gcardiel

Un mal disimulado gesto de desprecio

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Hoy voy a hablarles de una estela funeraria. Una lápida, pero no la de ningún rey, ningún sacerdote ni ningún gran héroe. La estela a la que me refiero señalaba la sepultura, pásmense, de un toro. Me refiero al monumento funerario del toro Bujis, encarnación en nuestro mundo del dios Montu. O, mejor dicho, de uno de los sucesivos toros Bujis. Y es que los sacerdotes de Hermontis consideraban que el dios Montu tenía por costumbre materializarse en uno de los toros del rebaño apacentado en el santuario, el toro Bujis, cuya solemnidad y prestancia le delataban entre sus compañeros desprecio2no divinos. Una vez descubierto, el toro Bujis era separado de las demás bestias y criado y alimentado con reverencia, pues, en su condición de dios en la tierra, recibía el culto de las gentes del lugar. Cuando fallecía, se le colocaba una máscara de oro, se le extraían las entrañas a través del ano (pues ningún escalpelo debía mancillar la carne de un dios) y se le momificaba con sumo respeto antes de darle una suntuosa sepultura. Acto seguido, los sacerdotes de Hermontis recomenzaban la búsqueda del nuevo toro Bujis.

Pero el toro Bujis al que me refiero fue, a todas luces, singular. Y es que, a diferencia de sus antecesores y sucesores, él no fue descubierto por los sacerdotes de Hermontis, sino por la propia soberana. Cleopatra VII, reina del Alto y del Bajo Egipto, Isis rediviva, abandonó su palacio de Alejandría para remontar el Nilo más allá de Tebas, hasta Hermontis, donde su insuperable intuición le permitió discernir en qué res se había encarnado esta vez el dios Montu. Eso es lo que nos cuenta la estela funeraria a la que me refería. No tanto las virtudes excepcionales del toro ni las gestas que llevó a cabo en vida, que sin duda las hubo, ni el cariño que le tenían sus parientes y amigos bovinos, que acaso podamos dar por evidentes, sino su providencial descubrimiento por la reina.

Lo que no nos relata la estela, aunque puede que las deje entrever, pues, a buen entendedor, pocas palabras bastan, son las circunstancias del viaje que condujo a Cleopatra desde su palacio en Alejandría hasta las regiones meridionales del país. Imaginémonos a una Cleopatra que todavía no ha conocido a César y que apenas ha entrevisto de lejos a Marco Antonio; una Cleopatra que recién ha cumplido dieciocho años y que acaba de heredar el trono egipcio. O, al menos, a eso aspira. Porque el testamento de su padre recién fallecido, Tolomeo XII, estipula que el reino ha de ser gobernado conjuntamente por ella y por su hermano de diez años, desprecio3Tolomeo XIII, en torno al cual no han tardado en congregarse toda una caterva de astutos funcionarios deseosos de quitarse de en medio a Cleopatra. Pero ella, que tampoco es necia, está dispuesta a jugar bien todas sus bazas. Y por eso no ha dudado en abandonar su confortable palacio alejandrino, los lujos y el boato de su corte helenística, para embarcarse en un interminable e incómodo viaje de mil kilómetros Nilo arriba, entre el implacable sol, la asfixiante humedad y el pútrido hedor de las orillas. Será ella quien descubra al nuevo toro Bujis, demostrando así a su pueblo que no es una vulgar niña malcriada, como su hermano, sino que está dispuesta a cumplir con las tradiciones ancestrales y velar por el bienestar de su pueblo.

Lo que tampoco relata la estela es que ahora, cuando Cleopatra se aproxima ya por fin a Hermontis, el populacho egipcio, ese con el que Cleopatra aspiraba a congraciarse, se arremolina en torno a las orillas para contemplar a su reina. Andrajosos, mal vestidos, muchos de ellos deformes, y seguramente tan pestilentes como el cieno en el que hunden las rodillas. La reina no ha visto nada parecido a lo largo de su todavía corta vida. Y les saluda desde la cubierta de su barco, disimulando a duras penas un gesto de desprecio.

Lo que tampoco relata la estela es lo que piensa toda esa muchedumbre que se arracima en torno al Nilo para contemplar a su joven reina. Desde mucho tiempo atrás, ningún faraón ha remontado el río hasta tan lejos. Generación tras generación, la gente de Hermontis ha cultivado sus tierras, ha pagado sus impuestos, ha servido en los ejércitos estatales y ha adorado al toro Bujis en el templo de Montu, sin tener nunca la oportunidad de conocer a sus gobernantes. Unos gobernantes que son dioses, que son engendrados por dioses y que, a su muerte, se unen a los dioses para desprecio4garantizar el bienestar del mundo. Y ahora contemplan a aquella niña escuálida, abrasada por el sol del desierto, casi oculta por sus ostentosos ropajes, saludando tímidamente desde su barca, y apenas pueden ocultar un rictus de desprecio.

Y lo que de ninguna manera relata la estela es la impresión que Cleopatra causa en el toro Bujis cuando lo descubre. Apenas llega aquella niñita a la pradera aledaña al templo, mira dubitativamente al rebaño y le señala a él con un ademán que pretende ser firme. Por alguna razón, la bestia la desprecia en cuanto la ve. Pero no tiene oportunidad de desairarla dándose la vuelta y encaminándose hacia otra parte. De inmediato, un grupo de sacerdotes se abalanzan sobre él para separarlo de sus hermanos, privarle de la hierba fresca y enclaustrarlo en un templo, donde no tardan en engalanarlo con todo tipo de zarandajas y potingues. Aquella chicuela le ha destrozado la vida.

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