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La posada de las sirenas (IV)

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Para Aurora, el chico fue como un sorbo de brandy. No le sirvió para satisfacer aquella hambre acuciante, pero sí le proporcionó un calor bastante agradable. Phillips estaba tan asustado y lleno de rabia que a la mujer le costó lo suyo encontrar un solo recuerdo agradable, pero al final lo consiguió. Una comida de Navidad. Phillips tendría unos doce o trece años. El capitán Copper, el propio Phillips y su madre reían y disfrutaban de aquel festín tan poco habitual en sus frugales vidas. La viuda Phillips llevaba tres meses ahorrando para poder permitírselo, pero había merecido la pena. Más allá del pavo relleno, de las uvas y del vino de tercera, aquel dinero le había permitido comprar algo mucho más importante: un recuerdo indeleble, un momento de luz que todos ellos podrían revisitar cada vez que no tuvieran qué comer o se sintieran desgraciados.

posada42- Lo quiero como a un hijo, ¿sabe? Se porta así porque me culpa de la muerte de su madre –sentado al borde del embarcadero, Copper seguía con la vista perdida en el horizonte–. Por eso no hace más que mentir, robar y meterse en peleas. Para castigarme. Pero yo no pude hacer nada. Era la primera vez que me llevaba a Albert a faenar conmigo. Yo quería enseñarle un oficio, hacer de él un hombre honrado. El chaval perdió a su padre siendo muy pequeño, en la guerra… Eve, que en paz descanse, siempre se deslomó para que no le faltara de nada a su hijo. Cuando falleció el marido, montó una pequeña pensión en la casa. La pensión “San Andrés”, por el patrón de los pescadores. Era irlandesa y muy piadosa. Igual no era la mujer más hermosa del mundo, pero sí la más buena. Tan buena que, para ahorrarnos los desvelos, nunca nos contó que tenía tuberculosis…

Las palabras brotaron torpes y rápidas de los labios del capitán después de todos esos años de silencio. Aurora lo observó con detenimiento. No parecía aliviado. Tampoco lloraba. Sus ojos dejaban entrever una tristeza pesada como el plomo. El poso que queda cuando se acaban las lágrimas y hay que seguir viviendo. Alguien así era un caso perdido, no le servía para nada.

Aurora se sentía más cansada y vieja que nunca. Ella, que no había sucumbido cuando aquella sirena advenediza le puso al resto en contra. Ella, que fue capaz de mantener la cabeza bien alta el día en que tuvieron que abandonar el mar. Mil veces se había jurado que volvería a por lo que era suyo, pero al final había acabado viviendo como una vulgar araña que espera paciente a sus víctimas. posada44Todos aquellos años mascando su rencor y alimentándose de seres frágiles a la espera ¿de qué? ¿De volverse más poderosa en aquel mundo árido? ¿De que sus hijas crecieran y fueran lo bastante fuertes para ayudarle en su venganza? Aunque no lo habían hecho mal esa noche, aquellas dos zánganas carecían de la inteligencia necesaria para pensar más allá de la siguiente comida. Seguirían matando y alimentándose como animales carroñeros hasta que alguien las prendiera y las mandara a la horca. Pero eso a Aurora ya le daba completamente igual.

Los barcos se mecían suavemente bajo la luna llena mientras Aurora caminaba hacia la orilla. Dejó la ropa y los zapatos sobre la arena. Al primer contacto con el agua, sus pies refulgieron con un brillo verdoso. Era una sensación agradablemente familiar. Siguió adentrándose en el mar con pasos lentos, pero firmes. Cuando el agua ya le llegaba por la cintura, se dio cuenta de que ya no tenía piernas. En su lugar, volvía a tener una cola de escamas brillantes. Cerró los ojos y se zambulló, disfrutando de aquella sensación de ingravidez que tenía casi olvidada. Se sentía tan ligera y hermosa como antes. A medida que avanzaba por las frías aguas, las ganas de dejarse morir como un animal enfermo iban desapareciendo. Después de todo, no era tan vieja. Su madre había vivido casi quinientos años. Lo primero era establecerse en alguna gruta tranquila y recuperar fuerzas. Después, intentaría retomar el contacto con sus semejantes, pero sin llamar demasiado la atención. No debía olvidar que allí abajo seguía siendo una paria. Poco a poco, iría sondeando los ánimos, intentaría ganarse el favor de las sirenas más manejables y después… Aurora no pudo evitar sonreír de oreja a oreja y pensar: “Hay que ver lo diferentes que son las cosas con un pequeño cambio de aires”.

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