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El nuevo ministro

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En realidad, nadie en el Valle esperaba demasiado del nuevo rey. Quizás ese fuera el auténtico problema. Hijo ilegítimo de su padre fallecido, quien de hecho había procurado siempre mantenerle apartado del trono, fue coronado solamente tras el asesinato de su hermanastra a manos del sobrino de esta, que al punto fue linchado por la multitud. Los nobles, en fin, faltos de ningún candidato mejor al que endosarle la gestión y salvaguarda de la cosa pública, hubieron de recurrir a él. Y así, por esta burda carambola del destino, se convirtió en monarca el hombre que pasaría a la posteridad con el sobrenombre de “El Flautista”.

ministro2“El Flautista”, en efecto. Sus célebres antepasados eran recordados con apodos acordes a sus hazañas, tales como “El Salvador”, “El Generoso” o “El Glorioso”. Ellos habían sido los fundadores de la dinastía, los descendientes directos de aquellos antiguos héroes cuyas conquistas habían alcanzado las fronteras mismas del Indostán y las aguas del mar Caspio, los mismos que habían humillado a emperadores, reyes y sátrapas y habían acogido en sus cortes a los grandes filósofos, cronistas e ingenieros de todo el orbe. Pero a Tolomeo XI, desde muy pronto sus súbditos egipcios comenzaron a llamarle simplemente así, “El Flautista”, y con ese mote se quedó. Al parecer, lo único que le llamaba la atención a la gente era su afición por aquel instrumento, una afición a la que daba rienda suelta durante sus ratos de asueto, que, a decir verdad, eran casi todos. El soberano, a fin de cuentas, se mantenía básicamente desocupado. Procuraba alimentar una actitud amigable y cercana con sus súbditos, pero en realidad era un joven desdeñoso y altivo, al que en el fondo tanto le daban los asuntos del reino, siempre y cuando los ingresos patrios bastaran para sufragar su placentero tren de vida.

Y así pasaron los años en Egipto, sin que apenas nada cambiara. Las crecidas llegaban cada año garantizando la pingüe prosperidad del lugar y la mediocre subsistencia de sus habitantes. Las cosechas germinaban, crecían y se recogían, los graneros se llenaban y se vaciaban, los comerciantes visitaban el Valle con sus barcos repletos de mercancías y se marchaban convencidos de haber cerrado buenos tratos, y de tanto en tanto las procesiones y los festivales sagrados sacaban a la población de su inercia cotidiana. Entretanto, los vecinos continuaban peleándose entre sí por las lindes de sus tierras, los cocodrilos devoraban a los paseantes más incautos, ministro3los mosquitos infestaban los suburbios (cada vez más extendidos), y la malaria segaba indiscriminadamente vida tras vida. Pero, cada año, el Nilo volvía a crecer por obra y gracia del dios rey, y cuando sus aguas se retiraban la tierra regalaba una vez más a la población sus generosos tesoros, ofreciéndoles un atisbo de una opulencia de la que solo disfrutarían en una mínima, exigua, parte.

Pues bien, sucedió que, en determinado momento, es difícil precisar cuándo, se difundió el rumor por el Valle de que el monarca todopoderoso había colocado al frente del tesoro y de las finanzas del reino a un nuevo ministro. Cierto es que, de un tiempo a esa parte, algunos egipcios venían intuyendo que sus raciones menguaban, que el Estado cada vez les exigía mayores impuestos y trabajos, y que la conservación de los diques y los caminos empeoraba a ojos vistas. Pero sus impresiones no pasaban de ahí, y pronto quedaban anegadas, literalmente, por la nueva crecida del Nilo. Nunca a nadie se le había ocurrido imaginar que el reino estaba en declive (cómo podía estarlo, pensaban, cuando funcionaba prácticamente solo, por inercia, independientemente de su soberano el Flautista), y mucho menos que aquel declive pudiera estar relacionado con la llegada de un nuevo ministro.

ministro4Lo que soliviantó a muchos, empero, fue la identidad del nuevo ministro, que no tardó en trascender. Se llamaba, al parecer, C. Rabirio. No todo el mundo sabía a qué aludía esa ce punto que antecedía a su nombre, pero lo que sí que era de todos conocido era que se trataba de uno de los principales benefactores del rey, al que, a lo largo de toda su vida, había prestado a título personal cantidades ingentes de dinero. Un dinero que, al parecer, ahora se estaba cobrando con creces gracias a la gestión de las arcas públicas.

Por fortuna, El Flautista fue sensible al malestar de su pueblo y al cabo de apenas año y medio cesó a C. Rabirio, sustituyéndolo por un nuevo ministro cuyo nombre, de hecho, ni siquiera llegó a trascender más allá del palacio real de Alejandría. Los egipcios, en fin, pudieron regresar despreocupados a sus quehaceres diarios en los fangales del valle. El Nilo, año tras año, continuaría desbordando de prosperidad al Valle, y ellos continuarían subsistiendo, despreocupados.

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