Duelo a garrotazos
Mayo de 1808. Hasta el pintor José de Madrazo, que a la sazón llevaba dos años estudiando en la Academia de San Lucas, en Roma, llegaba la noticia de los levantamientos populares contra José I Bonaparte. Poco tiempo después, a Madrazo se le comunicaba también que la pensión del gobierno español que sufragaba su estancia en Roma quedaba cancelada debido a la guerra en ciernes. Una situación (la situación política española, me refiero, no la precaria situación económica en la que quedaba el pintor, expatriado y sin ingresos; un artista nunca repara en esas cosas), una situación, decía, frente a la que Madrazo no tardó en reaccionar. Antes de que terminara siendo encarcelado en el Castel de Sant’Angelo por su oposición al régimen napoleónico, tuvo tiempo de terminar la que sería una de sus primeras obras maestras, La muerte de Viriato. Hablo de un enorme lienzo neoclásico que nos presenta al caudillo lusitano en su sombrío lecho de muerte, rodeado por sus abatidos amigos y compañeros. Pero en el otro extremo de la escena aparece un punto de esperanza: los cortinajes se abren al paso de una pareja de guerreros que, abrazados entre sí, enarbolan sus espadas, conjurándose para continuar con la resistencia frente al invasor pese a la ausencia de su capitán. Una idea más que apropiada para la España del momento, huérfana de rey legítimo aunque en guerra abierta contra el invasor francés. Una idea preciosa, sí, si los españoles no se hubieran terminado uniendo para luchar contra el gobierno ilustrado napoleónico (“liberté, egalité, fraternité”, recuerden) y reponer en el trono a nada menos que Fernando VII, de funesto recuerdo.
¿Pero qué había sucedido realmente a la muerte de Viriato? Cuenta Apiano, famoso historiador romano, que Viriato fue traicionado y apuñalado por tres de sus partidarios en 139 a.C.; y que durante sus funerales, al pie de la enorme pira cineraria, sus cuatrocientos guerreros más valientes batallaron entre sí en un feroz combate a muerte con el que pretendían honrar la memoria de su líder. Bonito homenaje, sí señor. Incluso si esos combates guardaban realmente un hondo sentido ritual para los lusitanos (así lo defienden algunos historiadores, y seguramente con toda razón), ilustran a la perfección la situación en la que quedaba la resistencia lusitana. No solo los asesinos de Viriato desertaron del ejército y se pasaron al bando romano. Las ciudades que habían apoyado a Virirato defeccionaron por doquier, cada uno trató de hacer la guerra por su cuenta, y el caudillo Táutalo, que finalmente consiguió hacerse con las riendas de lo que quedaba del ejército de Viriato, permitió que sus hombres fueran masacrados en una serie de ataques de pretendido sentido simbólico pero sangrientos resultados. La oposición lusitana frente al invasor romano finalizaría tan solo un lustro después.
Aunque contamos con otros ejemplos de esta supuesta tradición hispana. La tradición de liarse a garrotazos entre los antiguos aliados cuando la cosa se pone fea, digo. Retrotraigámonos al año 206 a.C. El general romano Publio Cornelio Escipión acaba de derrotar a los cartagineses en Ilipa (Alcalá del Río, Sevilla), y con esa victoria ha decantado definitivamente a su favor la guerra en el campo de batalla hispano. Los cartagineses no tardarán en verse obligados a evacuar Hispania, y aunque Aníbal aún continúa combatiendo en Italia, la Segunda Guerra Púnica parece próxima a concluir, como de hecho así fue, con una aplastante victoria romana. En lo que a Hispania respecta, podemos considerar que se ha dado el pistoletazo de salida a la conquista romana de la Península Ibérica. Escipión quiere festejarlo. Por ello vuelve con sus legiones a Cartagena y, con la coartada de celebrar los funerales de su padre y de su tío, muertos en combate cinco años antes, convoca a los jefes de las distintas tribus iberas para que acudan a jurarle lealtad. Y lo consigue, sin duda. Las familias aristocráticas de cada pueblo, ciudad y aldea de Iberia concurren a rendir pleitesía al general y, ante sus ojos, en supuesto homenaje a los romanos fallecidos, se enzarzan en una serie de duelos, algunos de ellos a muerte, que dejan estupefactos a los espectadores romanos. De nuevo entra en escena el supuesto ritual funerario del que hablan los historiadores. Pero de nuevo nos encontramos con una misma y triste realidad, como si de una tradición, en efecto, se tratara: en los momentos en que las circunstancias parecen agravarse hasta límites insospechados, los distintos capitanes se dedican a masacrarse entre sí, dirimiendo aquí una antigua rencilla, allá quién ha de gobernar sobre su aldea con el beneplácito de Roma, acullá quién debe sentar sus posaderas en el sillón de turno (¿he dicho sillón? Perdóneseme el anacronismo, qué despiste). Como si el país no tuviera otros problemas, como si los romanos no estuvieran a las puertas de Hispania.
No es de extrañar que Goya incluyera ese fresco entre sus peores pesadillas.