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El exiliado

alcibiades1

Cuenta Plutarco que Alcibíades, hijo de Clinias y sobrino de Pericles, fue un excelente político, el más influyente de cuantos guiaron el timón de Atenas durante la fase decisiva de larga Guerra del Peloponeso. Y es que no solo contaba Alcibíades con una formación espléndida, recibida a los pies del filósofo Sócrates, de quien durante muchos años se dijo discípulo predilecto; era además un decidido partidario de la democracia, postura a la que no renunció ni por su alta alcurnia ni por su inmensísima fortuna, y que continuó defendiendo durante toda su vida, pese a los malintencionados embustes de sus muchos detractores. Y, además, sabía hablar con aquel tono afable tan característico suyo, un tono que de inmediato hacía empatizar a las masas.

alcibiades2Alcibíades irrumpió en la escena política ateniense durante la paz de Nicias, la tregua que había abierto un paréntesis en la guerra que devoraba el mundo griego desde hacía décadas. En aquellos años, se labró un nombre como firme defensor de la causa democrática frente a quienes pretendían transigir con la aristocrática Esparta. Y esto fue lo que le llevó a promover la expedición a Sicilia, la más ambiciosa aventura militar en la que se había embarcado nunca Atenas. Pero el caso es los preparativos de la expedición quedaron emborronados por un turbio escándalo con implicaciones religiosas y políticas, en el que salieron a relucir algunos devaneos extramatrimoniales y no pocas amistades poco recomendables del carismático Alcibíades. Al poco de zarpar la flota hacia Sicilia, figurando Alcibíades entre sus generales, la asamblea ateniense ordenó el retorno de este para ser interrogado y juzgado. Pero Alcibíades no regresó: desapareció como por ensalmo y, pocos días después, reapareció solicitando asilo nada más y nada menos que en la mismísima Esparta.

Pese a que todo el mundo conocía sus firmes convicciones políticas, los espartanos le acogieron y le proporcionaron un cómodo refugio, que Alcibíades supo agradecer como correspondía asesorándoles en la reanudación de la guerra contra Atenas. Mas aquel retiro duró poco, pues no tardó en divulgarse un nuevo infundio, según el cual Alcibíades frecuentaba a la esposa de uno de los monarcas espartanos, que además había dado a luz pese a la prolongada ausencia de su marido. Para prevenir males mayores, y reacio a emborronar la relación de amistad establecida con quienes tan generosamente le habían acogido en tierra extraña, de nuevo Alcibíades optó por partir, en este caso rumbo a Persia, donde, pese a la acendrada enemistad entre griegos y persas, supo ganarse la confianza del sátrapa local, prestándole alcibiades3también a él sus servicios como asesor. Gracias a los contactos que todavía mantenía en la ciudad, gracias a su dinero convenientemente canalizado y a sus discursos, Alcibíades consiguió entonces frenar un golpe de estado antidemocrático que se había puesto en marcha en Atenas. Y aquello permitió que su causa fuera sobreseída, y que el genial político doblemente exiliado pudiera regresar una vez más a su patria.

Alcibíades abanderó entonces algunas de las victorias militares más resonantes de cuantas logró Atenas en aquella guerra. Las flotas atenienses se enseñorearon de nuevo del Egeo. La ciudad estaba cada vez más empobrecida y falta de soldados, es cierto, pero los contactos que Alcibíades sabiamente mantenía en medio mundo le proporcionaban a Atenas todo lo que necesitaba para poder mantener el esfuerzo bélico. Y vaya si lo hizo. Durante un tiempo. Durante un tiempo porque la generosidad de Alcibíades, como no podía ser de otro modo, suscitó envidias. No entre el pueblo, que escuchaba sus discursos con ilusión y le apoyaba de manera unánime, sino entre el puñado de demagogos maledicentes que consideraban que todo lo que quería Alcibíades era enriquecerse a costa del Estado. La opinión de estos últimos, sin embargo, prevaleció, y aprovecharon una pequeña derrota naval de Alcibíades frente a las costas de Asia Menor, anecdótica en el transcurso de la guerra, para enjuiciarle.

alcibiades4No hay duda de que la ejecución de Alcibíades hubiera supuesto un duro mazazo para la moral ateniense en aquella última etapa de la guerra. Inevitablemente, su muerte hubiera enfrentado a los demócratas contra los que no lo eran tanto, y aquello hubiera precipitado la debacle. Estas consideraciones, y ninguna otra, fueron las que empujaron a Alcibíades a adelantarse una vez más a sus enemigos, escabulléndose de la justicia ateniense y reapareciendo inesperadamente en Tracia, donde, al parecer, y para sorpresa de muchos, era dueño de vastas propiedades.

Y allí permaneció, por cierto, hasta el final de la guerra, exiliado, observando atento el rápido transcurrir de los acontecimientos. No tuvo empacho alguno en prodigar sus consejos a quienes se los solicitaron, ni cesó nunca de mandar benevolentes misivas a los leales atenienses que demandaron una y otra vez su vuelta. Pero esta ya nunca se produjo. Los intransigentes enemigos de Alcibíades nunca depusieron su actitud, y a buen seguro se hubieran cebado sobre él en cuanto hubiera puesto un pie en el Pireo.

Cuenta Plutarco que en cierta ocasión alguien le preguntó a nuestro protagonista si es que no confiaba en Atenas, a la que tantas y tantas veces había salvado de sí misma. Y que su respuesta, que no puede dejar indiferente a nadie, fue la siguiente: “En las demás cosas, totalmente. Pero, tratándose de mi vida, no confío ni en mi madre”.

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