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Un legado

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Sentado en la primera fila de la iglesia, con la monótona voz del párroco de fondo, Alfonso empezó a sentir cómo se le caían los párpados. No había sido un viaje excesivamente largo (algo menos de dos horas desde la ciudad), pero su hermana había insistido en celebrar la misa a las nueve de la mañana y, claro, él había tenido que levantarse a las seis. Pocas cosas había que odiara más que madrugar en fin de semana. Bueno, quizá tener que hacerlo solo.

Hacía unos días le había propuesto a Elena que lo acompañara a la misa de su padre. Tras mirarle como a un marciano, había musitado que ya tenía planes y que no podía cancelarlos con tan poco tiempo. Alfonso no protestó ni intentó convencerla, acostumbrado como estaba a que ambos llevaran agendas casi paralelas. Elena solo se había dignado a pisar su pueblo para el entierro de su padre el año anterior y para alguna boda aislada y, ni siquiera en aquellas ocasiones, había parado de hacer comentarios maliciosos sobre aquella España profunda.

legado4Para evitar cerrar del todo los ojos, Alfonso giró discretamente la cabeza hacia atrás. Entre la decena de personas que había desperdigadas por la nave, reconoció a algunos vecinos y amigos de sus padres, que musitaban la oración de turno con aire solemne. A su lado, su hermana Chon hacía lo propio, cerrando los ojos con convicción. Cuando se dio cuenta de que la observaba, le sonrió y le cogió de la mano. Tenía la palma seca y callosa como un sarmiento. Unas manos duras como las de su madre. Viéndola de cerca, parecía mucho más mayor de lo que era en realidad. Lo mismo podría decirse de Felipe, “El tuercas”, su marido, con la diferencia de que, si ella era delgada y frágil, él había echado una tripa considerable a lo largo de los años. Había sido el guapete y el gracioso de la pandilla y por eso no había tardado en conquistar (y dejar embarazada) a Chon, que nunca había aspirado a nada más que a ser madre y esposa. Era una de esas parejas que inspiran una armonía tranquila, un tanto aborregada.

Alfonso volvió a mirar el reloj. Era imposible que hubiera pasado solo media hora. “En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles”. Si eso era lo que pensaba legado6Clarín de la Oviedo-Vetusta de su época, ¿qué opinión le merecería aquel villorrio? Como solía ocurrirle cada vez que sus pensamientos le llevaban por aquellos derroteros, Alfonso sintió una oleada de gratitud hacia sus padres, que tantos sacrificios habían hecho por él. De manera paralela, también recordó los insultos y las bromas que había sufrido por ser el único chaval con gafas, el único que prefería leer a correr a pedradas a los gatos.

El movimiento de los fieles sacó a Alfonso de su ensimismamiento. La misa parecía haber llegado a su fin. Decidido: se tomaría un café con su hermana y su cuñado, pero declinaría su invitación a comer. Quería volver pronto a casa para corregir los exámenes de sus alumnos, aunque ya intuía lo que le esperaba. En el mejor de los casos, respuestas aprendidas de memoria para el examen. Y en el peor… Uf, mejor no pensarlo. Aquello era lo que no soportaba Alfonso de su trabajo: la sensación de no ser más que un proveedor de datos inútiles que debían intercambiarse por notas. A él, que había empezado en la docencia con tanto entusiasmo, hacía mucho tiempo que no le gustaba lo que hacía. Al principio, había intentado complementar el programa oficial con otros textos más atractivos para los jóvenes pero, poco después, recibió una llamada al orden desde la Dirección del centro. Aquello no era un club de lectura, ellos querían resultados. Entonces, él, que solo aspiraba a enseñarles a sus alumnos que los libros eran faros, anclas, refugios a los que volver siempre que ahí fuera arreciaba, había tenido que agachar la cabeza y asumir su papel de profesor-robot. Y así llevaba quince años.

Fuera de la iglesia, el sol ya brillaba con fuerza. Mientras terminaba de despedirse de los asistentes a la misa, Alfonso sintió que su hermana le tocaba en el hombro. Con un suave gesto de la cabeza, le indicó que les siguiera. legado2Bajo los árboles de la plaza, un grupo de niños jugaba a la pelota. A pocos metros, una niña de unos catorce años leía en un banco. El pelo largo y lacio le tapaba parcialmente la cara, pero no escondía su gesto de concentración.

– ¡Alicia! ¡A-li-cia! Ven para acá, ¡hombre ya! Nada, igualita que su tío, se pone con los libros y ya no escucha. Si es que la última vez que la viste fue en su comunión, ya ni te acuerdas de ella, ¿eh? Pues se ha leído ya todos los libros que tenías en casa de papá, que mira que estaban viejos. Cada semana, uno. Ya podía pegársele algo al mayor, pero nada… Oye, ¿al final te quedabas a comer?

Con los ojos vidriosos, Alfonso no pudo hacer más que asentir.

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