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¿Y qué hacemos con Jugurta?

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Jugurta, rey de los númidas, era nieto de Masinisa, el fogoso noble masilio que, durante la Segunda Guerra Púnica, había traicionado al bando cartaginés y se había aliado con los romanos, obteniendo de estos los apoyos necesarios para encumbrarse en el trono de Numidia. A su muerte, Masinisa había legado el reino a su primogénito, Micipsa, quien, deseoso de alimentar la alianza con Roma, y preocupado por la ambición desmedida y la escasa moralidad de su sobrino Jugurta, había enviado a este último a guerrear en Hispania, donde el joven segundón númida se las había arreglado para trabar contacto con varios de los generales romanos de mayor relumbrón. Entretanto, Numidia, esa tierra desértica situada junto a las fronteras del Imperio, no había dejado de prosperar, encauzando a través del Sáhara un auténtico torrente de oro y marfil hacia una Roma cuya avidez de productos exóticos nunca terminaba de saciarse. Micipsa, en fin, había fallecido joven y de una muerte inesperada. De la noche a la mañana, el trono de Numidia había quedado en disputa entre los hijos de Micipsa, Adérbal y Hiempsal, y su sobrino Jugurta. Aquel reino fabulosamente rico se encaminaba, sin que nadie pudiera remediarlo, ni siquiera Roma, hacia la guerra civil.

jugurta2Pero había algo que marcaría el sino de aquel conflicto inminente. Durante su baqueteada juventud, Jugurta había hecho un descubrimiento de la mayor trascendencia, tanto para su propia trayectoria vital como para, me atrevería a postular, la historia de todo el Mediterráneo. En Roma, según había comprendido Jugurta, todo estaba en venta. Los ejércitos. La voluntad de los senadores. Las decisiones de las asambleas. Todo. Todo tenía un precio, y un acaudalado príncipe númida como él estaba en disposición de pagarlo.
Pues bien, aquella revelación lo cambió todo. Tanto en Numidia, como en la propia Roma.

Tan pronto como Jugurta supo de la muerte de su tío Micipsa, envió a sus sicarios a matar al primogénito de este, Hiempsal, ocupado todavía en velar el cadáver de su padre. La noticia desató el escándalo en las calles de Roma, donde al punto se alzó una miríada de voces exigiendo que la República actuara para acabar con las iniquidades que se estaban cometiendo junto a sus fronteras. Las sesiones en el Senado se sucedieron, pero no se llegó a tomar ninguna medida concreta. Los senadores, cada vez más enriquecidos, cada vez más opulentos, cada vez más sonrosados, enronquecían y sudaban de tanto vociferar en el Senado para luego regresar a sus casas, donde los emisarios de Jugurta les aguardaban con espléndidos regalos.

Adérbal, el hijo superviviente de Micipsa, llamó en su ayuda al ejército númida, pero al poco resultó derrotado, pues Jugurta se había hecho con unas fuerzas numerosas reclutadas en los confines más remotos del reino. Consciente del sino que le deparaba si permanecía en Numidia, Adérbal huyó a Roma, donde solicitó asilo y exigió que los antiguos aliados de su estirpe tomaran cartas en el asunto para frenar aquel desastre. Y así lo hicieron, desde luego, pero no antes de que los agentes de Jugurta recorrieran, una vez más, las casas de los senadores más influyentes. El Senado de Roma decretó que Numidia fuera dividida en dos partes, y que una de ellas, la más rica, le fuera entregada a Jugurta, mientras que la otra, la más pobre y difícilmente defendible, fuera puesta en manos de Adérbal. Es más, los senadores conminaron a este último a que abandonara Roma de inmediato para hacerse cargo de sus obligaciones como monarca.

jugurta3En aquella ocasión, el escándalo en las calles de Roma fue mayúsculo. La corrupción era tan explícita que ya nadie se molestaba en ocultarla, comenzando por el propio Jugurta, que presumía abiertamente de su influencia sobre los gobernantes de Roma. ¿Pero qué se podía hacer con Jugurta?

En Numidia ocurrió, desde luego, lo que cabía esperar: no bien hubo llegado Adérbal a su parte del reino, Jugurta la invadió y acorraló a su primo en la ciudad de Cirta, que sometió a asedio. En Cirta residían varios potentados romanos con buenas conexiones en el Senado que ofrecieron sus servicios a Adérbal para mediar ante Jugurta. A través de estos, se organizó un cónclave a las puertas de la ciudad sitiada, al que acudieron ambos primos, con los prebostes romanos como testigos. Pero Jugurta había emboscado tropas en las inmediaciones y no tuvo pudor alguno en acabar con la vida de Adérbal ni con la de los entrometidos romanos.

Aquella fue la gota que colmó el vaso. Roma, obligada ya a actuar, envió un ejército a Numidia. Ejército que a los pocos días se desbandó, en cuanto los emisarios de Jugurta acudieron a la presencia del comandante romano y le agasajaron con ricos regalos.

Roma despachó un segundo ejército, encabezado esta vez por uno de sus cónsules, Quinto Cecilio Metelo. Pero, pese a la veteranía del general y a lo numerosísimo de sus tropas, durante casi diez años no se produjo avance alguno. Metelo, por alguna razón, se limitó a dejar pasar el tiempo mientras sus legionarios languidecían encerrados en sus campamentos. Y mientras las arcas del general y las de toda su familia se engrosaban más y más.

Jugurta, en fin, también había comprado al cónsul Metelo. Y al Senado. Y a los magistrados, y a los tribunales, e incluso se decía que a muchos de los propios soldados. Varios de los magnates sobornados cayeron en desgracia, algunos fueron apartados de sus cargos y jugurta4otros cayeron en el oprobio. Un oprobio sazonado de oro, por supuesto, pero oprobio al fin y al cabo. Mas la cuestión que resonaba en las calles de Roma continuaba siendo la misma: ¿qué hacer con Jugurta?

El desenlace del episodio es de sobra conocido. En la escena romana apareció de improviso un soldado, Mario, que, pese a su nula experiencia política, o precisamente gracias a ella, se hizo con el apoyo de las masas, ascendió al poder e impulsó toda una serie de reformas institucionales que permitieron que Roma venciera por fin aquella larga guerra. Aquellas medidas provocaron que la opinión pública romana se polarizara frente a los nobles corruptos. Que los altercados en las calles fueran cada vez más frecuentes, que los estados de excepción estuvieran a la orden del día, y que el dinero y los sobornos proliferaran tanto durante las campañas electorales que estas finalmente dejaron de celebrarse, carentes, ya, de sentido alguno. Apenas diez años después, Roma se desgajaba en la primera de sus guerras civiles, protagonizada por el propio Mario contra uno de sus lugartenientes, Sila. Una década más tarde estallaría la siguiente, y una década después, la siguiente. Y así hasta que, transcurridos ochenta años de conflagración civil, Augusto consiguió erigirse sobre los escombros de la República y sentó los pilares del nuevo régimen autocrático.

¿Qué hacemos con Jugurta? ¿Y por qué no preguntarnos qué hacer con nosotros mismos?

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