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Un druida en el senado

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El druida Diviciaco aguardaba impertérrito, el gesto adusto y las mandíbulas apretadas, observando. Observando cómo una miríada de senadores, envueltos en sus ostentosas togas, discutían acaloradamente, en latín, mientras le señalaban sin apenas mirarle. La algarabía de voces y los ademanes desaforados evidenciaban que la cuestión a debatir no era menor. Y no lo era, desde luego. La sesión se iba alargando en la Curia, la luz que penetraba por los ventanucos era cada vez más mortecina, pero, a juzgar por los rostros crispados, las diversas posturas seguían sin confluir en ningún tipo de acuerdo. Le habían prometido que la sesión terminaría con una votación, que el asunto que le había llevado hasta allá, hasta el mismísimo corazón de Roma, se solventaría aquella misma tarde, pero comenzaba a dudar de que terminara siendo así. En cualquier caso, no podía hacer otra cosa que aguardar, callado.

druida2La suya era, desde luego, una estampa insólita, que, sin que él llegara tan siquiera a imaginárselo, sería rememorada durante siglos. En mitad de toda aquella pléyade de senadores furibundos aguardaba él, Diviciaco, druida de los eduos, descendiente de uno de los linajes más reputados de su pueblo, con aliados, clientes y partidarios por toda la Galia Comata. Su sabiduría era célebre en medio continente. Su capacidad para vaticinar el futuro e interpretar las señales de los dioses no tenía parangón en su época. Su gente, el glorioso pueblo eduo, consultaba su parecer a cada momento y acataba ciegamente sus decisiones. Por eso, cuando el germano Ariovisto había cruzado el Rin al frente de sus hordas y había puesto en jaque la supervivencia de los eduos, todo el mundo había recurrido a él para que realizara aquel viaje extraordinario para solicitar la ayuda militar del pueblo romano. Y allí estaba el druida, con su melena encanecida y sucia, su basto atuendo cubierto de polvo y hecho jirones, y aquel aspecto fiero que no desmentía su edad, ni tampoco el gigantesco escudo galo que para sorpresa de muchos había llevado consigo hasta el mismísimo Senado, y en el que había comparecido apoyado durante toda la sesión.

El contraste entre el galo y los centenares de senadores que le rodeaban, y que continuaban discutiendo sobre él y sobre su pueblo sin tan siquiera dignarse a mirarle, no podía ser mayor.

druida4En determinado momento, y aprovechando hábilmente un instante en el que el griterío se había atenuado, Cicerón tomó la palabra y comenzó a declamar el largo discurso que Diviciaco le había visto preparar durante la víspera. En aquella alocución cifraba el druida todas las esperanzas de su pueblo. Es por eso por lo que se había sentido tan indignado cuando, la noche previa, el orador había rechazado con palabras corteses su ayuda para redactarlo. Es cierto que el antiguo cónsul, viejo aliado de su familia, le había acogido cortésmente cuando llegó a Roma y se había comportado en todo momento como un generoso huésped, ofreciéndose incluso a representarle ante el Senado cuando fuera convocado por la Cámara para exponer su caso. Y así estaba haciendo ahora, poniendo todo su empeño en convencer a sus camaradas senadores de la necesidad de enviar un ejército a la Galia Comata para detener a Ariovisto y socorrer a los eduos. Pero era Diviciaco quien conocía como nadie en Roma la realidad gala, quien sabía qué debía hacerse y por qué, y quien tendría que haber tomado la palabra en aquella sesión del Senado.

Su latín no era perfecto, desde luego, pero hubiera bastado. Lo hablaba desde pequeño, como también lo habían hecho sus padres y sus abuelos, y como lo hacían muchos eduos desde que su pueblo se había convertido en aliado de Roma casi un siglo antes.

druida3Por eso le desconcertó tanto la actitud de Cicerón durante la víspera, rechazando su ayuda para escribir aquel discurso. Y también la sugerencia, una sugerencia que terminó convirtiéndose en consigna, que su anfitrión le había hecho aquella misma mañana, cuando ambos se preparaban para acudir al Senado. No solo le recomendó no abrir la boca durante toda la sesión, sino que también le hizo vestir aquellos harapos, puso en sus manos aquel viejo escudo que el orador habría conseguido vaya usted a saber dónde, e incluso ordenó a uno de sus esclavos que embadurnara los cabellos del druida con estiércol. En cuanto se dio cuenta de lo que estaba haciendo el esclavo, desde luego, Diviciaco se lo quitó de encima a empellones y protestó airado, pero Cicerón se negó a ofrecerle agua para limpiarse ni otras ropas mejores, asegurándole que aquel era el aspecto que debía presentar en la Cámara si quería captar la atención de los senadores. Y así había tenido que comparecer Diviciaco ante lo más granado de la aristocracia romana.

Tragándose como podía el orgullo herido, aguardando a que aquellos pintamonas que apenas olían mejor que él dejaran de gesticular ridículamente dentro de sus no menos ridículas togas. Esperando con paciencia a que cesaran de discutir sobre él sin intuir siquiera que el druida estaba entendiendo todo lo que decían, a que y tomaran, por fin, una decisión sobre el futuro de la Galia.

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