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Los cuatro emperadores

emperadores1

El reinado de Nerón había sido largo en Roma. No inusitadamente largo, pero sí mucho más de lo que nadie hubiera podido pensar cuando aquel joven indolente, del que en el fondo nadie creía que tuviera la inteligencia suficiente para gobernar, había ascendido al poder. Durante sus años al frente del Imperio emperadores2se cometieron todo tipo de fechorías, iniquidades y desatinos: las grandes obras públicas proyectadas en la Urbe resultaron ser un desvarío inservible que enriquecieron a unos pocos pero que la economía del Imperio no pudo permitirse, la gente se quedó sin trabajo, cundió el hambre. Y al final Nerón fue depuesto por la fuerza. Fue el primer emperador en tener que huir de la capital desde que en Roma se había instaurado el régimen imperial casi un siglo antes. Tácito dice al respecto que en aquel momento se desveló uno de los arcanos del Imperio: por primera vez los opositores al régimen repararon en que alguien que no perteneciera a la casta imperial podía alzar su voz y, si tenía los apoyos suficientes, podía poner fin al gobierno del emperador vigente sin tener que aguardar hasta su muerte. Así hicieron con Nerón en el año 68 d.C.

emperadores3Le sucedió Galba, gobernador hasta entonces de la Hispania Tarraconense y uno de los principales artífices de la caída de Nerón, al que había tildado recurrentemente de administrador corrupto, cuyos vicios y delitos, decía Galba, le incapacitaban para seguir gobernando. No bien hubo acudido a Roma, no obstante, el nuevo emperador se olvidó de buena parte de sus antiguas promesas y dio rienda suelta a su avaricia y a su gusto desmedido por la buena vida. No hubo beneficio, sostienen los historiadores, que no vendiera a cambio de riquezas, vejación a la que no sometiera a su supuestamente tan venerado pueblo de Roma, ni desaire contra el ejército que el nuevo emperador titubeara en cometer. Muy pronto se vio privado de todos y cada uno de los apoyos que lo habían aupado al poder. Y el principal de entre todos ellos, otro antiguo gobernador hispano, Otón, le traicionó y lo mandó asesinar. Sietes meses habían mediado entre su coronación y su muerte.

Otón, por conveniencia, había renegado en su momento del pérfido Nerón, pero en cuanto se vio en el trono recuperó la política fiscal predatoria de aquel, su megalomanía urbanística y su beligerancia contra el más mínimo atisbo de oposición. Es más, aunque la opinión mayoritaria en Roma era la de que había que negociar una salida pactada frente a los generales que se habían puesto en pie de guerra en el norte, Otón emperadores4no dudó un momento en lanzar contra ellos a todas sus tropas, con temeridad y un inextinguible ardor por combatir. Mas, falto del apoyo popular, aquella ferocidad no bastó y sus unidades fueron cayendo y dispersándose una por una, hasta que al propio Otón no le quedó otro remedio que suicidarse con su daga. Había gobernado apenas tres meses.

Le sucedió Vitelio, uno de los mencionados generales sublevados en el norte, dispuestos a no seguir permitiendo que los gobernantes de la capital, con todas sus corruptelas e iniquidades, continuaran esquilmando el Imperio. Mas Vitelio era glotón y cruel. Se cuenta de él que comía innumerables veces al día, pues acostumbraba a provocarse el vómito no bien había terminado para poder recomenzar, y también que nunca banqueteaba por cuenta propia, sino que se hacía convidar por todo aquel que esperara ser alguien en la sociedad romana. Se cuenta de él que entregó al suplicio a no pocos de sus conciudadanos, incluyendo a todo aquel usurero que hubiera osado recordarle los préstamos otrora contraídos. Se cuenta de él, en fin, que cuando tres cuartas partes del Imperio se habían levantado ya en su contra, él seguía festejando en sus aposentos, pringoso de grasa y alcohol, sobre un charco interminable de orines, corrupción y vómitos. Su maloliente cadáver fue arrojado a las aguas del Tíber a los ocho meses de haberse encumbrado en el poder.

emperadores5Restaba Vespasiano, el hombre fuerte del ejército, el cuarto de los cuatro emperadores que gobernaron en apenas dos años. El hombre con puño de hierro llamado a cancelar el antiguo régimen augusteo y crear otro nuevo. Severo y adusto, de pensamiento conservador y, al menos en el pasado, buen lugarteniente de Nerón, anunció públicamente que no ansiaba el poder. Mas sus hombres, legiones y aliados actuaron como si aquel sí fuera su deseo, y cayeron sobre Italia desde todos los flancos posibles, como aves carroñeras sobre un cadáver en descomposición. Vespasiano se trasladó entonces a Alejandría, refugiándose en el exótico país del Nilo para aislarse de un conflicto en el que pretendía no tener nada que ver. Aprovechó ese tiempo para dar lecciones de virtud, devolver la vista a los ciegos y levantar sobre sus pies a los paralíticos, pues contaba con el apoyo de los dioses. Y, de paso, cortó el suministro de cereal hacia el hambriento Mediterráneo.

Y mientras tanto, una Roma que llevaba ya dos largos años desangrándose bajo una sucesión interminable de emperadores efímeros, unos emperadores ineptos, ávidos de poder y riquezas y de todo punto incapaces de resolver los problemas del Imperio, sucumbía, pasto de las llamas.

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