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Un barco en el desierto

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Ella fue la primera en subir a bordo. Lo recordaba como si hubiera sido la víspera. Allí estaba Hierón, soberano de Siracusa, en primera fila, recibiendo con sonrisa displicente los vítores de su pueblo por la asombrosa obra de ingeniería que se disponía a inaugurar. Allí estaba Arquímedes, el gran Arquímedes, contratado por Hierón para diseñar aquel prodigio y supervisar su construcción. Allí estaban las principales familias de la ciudad, los aristócratas más rancios, los navegantes más afamados, las más bellas mujeres de Sicilia. Embajadores romanos, mamertinos, tarentinos, púnicos. Armadores, remeros, piratas. Todo el mundo estaba allí, y todo el mundo observaba con ojos admirados, con cierta envidia mal disimulada, las chalupas que, una tras otra, iban despegándose del puerto de Siracusa, rumbo al coloso que se vislumbraba en medio de la bahía. Rumbo a la Siracusia. Pero ella fue la primera en subir a bordo. El piloto, nada menos que el piloto, quizás el marinero más avezado de esa parte del Mediterráneo, la sostuvo respetuosamente en sus brazos con una emoción contenida mientras sus hombres izaban la chalupa sobre cubierta, y en cuanto sus pies pisaron la misma la depositó en el suelo con gentileza, permitiendo que ella fuera la primera que explorara el barco. barco3Que ella fuera la primera, al margen de los trabajadores que la habían rematado, que descubriera hasta qué punto eran ciertos los prodigios que se contaban sobre la mayor nave que surcaría el Mediterráneo en mucho, mucho tiempo.

La Siracusia era un buque de transporte de grano. El mayor de todos. Podía desplazar 4000 toneladas de carga. Pero, como suele suceder con los prodigios de ingeniería que sufragan las arcas públicas de los grandes estados, era mucho más que eso. Su maderamen procedía del Etna, sus lengüetas y pasadores de los mejores robles de Italia, sus sogas se habían fabricado con esparto cartagenero. Distribuidos por sus tres puentes había un gimnasio, varios paseos protegidos con pérgolas, un templo consagrado a Afrodita, una sala de estudio, una biblioteca y unas termas. Y también varios jardines, regados con agua dulce almacenada en una piscina situada a proa y canalizada mediante tuberías de plomo. Todas las paredes eran de ciprés, las puertas de marfil y tuya, y los suelos, en lo primero que ella se fijó, lo que más le llamó la atención, los suelos de los tres puentes estaban pavimentados de mosaicos. Mosaicos por todas partes, de ágatas y otras piedras preciosas. Nunca antes un barco así había surcado las aguas.

Todavía recordaba aquel viaje inaugural. Gracias a los vientos etesios, embolsados en aquellas magníficas velas sostenidas en tres palos, y gracias a los centenares de remeros que se afanaban en los tres puentes, la travesía se llevó a cabo sin problemas. Para ella, que se había criado a bordo de uno u otro barco, los vaivenes de las olas no suponían ningún problema, barco2y en aquel navío la comida abundaba y siempre había algo que hacer. Apenas unos días después de abandonar Sicilia, los vigías de la Siracusia avistaron la torre de Faro. Habían llegado a Alejandría. El problema sobrevino entonces.

Ninguno de los dos puertos de Alejandría, seguramente los más grandes del Mediterráneo, era capaz de dar cabida a la Siracusia. Sencillamente, su calado era demasiado grande. Y, fondeada al pairo, zarandeada por los vientos y las olas y sin un punto de apoyo que le facilitara una cierta estabilidad, difícilmente podrían desestibarse sus 4000 toneladas de grano. Por no hablar de la tentación que un barco como ese, quieto y desprotegido, supondría para los piratas cilicios. Pasaron las horas, los días, y la tripulación fue poniéndose cada vez más nerviosa. Hasta ella lo percibía.

Desde Alejandría partieron raudos veleros hacia Sicilia, solicitando órdenes de Hierón. A las pocas semanas regresaron, pidiendo al capitán un poco más de paciencia. Aunque la Siracusia contaba con sus propias catapultas y lanzavirotes, y aunque no se permitió que nadie de la tripulación desembarcara, media flota egipcia se movilizó para protegerla. Pasaron más semanas. Se rumoreaba que en todo el Mediterráneo no había un solo puerto capaz de acoger a la colosal Siracusia. Y finalmente llegaron noticias de Sicilia. Conmovido por la carestía por la que atravesaba Egipto en aquellos momentos, Hierón le regalaba al monarca de Alejandría la joya de su flota, la Siracusia, junto con todo su cargamento.

Aquel fue el primer y último viaje de la Siracusia. También el último viaje de nuestra protagonista. Por alguna razón, cuando los egipcios tomaron el control de la nave, cuando hicieron que la tripulación siracusana desembarcara en chalupas, y cuando dispusieron todo lo necesario para que el colosal navío se dirigiera directo hacia los arenales cercanos a Alejandría, nadie se acordó de ella. Ni siquiera el piloto, su dueño, que nunca antes se había separado de ella en sus travesías, y que siempre le había prodigado un gesto de cariño cuando ella volvía de alguna de sus correrías por la bodega, a la caza de ratones. barco6Ni siquiera él se acordó de recogerla antes de saltar a la chalupa. Así que tuvo que quedarse en la Siracusia. Y contemplar, histérica, cómo el navío se abalanzaba sin control hacia la costa, cómo embarrancaba, y cómo, en cuanto bajó la marea, los primeros trabajadores egipcios comenzaron a trabajar en su desmontaje. Tratando de recuperar todo aquello que pudiera salvarse de aquella ruina.

Ella nunca más volvió a saber de su piloto. Esperaba que hubiera tenido suerte, pues a los pocos años oyó que Siracusa se había aliado con Cartago en una sangrienta guerra contra Roma, y que las cosas no le habían ido demasiado bien a Hierón. Ni a Hierón, ni al resto de siracusanos. Pero a ella todo eso le pilló muy lejos, pues quedó para siempre vagabundeando entre los restos de aquel barco varado en el desierto, aquel prodigio de Arquímedes que había resultado estúpidamente inservible; cazando ratones entre aquellos mosaicos apenas hollados que no tardaron en quedar enterrados bajo las dunas, y aquellos jardines que no tuvieron tiempo de llegar siquiera a florecer.

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Hay guerras y guerras

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Hay guerras y guerras. Eso dicen. Unas más justas, otras menos, unas necesarias y otras no tanto. Algunas incluso evitables, y unas cuantas que no beneficiaron a nadie. Y luego están esas otras guerras gloriosas, necesarias para que la Historia avance, para que la Épica brille, para que la Civilización sobreviva. Eso dicen. Empleando muchas mayúsculas, y alguna que otra esdrújula. Con muchas exclamaciones.

Veamos un ejemplo.

Corría el año 218 a.C. Hacía ya casi dos décadas que los ejércitos púnicos habían desembarcado en Cádiz. La otrora empobrecida Cartago, la antaño vencida Cartago, bullía ahora, próspera como nunca, gracias a la plata de Sierra Morena y el hierro de Cartagena. Todos los días partían nuevos barcos hacia la metrópoli, rebosantes de riquezas, y entretanto las huestes púnicas controlaban con mano de hierro el panorama político peninsular. Amílcar Barca, su yerno Asdrúbal y su hijo Aníbal no eran reyes en Hispania, pero se portaban como si lo fueran. Tras cruentos combates por todo el sur peninsular se habían ganado el respeto y la alianza deanibal2 buena parte de las aristocracias locales ibéricas. Toda una confederación de jefes iberos se reunió en Cartagena para proclamar a Amílcar general supremo de Hispania. Aníbal heredó esa distinción, con el premio añadido de la mano de la princesa Himilce, señora de Cástulo, capital de la región minera.

Pero todo eso no bastaba. Roma seguía ahí. Roma, que ya había derrotado a los púnicos una vez, en Sicilia, continuaba disputando a Cartago el papel de gran potencia mediterránea. El Mare Nostrum no era tan grande, y en él no cabían dos grandes estados. El choque entre ambas era inevitable, eso dicen los Libros de Historia. Y Amílcar lo sabía. Amílcar había estado allí, en Sicilia, y no había perdido una sola batalla contra los romanos. Pero un mensajero le había obligado a rendirse. Un mensajero que traía consigo una misiva de Cartago, informándole de que no recibiría más provisiones, que la guerra se había perdido, y que él debía desbandar a sus hombres y regresar a la patria. Amílcar hubo de tragarse su orgullo y aceptar las órdenes. Pero en cuanto Cartago comenzó a reponerse, en cuanto las cosas empezaron a ir bien en Hispania, una noche estrellada en algún lugar de Sierra Morena sacó del lecho a su hijo y se lo llevó con él hasta una de las hogueras del campamento. Y allí le hizo prometer que acabaría con Roma. Y Aníbal aceptó decidido.
La guerra con Roma era necesaria. Amílcar lo sabía, Aníbal lo sabía, el Senado Romano lo sabía, todo el Mediterráneo antiguo lo sabía. Incluso Júpiter. Una noche, Júpiter se presentó en sueños ante Aníbal y le ordenó atacar Roma. Júpiter, ojo, nada menos que el dios supremo de Roma. Incluso él entendía que la guerra tenía que librarse. Y se libró.

anibal6Ahora bien, entre Cartago y Roma mediaba Sagunto. Romanos y cartagineses, tiempo atrás, habían llegado a un acuerdo que prohibía a los cartagineses extender sus fronteras al norte del Ebro. Pero Aníbal sabía que, si quería atacar Roma, si quería marchar con sus elefantes sobre los Alpes para atacar Roma (una gesta gloriosa donde las haya; los pocos supervivientes de la travesía bien lo pudieron atestiguar), debía acabar con Sagunto. Pero Sagunto no se rendía. Y no había otra manera de marchar hacia Roma, no había otro camino. Tampoco Roma podía permitir que Sagunto abriera sus puertas al cartaginés, no se podía tolerar, pues Sagunto se encontraba al norte del Ebro, como todo buen geógrafo romano sabía. El Senado Romano envió a sus embajadores para prohibirle a Aníbal que atacara Sagunto. Y Aníbal se presentó con todos sus ejércitos ante las murallas de Sagunto. El Senado Romano envió a sus embajadores a Sagunto, prohibiéndoles que abrieran sus puertas a los cartagineses. Y los saguntinos se aprestaron a defender sus murallas hasta la última gota de sangre. Y así fue. El escenario estaba presto para que los grandes héroes entraran en la leyenda.

Como en toda guerra inevitable, como en toda guerra gloriosa de las que pueblan nuestra memoria colectiva, la toma de Sagunto cuenta con episodios épicos. El de las madres saguntinas arrojando a sus niños a las hogueras para evitar la deshonra de que cayeran en manos cartaginesas lo es, sin duda… ¿verdad? O el de los jóvenes, hartos de meses de asedio y hambre, comiéndose a los ancianos que ya no podían combatir. Pero no me refiero a eso, sino al combate entre Murro y Aníbal.

Lo narra Silio Itálico. En cierto momento del asedio, Murro, uno de los campeones saguntinos, decidió que había llegado su momento. Tomó la espada, tomó el escudo, saltó de las murallas, se abrió paso a empellones entre sus tropas y las ajenas, y clamó con voz de trueno: “¡Aníbal! ¡Hace tiempo que te espero! ¡Mi corazón anhela la batalla, arde de deseos de quitarte la vida! ¡Mi diestra te ahorrará la larga marcha hacia Roma y el ascenso a las nieves de los Alpes!”. Aníbal, a esas alturas, se encontraba en la otra punta de Sagunto, pero sus soldados corrieron a avisarle, deseosos de contarle lo que Murro había gritado a los cuatro vientos. Y Aníbal acudió. Era inevitable. Parece ser, o al menos la magia de la narración histórica así lo hace posible, que los combates se detuvieron cuando ambos adalides quedaron frente a frente. Dispuestos a matarse el uno al otro si hacía falta. Y hacía falta. Había mucho en juego.

“¡Hércules!”, gritó Murro, “¡Fundador nuestro, cuyas huellas veneramos en nuestra ciudad! ¡Aparta esta tormenta que nos amenaza, y hazme capaz de defender tus murallas con brazo infatigable!”.

Aníbal no se arredró, pues Hércules era también su patrono, y bajo su advocación había iniciado todo aquello: “¡Héroe de Tirinto, Hércules, asístenos en esta nuestra empresa! ¡Emplea tu poder para ayudarme! ¡Al igual que tu nombre ganó fama imperecedera por la destrucción de Troya, socórreme para acabar con estos hijos de la raza frigia!”. Así habló Aníbal, el gran Aníbal. anibal3A su alrededor, saguntinos y cartagineses caían en un marasmo de sangre y muerte.

Pero Hércules no apareció aquella tarde. Estaba ocupado en otra guerra. A alguna princesa caprichosa se le había antojado el cinturón de Hipólita, de la mítica amazona Hipólita, la mujer más fuerte y temible de cuantas hollaron este mundo, moradora del lejano Ponto. Y para allá que se había ido él, con su taparrabos por toda vestimenta y su clava al hombro. Y en las playas del Ponto, justo al borde de las olas en aquella soleada tarde de primavera, se la encontró. Cuenta la leyenda que las negociaciones fueron bien. Hipólita no tuvo ningún inconveniente en quitarse el cinturón para entregárselo al héroe, y detrás fue todo lo demás. La playa olía a algas, el héroe a sal, la amazona a cerezas. Hércules se empleó a fondo en aquella guerra. Pues, como ya se dijo, hay guerras que merecen la pena, y otras no tanto.

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La mujer del César

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El adagio es bien conocido. La mujer del César no solo debe ser honrada, debe parecerlo. No fueron exactamente esas las palabras que pronunció Julio César, pero sí son suficientemente significativas. Valen para entendernos.

Nos cuenta Plutarco que César hizo su entrada en la política romana por la puerta grande. Bisoño y fuertemente endeudado, su apoyo entre las masas populares le permitió no obstante conquistar uno de los cargos más codiciados, ansiado incluso entre los políticos de más edad, prestigio y trayectoria, como era el de pontífice máximo. Como tal, él y su reciente esposa Pompeya se mudaron a la residencia oficial, la Domus Publica, en pleno corazón del Foro. Y, como tal, Pompeya quedó encargada de organizar en su nueva casa el festival de la Bona Dea, una ceremonia nocturna, de contenido secreto, reservada a las mujeres de la alta sociedad cesar2romana y que quizás por ello mismo exacerbaba la calenturienta imaginación de los excluidos varones. Una fiesta en la que, aquel año, se coló el joven Clodio, un excéntrico aristócrata rico y alborotador. Confiando en su rostro aniñado y en la penumbra de la noche, Clodio pretendía hacerse pasar por fémina, descubrir qué tramaban las mujeres y, acaso, acercarse más de lo debido a alguna de las desprevenidas oficiantes aprovechando la ausencia de sus maridos. Tan audaz travesura salió mal, por supuesto. Clodio fue sorprendido y puesto en fuga, y a la mañana siguiente toda Roma estaba al corriente del desmán.

Medio Senado pretendía procesar a Clodio. No por haber puesto en peligro la virtud de sus esposas (¿quién osaría dudar en público de la inquebrantable virtud de una patricia romana?), sino por atentar contra los misterios de Bona Dea. Pero el pueblo simpatizaba con Clodio, y quizás no veía tan mal sus divertidos escarceos con las señoronas romanas. Finalmente, Clodio fue absuelto. Cuenta Plutarco que los jueces, temerosos, redactaron sus veredictos con tan mala caligrafía que fue imposible entenderlos, y que gracias a eso el joven no pudo ser condenado. César, sin embargo, repudió a su esposa. Y, de paso, capitalizó el apoyo popular de Clodio aliándose con él y sumándolo a su causa política. Cuando algún desaprensivo le preguntó el motivo de tan contradictoria conducta, César se contentó con murmurar, lacónico: “Considero que de mi esposa no debe siquiera sospecharse”.

El gesto de César fue considerado (entonces, y sorprendentemente aún ahora) modélico. No importaba que César fuera conocido en determinados círculos como la “Reinona de Bitinia”, debido a su larga y no del todo justificada estancia en el palacio del monarca Nicomedes IV. Ni tampoco que fueran un secreto a voces sus flirteos con las esposas de media docena de senadores (y no solo flirteos, como terminaría demostrando el nacimiento de Marco Junio Bruto; cesar3sí, el mismo que terminaría apuñalándolo), con la del rey Bogud de Mauritania y, por supuesto, con la proverbial Cleopatra. Ni tampoco que los soldados de César cantaran jocosos en el desfile triunfal a su regreso de las Galias previniendo a los maridos romanos de la vuelta de tan insigne seductor, y jactándose de que por el camino este se había gastado en prostitutas todo lo saqueado más allá del Rubicón.

Nada importaba, pues César era un líder poderoso, carismático, decidido, y contaba con el apoyo de las masas. Los círculos ilustrados romanos, los representantes del establishment, por así decirlo, podían criticar todo lo que quisieran sus costumbres licenciosas. La tarea de las féminas era aparentar. La de los insignes varones como César, dar de comer al pueblo, proporcionarles trabajos, prometerles reverdecer la grandeza de Roma, y mantener contento a cierta parte del electorado. Y, de paso, engrandecerse a  sí mismos. Si  a un César ya maduro, calvo y desmejorado después de tantas y tantas campañas, alguien le hubiera preguntado por qué pensaba que la bella, la magnífica, la inigualable Cleopatra se había lanzado literalmente en sus brazos, a buen seguro no hubiera vacilado en contestar que porque a la egipcia le atraía el poder que él detentaba. Si eres una celebridad, hubiera añadido, puedes hacerles lo que quieras.

Y, con César, la República Romana tocó a su fin.

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