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De París a jamais (para siempre)

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Tuve la suerte de conocerla en una clase de la escuela L’étoile, una de las academias más vetustas y baratas de todo París. Los grifos nunca cerraban del todo, la sala multimedia sólo comprendía una máquina de café y un ordenador Windows XP, y las fotocopias de la profesora estaban hechas con Wordart. Sí, se podría decir que estudié francés en uno de los establecimientos más crípticos del barrio de Saint-Germain-des-Prés.

Ya ha pasado algo más de un año, pero aún recuerdo como si fuera ayer mis trayectos diarios hasta Sèvres Babylone, las largas esperas para coger el RER en un momento de alerta terrorista y jamais2las evacuaciones debidas a los paquetes sospechosos. Para más inri, el primer día de clase me perdí. Nada nuevo bajo el cielo de París.

Podía haberme sentado en cualquier sitio, pero me puse a su lado. Me dijo que era italiana, el resto eran alemanas y estadounidenses. Se trataba de una clase especial para chicas au pair, una “profesión” en la que me vi envuelta por aquello de vivir la experiencia y limpiar culos de hijos ajenos. Y, aunque suene contradictorio, fue una gran decisión.

Se llamaba Laura y venía de la costa este de Italia, de una ciudad llamada Pesaro que, he de reconocer, no había oído en mi vida. Al acabar la clase, intercambiamos nuestros teléfonos para quedar y conocer juntas la ciudad de las luces. Pasaron los días y nuestra lista de sitios visitados empezó a aumentar. La casa de Nissim de Camondo, Notre-Dame, la rue Mouffetard, la place des Vosges, el Panteón, el Louvre, Orsay, l’Orangerie… En definitiva, lugares que sabían a crêpes, galettes, pains au chocolat y risas, muchas risas.

Cuando mi camino a Sèvres Babylone se convirtió en rutina y ya me había habituado a las clases de Florence, la profesora más dicharachera que he tenido, se acabó mi sueño francés. Recuerdo perfectamente el día en el que me despedí entre lágrimas de Laura en la estación de la Garenne-Colombes, con un abrazo y la promesa de vernos pronto.

Lo que cuento podría parecer ficción, pero en la ciudad de los enamorados no puse candados ni corazones, sino que encontré a una de las mejores amigas que se puede tener, uno de los lugares más especiales de este mundo. Vivimos en una época en la que las relaciones son superfluas, líquidas que diría Bauman, la amistad poco importa y se supedita al amor romántico, y las personas viven sumergidas en sus smartphones. Así es difícil, por no decir imposible, encontrar a alguien con quien poder contar más allá de una red social. El Whatsapp ayuda, y los audios interminables son cada vez más frecuentes, pero en nuestro caso son tan sólo una herramienta para paliar los casi 2.000 kilómetros que nos separan.

Nueve meses después de nuestra despedida, un tiempo eterno -y, si no, que se lo pregunten a una embarazada-, Laura me estaba esperando en el aeropuerto de Bolonia para irnos hacia Pesaro, la que es, según reza un cartel a su entrada, la ciudad jamais3de la música y de la bicicleta. Volvieron las risas, aunque esta vez acompañadas de gelati, pizze y piadine.

Nunca había estado en una ciudad costera italiana. Me sorprendieron las personas que cruzaban descalzas la carretera para ir a comprar un helado, las bolas de diferentes sabores sobre un brioche y lo poco fría que estaba el agua del mar Adriático. Pero en Pesaro, además de lucir cuerpazo en la playa, descubrí una preciosa sinagoga escondida en la zona judía del centro de la ciudad y conocí la casa en la que nació Rossini, ambientada por supuesto con El barbero de Sevilla en bucle. De músico a pintor, fuimos a Urbino y visitamos la casa de Rafael, el palacio ducal del famoso señor a una nariz pegado y subimos las interminables cuestas de la ciudad hasta llegar a un mirador desde el que pudimos contemplar la majestuosidad que rezuma Italia por cada rincón.

Para maravilla, Gradara, una ciudad dantesca. No quiero decir espantosa, sino que en su castillo-fortaleza medieval tuvieron lugar las aventuras narradas en el Canto V de la Divina Comedia. Sus paredes, y sobre todo su famosa trampilla, fueron testigos de la historia de amor y desdicha de Paolo y Francesca. Allí, recorrí la “passeggiata degli innamorati”, uno de los lugares más bellos a los que llevar a un hombre. jamais4De vuelta a Pesaro, pasamos por Fiorenzuela di Focara, un pequeño pueblo pintoresco cercano al mar.

Mi estancia llegó a su fin y visitamos Bolonia antes de volver a España. Me quedé con las ganas de ver a Neptuno, que estaba de reformas, pero disfruté durante unas horas del centro y, sobre todo, de la basílica de San Stefano, conocida por tener cuatro iglesias en una. Si algo me decepcionó fue el Duomo, feo si se compara con cualquier catedral italiana.

En el aeropuerto, acabé de nuevo abrazada a Laura, pero con la sensación de que nos volveríamos a ver pronto. ¿Próxima parada? Los escenarios de los libros de Zafón, su escritor favorito. Ella nunca ha visitado España y yo aún no he ido a Barcelona. Además, quiero llevarla a conocer el Prado, la Plaza Mayor y el barrio de las letras. Esta vez tocarán los bocadillos de calamares, de tortilla de patatas o de jamón.

Ninguno de los sitios que visitemos será tan importante como nuestra amistad, el mejor lugar al que volver. Pero de algo estoy segura: siempre nos quedará París.

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