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La posada de las sirenas (I)

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Ya solo queda esperar, pensó Aurora, mientras removía aquel caldo maloliente. Una tormenta sin tregua, olas gigantes que zarandean un barco. Aquel conjuro siempre le ponía de buen humor. Le hacía sentirse invencible, como en los viejos tiempos. Y falta le hacía, pues no se encontraba en su mejor momento. Desde el salón de la posada, le llegaron las risas de sus hijas.

- ¡Agnes, Beatrice! ¡Soltad esas malditas cartas y venid aquí!  

posada4Las dos muchachas entraron como un torbellino en la cocina. Aunque aparentaban más o menos la misma edad, no podían ser más diferentes. Agnes tenía los mismos ojos verdes con vetas marrones que Aurora. Su complexión menuda y graciosa y su lacio pelo negro le habían valido el sobrenombre de “La gitana” entre los lugareños. Por su parte, Beatrice era espigada y elegante y tenía los ojos azules muy claros, tanto que parecían de escarcha. Si una era vivaracha y espabilada, la otra era distante y un tanto lerda. Antes de que pudieran pronunciar palabra, Aurora decidió tomar las riendas de la situación:

- Tengo que hablar con vosotras, hijas mías. Esta noche vamos a tener trabajo. Van a ser unos veinte, no he visto más. Quiero que repasemos lo que hay que hacer, ¿vale?

- Madre, que no somos tontas. Les hacemos beber hasta que pierdan el control, les seducimos y entonces…

- ¿Y entonces qué, Agnes? ¿Montáis otra carnicería como en la Pascua de hace cuatro años? Por si no lo recuerdas, tuve que hundir un barco para que nadie sospechase. Ahora mismo no tengo tantas fuerzas. En realidad, estamos las tres muy débiles, así que no podemos fallar.

- ¡Pues sí, porque yo estoy harta de estofado y de anguilas en gelatina! Quiero carne humana, bien asada, crujientita…

- ¿Te quieres callar de una vez, Agnes? – Con un leve gesto de la mano, Aurora abofeteó a su hija a distancia. – No nos importa su carne, por muy sabrosa que esté. La comida humana nos basta para sobrevivir. posada2Lo que necesitamos es su esencia, sus pasiones, los recuerdos que atesoran. Eso que los hace distintos unos de otros. Os recuerdo que es lo que mantiene intactos nuestros poderes. Y, si lo pensáis bien, es mucho más discreto. A nadie le extraña si, un buen día, un marinero alcoholizado olvida su nombre o deja de hablar para siempre. Así que no vais a matar a nadie, ¿entendido? Y ahora, limpiad los cristales y preparad las alcobas, que yo bajo al pueblo a por comida.

Desde el quicio de la puerta, Aurora observó el espigón del pequeño puerto. Aún no llovía, pero el horizonte estaba cuajado de nubes negras. Frente a sus modestos barcos, unos diez pescadores remallaban las redes entre risotadas. Al ver a Aurora, todos callaron de repente. Uno de ellos masculló algo ininteligible y escupió al suelo. Aurora se subió la capucha de su abrigo. “Queridas olas, traedme lo que es mío”, pensó mientras miraba fijamente a los pescadores, sonriendo.

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