena2 Lejos de las epidemias que asolaban Roma en verano, o del hambre y las turbas que devastaban sus calles en invierno. El Vesubio todavía descansaba tranquilo; faltaban algunas décadas para que todo aquel mundo napolitano desapareciera bajo toneladas de ceniza.

Pues bien, se dice que fue en aquellos cortijos campestres donde se pusieron de moda las piscifactorías. Las primeras fueron sencillas piscinas de cemento y mármol en las que se criaban suculentas ostras, manjar enormemente cotizado entre lo más granado de la sociedad romana. Su precio se disparó cuando, durante lo más crudo de la Guerra Social, los ejércitos levantados contra Roma dificultaron las comunicaciones por Italia y los novedosos viveros que Sergio Orata acababa de construir en su villa de descanso abastecieron las mesas de todos sus vecinos. Pero las ostras no eran divertidas, un molusco difícilmente puede serlo, y aquellos lujosos estanques pronto se poblaron con otras especies mucho más entretenidas. Según Plinio, Licinio Murena fue el primero que crio peces en sus predios veraniegos, aunque Cayo Hirrio fue quien popularizó el entusiasmo por las morenas. morena5Lucio Licinio Lúculo, viejo lugarteniente de Sila y reputado conservador, fue ridiculizado en cierta ocasión por Pompeyo, pues, poco antes de que las Guerras Civiles entraran en su máximo apogeo, Lúculo invirtió buena parte de su fortuna en horadar un monte para que el agua marina regara sus viveros de morenas; “Jerjes togado”, le llamó Pompeyo para hilaridad de la concurrencia, lo que no obstaba para que cada noche la mesa de Pompeyo se abasteciera con los monstruosos peces napolitanos. Y también la de César: se cuenta que, cuando el dictador quiso ofrecer un banquete a toda Roma para celebrar su victoria sobre Pompeyo y la muerte de su rival, hizo traer seis mil morenas de los estanques de Hirrio. La hormigueante caravana de carretas se extendió durante kilómetros entre la llanura campana y la capital del mundo.

Y es que los romanos encontraban apetitosa la carne de aquellos grandes peces, pero sobre todo les encantaba su monstruoso aspecto. Sus grandes cuerpos de serpiente, su gelatinosa piel sin escamas, sus ojos bizqueantes de mirada atolondrada y sus horripilantes dientes suscitaban las simpatías de aquellas familias acaudaladas. Quizá también su extraordinaria longevidad, pues se cuenta que, criadas en cautividad y mimadas hasta lo indecente, algunas de aquellas bestias vivieron casi un siglo. De manera imperceptible, terminaron convirtiéndose en mascotas. En mascotas especialmente queridas. morena3De Hortensio, el famosísimo abogado, se cuenta que hubo quien le vio llorar a escondidas cuando murió una de sus morenas preferidas, y que la mandó enterrar junto a su hija, fallecida poco antes. En público, con grandes alardes de pena, lloró Craso, el más opulento de los acaudalados plutócratas romanos en una época de guerra y hambre, y cuando Ahenobarbo se lo echó en cara Craso se limitó a espetarle: “Yo lloro a una bestezuela, sí; tú, que has enterrado a tres esposas y no has llorado por ninguna, no puedes entenderme”.

Del propio Craso se decía que había logrado amaestrar a sus morenas para que, a su llamada, emergieran del agua y tomaran delicadamente los manjares que su dueño les ofrecía con sus propias manos. Antonia la Menor, hija de Marco Antonio y Octavia y mujer de Druso, gustaba al parecer de compartir sus joyas con su morena preferida, a la que llegó engalanar con unomorena7s pendientes de piedras preciosas y varios de sus más preciados collares, para regocijo de la muchedumbre de labriegos y ganapanes que de tanto en tanto acudían a la villa para observar el espectáculo. Mucho menos simpáticas, por el contrario, eran las lampreas de Vedio Polión, uno de los amigos más íntimos de Augusto. También él amaestró con tesón a sus mascotas acuáticas, pero con un fin distinto: aquellos horripilantes seres no solo devoraban todo lo que era arrojado a su estanque, sino que, por lo visto, sentían especial predilección por la carne humana, y una sádica afición por convertir a los infortunados esclavos que caían en su poder en una nube de sangre y pequeños fragmentos flotantes antes de empezar siquiera a comérselos.

Medio siglo después, Nerón removió cielo y tierra para apoderarse de las tristemente famosas lampreas de Polión. Y lo consiguió. Pero nadie sabe, o nadie se atrevió a contar, lo que sucedió en aquella villa cuando Nerón se convirtió en su propietario.

Ese mundo fue el que desapareció bajo las cenizas del Vesubio. O quizá no del todo. Desaparecieron los monstruosos peces, sí. Pero no sus altivos propietarios. Orgullosos dueños, al fin y al cabo, del mundo.

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