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Cándido (II)

Cándido dejó caer el ramo de flores al suelo del ascensor nada más entrar. Mientras apretaba el botón, no pudo evitar verse reflejado en el espejo. Aquel corte de pelo, apurado en los laterales y largo en el centro, estaba bien para los jovencitos de la tele, pero a él le sentaba como un tiro. Sentía la gomina goteándole por la frente. Además, tenía los ojos rojos por las lentillas y las ganas de llorar.

- Vaya ridículo has hecho, hijo mío. Y ahora estarán todas esas fulanas riéndose de ti como locas. Tenías que haberte buscado una chica decente, de su casa, y no una pelandrusca de las de ahora.

- Nnno-no-no lo entiendo. Sss-si-si Isabel siempre me habla cuando me la encuentro en la mmm-mmá-quina del café. Úuu-úultimamente no me sonríe tanto, pp-pero…

- Un hombre que se respeta a sí mismo jamás se vestiría como un mamarracho. Hay que ver qué corte de pelo y qué pantalones, con rotos y todo. Por no hablar de la colonia – Don Honorato arrugó la cara mientras abanicaba el aire con la mano.

candido22- ¿Ppp-ppor qué habrá hecho ccó-ccómo que no me conocía? Es que ha ssi-sido llegar yo y cambiarle la cara. Y nn-no sé por qué se reían todos.

- Vaya careto… La tía se ha quedao pilladísima –se burló el niño maligno– Y tú ahí venga a repetir “sss-ssson pp-ppara tt-tti”. ¿Qué lo has dicho, seis veces? ¡Tres palabras de mierda y tartamudeas en todas! Yo es que me parto contigo.

Aquella noche, ya en su habitación, Cándido intentó digerir lo ocurrido. ¿Por qué había salido todo mal? Él creía haber interpretado las señales correctamente: a diferencia de sus compañeras, Isabel siempre le respondía cada vez que él intentaba entablar conversación frente a la máquina de café, le saludaba con un leve gesto de la cabeza cuando se lo cruzaba por los pasillos y hasta una vez había ido a su mesa. A pedirle un informe para el señor Peralta, de acuerdo, pero había ido ella en persona, ¿no?

- En mis tiempos sí que sabíamos hacer estas cosas, no como ahora. ¿Y sabes por qué? Porque todo iba poco a poco, con respeto y decoro. Había miradas, mensajitos, detalles… pero todo dentro de unos límites y…

¡Claro, eso era! Doña Angustias tenía razón. Cándido decidió que, a partir de entonces, le demostraría a Isabel su amor en la distancia, sin agobios. Comenzó a dejarle  pequeños detalles en su mesa antes de que ella llegara a la oficina: pequeñas poesías copiadas de una antología, cajitas de bombones, jaboncitos de colores… Pero nada. Cada vez que pasaba a su lado, Isabel evitaba mirarle a la cara y apretaba el paso.

- ¡La tienes en el bote, pringao! Ya solo te falta llamarla al teléfono jadeando como un salido, jajaja –las risas del niño gordo sonaban como ronquidos de animal-.   

Esa misma tarde, después del trabajo, Cándido llamó a Isabel desde una cabina. Aquella sería la primera de muchas llamadas. Él nunca decía nada. Se conformaba con escuchar la voz suave, ligeramente rasposa de Isabel, preguntándole una y otra vez “¿diga?”. Entonces colgaba. Al cabo de unos meses, ella dejó de cogerle el teléfono.

candido24Un buen día, Isabel no se presentó al trabajo. Cándido sintió que le faltaba el aire. Se armó de valor y fue a preguntar a Remedios que, como buena recepcionista, estaba siempre al tanto de todo. Con una dureza inusual en ella, Remedios le espetó que vergüenza debería darle, que si Isabel había decidido marcharse de la oficina era por su culpa, que no se podía acosar así a la gente.

- Espero que esto te sirva para centrarte más en lo que debes, ¿eh? –le aleccionó aquella noche Don Honorato–. Me refiero, naturalmente, a tu trabajo. A partir de ahora, céntrate en los contratos, las bajas, los despidos…

¡Los despidos! ¡Claro, aún era posible volver a ver a Isabel! Podía conseguir su dirección consultando su expediente en la oficina. Fue lo primero que hizo la mañana siguiente.

- Hay que ver la perra que te ha dado con esta chica. ¡A mí no me hacías tanto caso! –farfulló doña Angustias desde el asiento trasero del coche-.
- Nada, nada, campeón, ¡tú a muerte! Si va a salir todo genial –al niño le brillaban los ojos de pura maldad-. 
- Esto es un despropósito. Pero al menos hoy te has cambiado de ropa –comentó, lacónico, don Honorato-.

Con el corazón latiéndole furioso, Cándido se encaminó hacia la puerta de la casa de su amada. Isabel se quedó plantada frente a él, con los ojos como platos.  

candido26- ¿Pero… pero qué haces tú aquí? – preguntó desencajada.

Antes de que Cándido pudiese empezar a tartamudear una respuesta, vio aparecer a un hombre detrás de Isabel. Tenía pinta de jugador de rugby y parecía muy, muy cabreado.

- ¿Este es el gilipollas del curro? ¿Eh, eh? ¡Ven aquí, que te vas a enterar!

El hombre apartó a Isabel con brusquedad y agarró a Cándido por la pechera. El puñetazo lo derribó instantáneamente.

No sabía si habían pasado minutos u horas, cuando la voz familiar de una mujer le hizo recobrar la consciencia…

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