La institución de la tumba

Sin duda muchos de los aficionados al Antiguo Egipto (alguno hay, créanme) han oído hablar del yacimiento de Deir el-Medina, y es muy probable que más de un turista se haya perdido por sus calles camino del legendario Valle de los Reyes, sito a apenas un kilómetro, o del Valle de las Reinas, aún más cercano. Deir el-Medina, el poblado de los hábiles artesanos que levantaron todas aquellas maravillosas tumbas. O eso nos dice la publicidad, y nos repiten los libros de texto. No es mentira, solo una forma de verlo.

Pero en Deir el-Medina no solo vivían estos “hábiles artesanos”. También vivían allí sus supervisores, decenas de guardias del faraón y una nutrida corte de escribas. Todos ellos, junto con los propios obreros y con los agricultores, pastores y comerciantes encargados de abastecer a la ciudad, conformaban lo que la jerga administrativa egipcia denominó la “Institución de la Tumba”.
La Institución de la Tumba, curioso tecnicismo. La Institución era una célula autónoma y autárquica, una ciudad que debía mantenerse a sí misma, cuyos contactos con el resto del Reino habían de reducirse al mínimo imprescindible, y cuyo único fin era su autorreproducción y la construcción y ornamentación de una sepultura tras otra en medio del desierto. Día tras día, año tras año. De hecho, los “hábiles artesanos” de Deir el-Medina se emparejaban entre ellos, tenían hijos y enseñaban su oficio a sus retoños, que a los pocos años habrían de acompañarles, y pronto sucederles, a pie de obra. Los guardias se ocupaban de que ninguno de ellos tuviera la tentación de escapar aprovechando algún desplazamiento entre la obra y el poblado. Aunque la inmensidad del desierto probablemente resultara aún más disuasoria que el más ceñudo de los guardias del faraón.

Un mundo en el que, por cierto, siempre tiene que haber una mano en la sombra que engrase convenientemente los resortes que hacen funcionar todo como es debido. En este caso, tenemos noticia de su existencia a través de una misiva que el sujeto en cuestión, un general, redactó sobre un humilde trozo de arcilla, y que la arqueología por azar consiguió rescatar para nosotros. La breve carta dice así:
“Tomo nota de todo lo que me has contado. En lo que se refiere a esos dos policías, a las palabras que han pronunciado, reúnete con Nejemet y el escriba Tjaroi. Envíales un mensaje y que ambos se presenten en mi casa. Ve rápidamente al fondo de la cuestión. Mátalos y tíralos al agua por la noche, pero cuida de que nadie descubra nada sobre el asunto”.
Todo un epítome para ese mundo feliz, ese “poblado de hábiles artesanos” de Deir el-Medina del que algunos, antiguos y modernos, se sienten tan orgullosos.