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Devastación

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El extraño incidente nos lo narra Cicerón. También Tito Livio y Silio Itálico dieron cuenta de la escena, pero en este caso, como en casi todos, Cicerón parece una fuente de más crédito. Quizá porque, en la Antigüedad, la reputación de las gentes de leyes era mejor que la de los historiadores o los poetas. Vaya usted a saber por qué. Acaso también porque Cicerón fue el único que se molestó en indicar a sus lectores de dónde había sacado la noticia. En concreto, la leyó en las crónicas de Sósilo, un viejo erudito macedonio de finales del siglo III antes de nuestra Era. Un anciano que formó parte del consejo militar de Aníbal. Nada más, y nada menos.

Cuenta Cicerón, en fin, que relataba Sósilo, que en cierta ocasión Aníbal tuvo un sueño inquieto. A pesar de su habitual frugalidad, aquella noche había cenado copiosamente. Y había bebido mucho. En el más absoluto de los silencios, rodeado de sus más leales, se había llevado una y otra vez la copa a los labios de manera mecánica, concienzuda, inmerso en pensamientos que solo él conocía. Enseguida se había retirado a un rincón, bajo copiosas, pesadas y malolientes mantas. Los soldados que velaban el descanso de su general no tardaron en escuchar su respiración entrecortada.

devastacion2El sueño había comenzado bien. Baal Hammón, a quien los romanos ofendían con el nombre de Júpiter, le había mandado llamar y, ante la asamblea de los dioses, en lo alto del monte Safón, le había ordenado llevar la guerra a Italia. Roma debía purgar sus pecados, y él se encargaría de hacérselos pagar muy caros. En sangre. El padre de los dioses incluso le ofreció un guía para indicarle el intrincado camino. Al instante siguiente, la asamblea de los dioses se había desvanecido. Solo quedaban él y su misterioso cicerone, y la negrura fría que envolvía a ambos. Las palabras del otro resonaron nítidas en el fondo de su cabeza mientras avanzaban a tientas. Sígueme sin titubear. Yo te llevaré ante tus enemigos. No mires atrás, no desvíes la mirada o lo pagarás caro.

Nunca nadie fue capaz de seguir semejante consejo. Ni siquiera el mismísimo Aníbal. Unos pasos más allá, volvió la cabeza. Una feroz tormenta resonaba tras él, en la distancia. De cuando en cuando, un rayo rasgaba la temible negrura, revelando un cielo encapotado que amenazaba con precipitarse sobre el mundo. Y algo más. Vislumbró también a una bestia enorme y salvaje. Se trataba de una gigantesca serpiente, cuya sola visión arrastraba a la locura. De algún modo Aníbal supo en el fondo de su corazón que aquella piel brillante rezumaba ponzoña, que aquellos colmillos temibles traían la muerte. El monstruo reptaba lentamente tras ellos, y a su paso los seres humanos y los animales eran aniquilados, las plantas se agostaban, los ríos se secaban e incluso los montes quedaban aplastados.

- Te dije que no miraras atrás.

El guía se había detenido. Las sombras ocultaban sus emociones.

- Lo hice. Miré atrás. ¿Qué sucederá ahora?

- Lo que tenga que suceder. Así debe ser, y así será.

- ¿Quién es ese monstruo?

- Se llama Devastación. Tú lo despertaste. Continúa tu marcha hacia Italia, y te seguirá. Continúa tu marcha, no te detengas, o te destruirá. Continúa tu marcha. Pero ten por seguro que algún día te dará alcance. Y será tu fin.

devastacion3Aníbal se despertó entre sudores fríos. La sensación era todavía más desagradable allá arriba, en los Alpes, donde la gélida noche mordía incluso a través de las mantas. Estaba rodeado de su ejército, sí, pero eso no le tranquilizó. También sus hombres estaban nerviosos. Sus hombres.

Decenas de miles de númidas, de iberos, de celtas, la mayoría de los cuales un par de años antes ni siquiera había oído hablar de Cartago. Una hueste variopinta, mal uniformada, sedienta de botín, de odio contra Roma y de sangre. El día anterior, la mitad de sus mulas de carga se había precipitado por un acantilado, junto con sus escasos víveres. No pasaba ni una sola jornada sin que alguno de sus preciados elefantes se echara entre la nieve para dejarse morir. La sangre de Sagunto aún goteaba de las manos de sus soldados.

Ante ellos, en algún lugar, aún invisible, aguardaba Italia. Desconocedora de lo que se le venía encima. Los dioses tenían razón, ya no había vuelta atrás. Ya no había manera de parar aquello.

La campaña de Aníbal en Italia duró quince largos años. La guerra, diecisiete. Las cicatrices que rasgaron el Mediterráneo tardarían siglos en borrarse.

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