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La institución de la tumba

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Sin duda muchos de los aficionados al Antiguo Egipto (alguno hay, créanme) han oído hablar del yacimiento de Deir el-Medina, y es muy probable que más de un turista se haya perdido por sus calles camino del legendario Valle de los Reyes, sito a apenas un kilómetro, o del Valle de las Reinas, aún más cercano. Deir el-Medina, el poblado de los hábiles artesanos que levantaron todas aquellas maravillosas tumbas. O eso nos dice la publicidad, y nos repiten los libros de texto. No es mentira, solo una forma de verlo.

tumba2El nombre egipcio para Deir El-Medina era Set Maat, “El Lugar de la Verdad”. En este asentamiento residían, en efecto, los obreros encargados de excavar las tumbas de las dos grandes necrópolis reales. En época de Ramsés IV llegaron a ser más de un millar, hacinados en las casi 120 viviendas de las que se compone el poblado. Entre ellos había artesanos, desde luego: muchos de los mejores arquitectos, escultores, pintores y escribas del País del Nilo vivirían allí, pues ellos eran los responsables de dotar de toda la magnificencia debida a la última morada de sus señores. Pero la mayor parte de los habitantes de Deir el-Medina no serían sino picapedreros, encargados de horadar el acantilado con sus picos de bronce, sangrando y sudando (y muriendo) para perforar la roca a razón de unos 50 cm al día. Eso, los días buenos. Y hablamos, no lo olvidemos, de tumbas que en ocasiones alcanzan más de un centenar de metros. Y hay muchas. Hubo muchos faraones en el Reino Nuevo egipcio, y todos sin excepción tuvieron el desafortunado hábito de terminar muriendo.

Pero en Deir el-Medina no solo vivían estos “hábiles artesanos”. También vivían allí sus supervisores, decenas de guardias del faraón y una nutrida corte de escribas. Todos ellos, junto con los propios obreros y con los agricultores, pastores y comerciantes encargados de abastecer a la ciudad, conformaban lo que la jerga administrativa egipcia denominó la “Institución de la Tumba”.

La Institución de la Tumba, curioso tecnicismo. La Institución era una célula autónoma y autárquica, una ciudad que debía mantenerse a sí misma, cuyos contactos con el resto del Reino habían de reducirse al mínimo imprescindible, y cuyo único fin era su autorreproducción y la construcción y ornamentación de una sepultura tras otra en medio del desierto. Día tras día, año tras año. De hecho, los “hábiles artesanos” de Deir el-Medina se emparejaban entre ellos, tenían hijos y enseñaban su oficio a sus retoños, que a los pocos años habrían de acompañarles, y pronto sucederles, a pie de obra. Los guardias se ocupaban de que ninguno de ellos tuviera la tentación de escapar aprovechando algún desplazamiento entre la obra y el poblado. Aunque la inmensidad del desierto probablemente resultara aún más disuasoria que el más ceñudo de los guardias del faraón.

tumba4Bien es cierto, eso sí, que ninguno, o casi ninguno, de los habitantes de Deir el-Medina era esclavo. No nos equivoquemos. Recibían puntualmente sus salarios que podían gastar en la propia Institución, descansaban un día de cada diez, celebraban festivales en honor de los dioses o del faraón, e incluso disfrutaban de permisos especiales cuando uno de sus familiares enfermaba. No podían abandonar su trabajo ni salir de la ciudad, eso no. Eran funcionarios al servicio del Estado. Y quizás no estuvieran demasiado disconformes con su situación, puesto que esta se alargó durante generaciones sin que se produjeran, que sepamos, levantamientos o huelgas de ningún tipo. Tampoco estaban tan mal, como dice la publicidad, como dicen los libros de texto. Eran “hábiles artesanos”. Huxley no podría haber ideado un mundo más feliz.

Un mundo en el que, por cierto, siempre tiene que haber una mano en la sombra que engrase convenientemente los resortes que hacen funcionar todo como es debido. En este caso, tenemos noticia de su existencia a través de una misiva que el sujeto en cuestión, un general, redactó sobre un humilde trozo de arcilla, y que la arqueología por azar consiguió rescatar para nosotros. La breve carta dice así:

“Tomo nota de todo lo que me has contado. En lo que se refiere a esos dos policías, a las palabras que han pronunciado, reúnete con Nejemet y el escriba Tjaroi. Envíales un mensaje y que ambos se presenten en mi casa. Ve rápidamente al fondo de la cuestión. Mátalos y tíralos al agua por la noche, pero cuida de que nadie descubra nada sobre el asunto”.

Todo un epítome para ese mundo feliz, ese “poblado de hábiles artesanos” de Deir el-Medina del que algunos, antiguos y modernos, se sienten tan orgullosos.

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