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La musa

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Siempre que entraba en la sección de perfumería de aquellos grandes almacenes se sentía igual de desorientado. Abriéndose paso entre grupos de señoras, turistas y solícitas promotoras de cosméticos, intentó encontrar su camino. Cuando al fin divisó el stand de la marca de perfume que usaba su mujer, no pudo evitar un suspiro de alivio.

- Disculpe, quería un frasco de Fraiche, Freiche... “Fraîcheur du Jour”. Es para regalo, ¿no? Entonces quizá le interese este estuche. Viene con el gel de baño, el aceite… Perdone, pero, ¿es usted…?

Álvaro de Mora sonrió con modestia y asintió con la cabeza. La dependienta, que, al igual que él, debía de rondar la cincuentena, le devolvió la sonrisa, nerviosa como una colegiala.

musa2Quería decirle que me encanta su música. De joven no escuchaba otra cosa, ¿sabe? Acabé rompiendo su casete de tanto ponerla. Mi madre estaba harta. Así que imagínese qué pena cuando se separaron… Oiga, ¿le importaría hacerse una foto conmigo?

Antes de que pudiera responder, la dependienta ya blandía un teléfono móvil, agarraba a Álvaro de la cintura y sacaba morritos ante la cámara. A su alrededor, empezaba a concentrarse un pequeño grupo de curiosos.

- Álvaro, ¿eres tú?

Hacía más de treinta años que no oía aquella voz y creía que jamás volvería a hacerlo. Desembarazándose con delicadeza de la dependienta, Álvaro se acercó a María. Habían pasado casi veinticinco años desde la última vez que la había visto en aquel concierto de Los Secretos, pero seguía tan guapa que no pudo evitar avergonzarse de su aspecto desaliñado, de las prominentes bolsas de sus ojos, y, sobre todo, de aquellas botas de vaquero que su mujer siempre insistía en jubilar.

- María, madre mía… ¡Qué sorpresa! No sabía que siguieras por Madrid.

- No, bueno, en realidad he venido a ver a la familia. Siempre estoy de paso, ya me conoces. Yo nunca paro quieta.

Álvaro asintió sonriendo. Durante un par de años, María había entrado y salido de su vida como una presencia etérea, siempre rodeada de un nutrido grupo de pretendientes, admiradores y noctámbulos varios, encantados de compartir idas y venidas con aquella chica tan hermosa como enigmática. Como tantos otros, Álvaro había intentado convertir aquellos encuentros casuales en algo más privado, pero sin éxito alguno. Ella nunca había sido tajante, pero él pronto comprendió que insistir no serviría de nada. Era María quien elegía el momento en que acercarse y eso nunca iba a cambiar. Cada vez que la veía, el corazón se le partía otro poco, pero, tras un par de días de borrachera, Álvaro siempre escribía sus mejores letras. De aquella época eran “Castillo de naipes”, “Eres como la arena” y “En ese cielo”, las canciones que le habían catapultado a la fama. Nada había vuelto a ser igual desde entonces.

musa3- Te vi hace unos años en un programa de La 2, a las tantas de la noche. Me alegró mucho saber que seguías componiendo, aunque fuera en solitario.

- Sí, aquí seguimos. Es lo que tenemos los dinosaurios: que no nos damos por vencidos ni cuando vemos venir el meteorito.

Aquella risa de cristal. Álvaro recordó las noches que había pasado compitiendo con otros tantos aduladores por hacer reír a María.

- ¡Señor De Mora! ¡Señor De Mora!

musa7Álvaro se giró hacia la dependienta, que venía corriendo hacia él con una bolsa en la mano.

- Se ha dejado la tarjeta y la colonia en el mostrador. Aquí tiene, se la he envuelto. Muchas gracias por la foto de antes, no sabe la ilusión que me ha hecho. Me ha alegrado la tarde.

- De nada, no hay de qué. Oye, María, ¿te parece si nos tomamos…?   

Álvaro sonrió al ver que su acompañante ya no estaba allí. Las musas son caprichosas, ya se sabe. Además, ¿qué pintaba ella en un sitio tan vulgar como aquel? Se fue de la tienda tarareando una vieja melodía que creía olvidada, con la sensación, casi la certeza, de que, antes o después, aquel encuentro le depararía algo bueno.

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