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A vueltas con El Quijote

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Al igual que el ingenioso hidalgo, yo también vivo en un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme. A pesar de residir lejos del centro histórico y de sus tiendas de souvenirs, raro es el día en que no me topo con las siluetas del caballero, el escudero o los celebérrimos molinos manchegos, quijote2ya sea en forma de pegatina de coche o de figurita decorativa a la entrada de alguna casa.

El apego que aquí sienten por estos personajes es indiscutible, pero sospecho que más por su papel de icono de la región que por su trascendencia literaria. De hecho, según un vídeo de la BBC que compara las celebraciones del 400 aniversario de las muertes de Shakespeare y Cervantes, sólo uno de cada diez españoles admite haber leído El Quijote, y de, entre esas personas, solamente la mitad recuerda el nombre real del protagonista.

En realidad, no hacer falta echar mano de sondeos. Basta con preguntar entre amigos y conocidos para constatar que las respuestas más habituales son: “Lo he empezado mil veces, pero no consigo terminarlo”, “Es muy difícil, no me entero”, y, la que se lleva la palma, “Me obligaron a leerlo en el colegio/instituto y le cogí manía”. Es cierto que nuestro idioma ha cambiado bastante desde el siglo XVII y que eso puede dificultar la comprensión, hasta el punto de desanimar a ciertos lectores. También es admisible que, por simples preferencias lectoras, haya personas que no lo encuentren interesante. Sin embargo, es la tercera respuesta la que me parece más preocupante, ya que pone en evidencia un problema profundo de nuestro sistema educativo.

quijote4Me parece lógico que haya una serie de contenidos obligatorios para la materia de Literatura. Debe de ser complicadísimo condensar en unos pocos meses tantos datos históricos y biográficos, enseñar a los alumnos a hacer comentarios de texto y, además, procurar que se lean las obras tratadas en clase. Pero ahí viene el problema: obligar a los estudiantes a leerse libros tan complejos y extensos como El Quijote, a menudo sin más referencia que una explicación superficial y sin más seguimiento que un examen o un trabajo, me parece una barbaridad similar a que, en tu primer día de prácticas en la autoescuela, el profesor te obligue a conducir un tráiler en pleno centro de la ciudad. En mi opinión, sería mucho más razonable ofrecer una explicación general del libro y  proponer una lectura comentada de fragmentos significativos, a modo de primer acercamiento, y sugerirles a los alumnos que retomen esa lectura en un futuro, cuando dispongan del tiempo y la madurez necesarios.

Pero, para convencerles de dar ese paso, yo no utilizaría argumentos de profesora (que no lo soy), sino de lectora. Ante todo, les diría que no pueden perderse a esa pareja de antihéroes, tan sabios y complementarios en sus diferencias. En este sentido, una de las cosas que más admiro de esta obra es que los protagonistas no son una simple suma de opuestos, sino que van evolucionando poco a poco, acercándose cada vez más a la forma de pensar del otro. Tengo la sensación de que todas sus desventuras por esos caminos de Dios no son más que el trasfondo divertido del auténtico viaje, que es llegar a comprender profundamente al otro.

Desde luego, hay miles de argumentos mejores que los míos, pues no soy especialista en la materia. No obstante, creo que en este caso y en tantos otros, lo importante sería explicar a los alumnos por qué no deberían pasar por alto ese libro en lugar de imponerlo sin más, estrategia que sólo sirve para disuadir del todo a aquellos que habitualmente no leen.

www.bbc.com/news/entertainment-arts-36083495

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Un legado

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Sentado en la primera fila de la iglesia, con la monótona voz del párroco de fondo, Alfonso empezó a sentir cómo se le caían los párpados. No había sido un viaje excesivamente largo (algo menos de dos horas desde la ciudad), pero su hermana había insistido en celebrar la misa a las nueve de la mañana y, claro, él había tenido que levantarse a las seis. Pocas cosas había que odiara más que madrugar en fin de semana. Bueno, quizá tener que hacerlo solo.

Hacía unos días le había propuesto a Elena que lo acompañara a la misa de su padre. Tras mirarle como a un marciano, había musitado que ya tenía planes y que no podía cancelarlos con tan poco tiempo. Alfonso no protestó ni intentó convencerla, acostumbrado como estaba a que ambos llevaran agendas casi paralelas. Elena solo se había dignado a pisar su pueblo para el entierro de su padre el año anterior y para alguna boda aislada y, ni siquiera en aquellas ocasiones, había parado de hacer comentarios maliciosos sobre aquella España profunda.

legado4Para evitar cerrar del todo los ojos, Alfonso giró discretamente la cabeza hacia atrás. Entre la decena de personas que había desperdigadas por la nave, reconoció a algunos vecinos y amigos de sus padres, que musitaban la oración de turno con aire solemne. A su lado, su hermana Chon hacía lo propio, cerrando los ojos con convicción. Cuando se dio cuenta de que la observaba, le sonrió y le cogió de la mano. Tenía la palma seca y callosa como un sarmiento. Unas manos duras como las de su madre. Viéndola de cerca, parecía mucho más mayor de lo que era en realidad. Lo mismo podría decirse de Felipe, “El tuercas”, su marido, con la diferencia de que, si ella era delgada y frágil, él había echado una tripa considerable a lo largo de los años. Había sido el guapete y el gracioso de la pandilla y por eso no había tardado en conquistar (y dejar embarazada) a Chon, que nunca había aspirado a nada más que a ser madre y esposa. Era una de esas parejas que inspiran una armonía tranquila, un tanto aborregada.

Alfonso volvió a mirar el reloj. Era imposible que hubiera pasado solo media hora. “En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles”. Si eso era lo que pensaba legado6Clarín de la Oviedo-Vetusta de su época, ¿qué opinión le merecería aquel villorrio? Como solía ocurrirle cada vez que sus pensamientos le llevaban por aquellos derroteros, Alfonso sintió una oleada de gratitud hacia sus padres, que tantos sacrificios habían hecho por él. De manera paralela, también recordó los insultos y las bromas que había sufrido por ser el único chaval con gafas, el único que prefería leer a correr a pedradas a los gatos.

El movimiento de los fieles sacó a Alfonso de su ensimismamiento. La misa parecía haber llegado a su fin. Decidido: se tomaría un café con su hermana y su cuñado, pero declinaría su invitación a comer. Quería volver pronto a casa para corregir los exámenes de sus alumnos, aunque ya intuía lo que le esperaba. En el mejor de los casos, respuestas aprendidas de memoria para el examen. Y en el peor… Uf, mejor no pensarlo. Aquello era lo que no soportaba Alfonso de su trabajo: la sensación de no ser más que un proveedor de datos inútiles que debían intercambiarse por notas. A él, que había empezado en la docencia con tanto entusiasmo, hacía mucho tiempo que no le gustaba lo que hacía. Al principio, había intentado complementar el programa oficial con otros textos más atractivos para los jóvenes pero, poco después, recibió una llamada al orden desde la Dirección del centro. Aquello no era un club de lectura, ellos querían resultados. Entonces, él, que solo aspiraba a enseñarles a sus alumnos que los libros eran faros, anclas, refugios a los que volver siempre que ahí fuera arreciaba, había tenido que agachar la cabeza y asumir su papel de profesor-robot. Y así llevaba quince años.

Fuera de la iglesia, el sol ya brillaba con fuerza. Mientras terminaba de despedirse de los asistentes a la misa, Alfonso sintió que su hermana le tocaba en el hombro. Con un suave gesto de la cabeza, le indicó que les siguiera. legado2Bajo los árboles de la plaza, un grupo de niños jugaba a la pelota. A pocos metros, una niña de unos catorce años leía en un banco. El pelo largo y lacio le tapaba parcialmente la cara, pero no escondía su gesto de concentración.

– ¡Alicia! ¡A-li-cia! Ven para acá, ¡hombre ya! Nada, igualita que su tío, se pone con los libros y ya no escucha. Si es que la última vez que la viste fue en su comunión, ya ni te acuerdas de ella, ¿eh? Pues se ha leído ya todos los libros que tenías en casa de papá, que mira que estaban viejos. Cada semana, uno. Ya podía pegársele algo al mayor, pero nada… Oye, ¿al final te quedabas a comer?

Con los ojos vidriosos, Alfonso no pudo hacer más que asentir.

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La posada de las sirenas (IV)

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Para Aurora, el chico fue como un sorbo de brandy. No le sirvió para satisfacer aquella hambre acuciante, pero sí le proporcionó un calor bastante agradable. Phillips estaba tan asustado y lleno de rabia que a la mujer le costó lo suyo encontrar un solo recuerdo agradable, pero al final lo consiguió. Una comida de Navidad. Phillips tendría unos doce o trece años. El capitán Copper, el propio Phillips y su madre reían y disfrutaban de aquel festín tan poco habitual en sus frugales vidas. La viuda Phillips llevaba tres meses ahorrando para poder permitírselo, pero había merecido la pena. Más allá del pavo relleno, de las uvas y del vino de tercera, aquel dinero le había permitido comprar algo mucho más importante: un recuerdo indeleble, un momento de luz que todos ellos podrían revisitar cada vez que no tuvieran qué comer o se sintieran desgraciados.

posada42- Lo quiero como a un hijo, ¿sabe? Se porta así porque me culpa de la muerte de su madre –sentado al borde del embarcadero, Copper seguía con la vista perdida en el horizonte–. Por eso no hace más que mentir, robar y meterse en peleas. Para castigarme. Pero yo no pude hacer nada. Era la primera vez que me llevaba a Albert a faenar conmigo. Yo quería enseñarle un oficio, hacer de él un hombre honrado. El chaval perdió a su padre siendo muy pequeño, en la guerra… Eve, que en paz descanse, siempre se deslomó para que no le faltara de nada a su hijo. Cuando falleció el marido, montó una pequeña pensión en la casa. La pensión “San Andrés”, por el patrón de los pescadores. Era irlandesa y muy piadosa. Igual no era la mujer más hermosa del mundo, pero sí la más buena. Tan buena que, para ahorrarnos los desvelos, nunca nos contó que tenía tuberculosis…

Las palabras brotaron torpes y rápidas de los labios del capitán después de todos esos años de silencio. Aurora lo observó con detenimiento. No parecía aliviado. Tampoco lloraba. Sus ojos dejaban entrever una tristeza pesada como el plomo. El poso que queda cuando se acaban las lágrimas y hay que seguir viviendo. Alguien así era un caso perdido, no le servía para nada.

Aurora se sentía más cansada y vieja que nunca. Ella, que no había sucumbido cuando aquella sirena advenediza le puso al resto en contra. Ella, que fue capaz de mantener la cabeza bien alta el día en que tuvieron que abandonar el mar. Mil veces se había jurado que volvería a por lo que era suyo, pero al final había acabado viviendo como una vulgar araña que espera paciente a sus víctimas. posada44Todos aquellos años mascando su rencor y alimentándose de seres frágiles a la espera ¿de qué? ¿De volverse más poderosa en aquel mundo árido? ¿De que sus hijas crecieran y fueran lo bastante fuertes para ayudarle en su venganza? Aunque no lo habían hecho mal esa noche, aquellas dos zánganas carecían de la inteligencia necesaria para pensar más allá de la siguiente comida. Seguirían matando y alimentándose como animales carroñeros hasta que alguien las prendiera y las mandara a la horca. Pero eso a Aurora ya le daba completamente igual.

Los barcos se mecían suavemente bajo la luna llena mientras Aurora caminaba hacia la orilla. Dejó la ropa y los zapatos sobre la arena. Al primer contacto con el agua, sus pies refulgieron con un brillo verdoso. Era una sensación agradablemente familiar. Siguió adentrándose en el mar con pasos lentos, pero firmes. Cuando el agua ya le llegaba por la cintura, se dio cuenta de que ya no tenía piernas. En su lugar, volvía a tener una cola de escamas brillantes. Cerró los ojos y se zambulló, disfrutando de aquella sensación de ingravidez que tenía casi olvidada. Se sentía tan ligera y hermosa como antes. A medida que avanzaba por las frías aguas, las ganas de dejarse morir como un animal enfermo iban desapareciendo. Después de todo, no era tan vieja. Su madre había vivido casi quinientos años. Lo primero era establecerse en alguna gruta tranquila y recuperar fuerzas. Después, intentaría retomar el contacto con sus semejantes, pero sin llamar demasiado la atención. No debía olvidar que allí abajo seguía siendo una paria. Poco a poco, iría sondeando los ánimos, intentaría ganarse el favor de las sirenas más manejables y después… Aurora no pudo evitar sonreír de oreja a oreja y pensar: “Hay que ver lo diferentes que son las cosas con un pequeño cambio de aires”.

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