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Tiempo de exploraciones

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Atardecía ya, el sol se despedía refulgiendo sobre las suaves colinas, y la ciudad, con sus casas blancas, sus talleres y sus templos, se agazapaba en la penumbra. El templo de Baal Hammón, el único que guardaría recuerdo de tan gloriosa tarde, asistía silencioso desde su altura a la partida de los barcos. Olía a sal y a primavera. Las gaviotas reían por doquier. Cartago se despedía de su flota.

exploraciones2Para aquella singular expedición, el almirante Hannón había sido puesto al frente de sesenta navíos. Se trataba de excelentes barcos, pentecónteras de casco casi simétrico, líneas redondeadas y aspecto imponente. A medida que, una a una, se alejaban del puerto, sus remos desaparecían bajo el puente y se desplegaba la gran vela cuadra que habría de dirigirlas hacia poniente. La brisa era suave, la corriente adversa, pero poco importaba. Hannón disponía de buenos veleros y de mejores tripulaciones. Y las bodegas de la escuadra iban repletas de todo aquello que una expedición como la suya podía requerir.

Sin apenas contratiempos, navegando por aguas conocidas, casi propias, la flota dejó atrás Ibiza, dobló el Cabo de Palos y atravesó las Columnas de Heracles, antaño de Briareo. En ese momento, frente a ellos, se abrió la inmensidad deslumbrante del Atlántico. Unos años antes, una expedición como la suya, comandada por el ilustre Himilcón, había efectuado aquella misma travesía. Con la ayuda de unos pilotos gaditanos, el bueno de Himilcón había doblado hacia el norte. Se contaban muchas cosas fabulosas de aquel viaje, y probablemente casi todas fueran ciertas. Himilcón había llegado nada menos que a las Cassitérides, las legendarias islas del estaño, repletas del preciado metal y de unos bárbaros larguiruchos y rubicundos que lo suministraban a manos llenas, intercambiándolo por chucherías. Con su viaje, Himilcón había hecho grande a Cartago. Pero él no se quedaría atrás.

Narraba la leyenda que el faraón Neco había botado unos navíos en el Mar Rojo, y que estos (algunos de ellos, al menos), tras una azarosa navegación de tres años, habían aparecido en las Columnas de Heracles. Se había tratado de una navegación puntual, de tanteo, y los egipcios se cuidaron muy bien de mantener en secreto todo lo visto y oído. Pero se contaban cosas maravillosas de esas costas. Y Cartago había comisionado a Hannón para reconocerlas y ponerlas en explotación. Si África podía circunnavegarse, la metrópolis púnica debía saber cómo.

exploraciones4Dos días después de atravesar las Columnas de Heracles fundaron la primera ciudad en las costas atlánticas, Thimiaterion, dueña y señora de una enorme llanura litoral aparentemente despoblada. Algo más allá, parte de los viajeros desembarcaron y dedicaron un santuario a Poseidón. La costa era arenosa y las pentecónteras difícilmente podían aproximarse a ella, pero contaban con chalupas de sobra para desembarcar de tanto en tanto para abastecerse de agua y comida y explorar el territorio. En cada una de esas arribadas, parte de los viajeros quedaba atrás, encargados de establecer una nueva ciudad. Caricón-Teichos, Gytte, Akra, Melitta y Harambis quedaron como huellas indelebles de su paso. Aún más al sur alcanzaron la desembocadura de un gran río que se internaba en África, el Lixus, y en sus orillas se toparon con los primeros indígenas, unos nómadas de tez oscura y gestos amigables que vivían de sus rebaños. Los salvajes acogieron a los navegantes con alegría, rogándoles de inmediato que les defendieran de los etíopes, gentes indómitas y fieras del otro lado de las montañas, y de sus frecuentes incursiones en busca de esclavos. Empero, la flota, ya menguada, siguió adelante.

El viaje se fue tornando cada vez más hostil. En las aguas de una misteriosa bahía, sacudidas por un continuo y fiero viento, muchas de las naves se fueron a pique contra una de las islas, Cerné, cuyos habitantes aparecieron de improviso sobre los acantilados para rociar a los navegantes con piedras y lanzas. En otra parada para la aguada, días después, dos tercios de los marinos desembarcados no regresaron, pues fueron pasto de los hipopótamos y los cocodrilos. A su derecha, en lontananza, el vigía de la cofa dijo haber oteado tierra, pero Hannón decidió seguir adelante sin separarse de la costa africana. El privilegio de descubrir y poblar aquellas islas, las llamadas Afortunadas, correspondería al rey de Mauritania, Juba II, casi medio milenio después.

exploraciones6Finalmente, los pocos navíos que quedaban doblaron el Cuerno del Oeste. O al menos así lo llamaron los intérpretes lixitas que Hannón había obligado a subir a las naves a punta de lanza. Anclaron al pie de unas montañas, y toda la expedición desembarcó. Junto a las playas se encontraron un lago, y en el centro del lago, una isla. La selva lo poblaba todo, sin dejar pasar un solo rayo de sol. El aire era espeso, preñado de sonidos desconocidos, de olores extraños. Seductoramente extraños.

Quizás años más tarde Estesícoro, un navegante patrocinado por los monarcas egipcios y reputado por sus maravillosos viajes a la India, llegara más lejos en su intento por circunnavegar África. No lo sabemos con exactitud. Pero Estesícoro ni siquiera imaginó lo que las gentes de Hannón descubrieron en aquella isla. Nadie podría imaginarlo hasta siglos, milenios después.

« La isla estaba llena de hombres salvajes, y la mayor parte eran mujeres, con los cuerpos peludos, a las cuales los adivinos de nuestra expedición llamaron “gorilas”. Persiguiéndolos, no pudimos coger a los hombres, porque todos huyeron, estando habituados a los barrancos y a defenderse con medios poco comunes. Pero cogimos a tres mujeres, las cuales, mordiendo y arañando a los que las conducíamos, no querían seguirnos ».

Hablo de esa época en la que África descubría el mundo. Antes de que un bárbaro general que se creía civilizado la sembrara de sal, para que ya nunca nada más pudiera crecer.

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Recuerdos de Atenas

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¿Se acuerdan ustedes de Atenas? No me refiero a la Atenas esforzada y heroica de la Batalla de Salamina, ni tampoco de la Atenas brillante y glamurosa del Partenón. Me refiero a la Atenas del ocaso del siglo V a.C. La Atenas que, diezmada por la peste y los descalabros militares, depauperada y aislada por la defección de sus antiguos aliados, hubo de avenirse finalmente a suscribir la paz con su ancestral enemiga, Esparta. La Atenas, agonizante y grotesca, o más bien lo que quedó de ella, que sobrevivió a la Guerra del Peloponeso. Seguro que alguno de ustedes sí que se acuerda.

atenas2Nada quedaba ya del antiguo Imperio. No demasiado de los edificios, las murallas, las infraestructuras levantadas durante décadas con el dinero aportado por los aliados. Las riquezas del templo de Atenea Niké se habían fundido para sufragar barcos y soldados, y los unos y los otros yacían ahora bajo el mar, en los disputados estrechos que separan Europa de Asia. Los olivos y las vides, cuyos frutos otrora engrasaron la economía de la polis, habían sido arrancados tiempo atrás.

Ni siquiera pervivió la democracia del afamado Pericles. Muchos achacaron a los demócratas el estallido de la guerra, y fueron aún más quienes les culparon del fracaso militar. La guerra acarreó la imposición de una dictadura. La inflexible represión acabó con aquellos que habían sobrevivido a los campos de batalla y a la peste. Pero ni siquiera esa dictadura fue eterna. Curiosamente dos de sus cabecillas, Critias y Terámenes, Terámenes y Critias, pronto entraron en confrontación, sembrando la discordia interna que terminaría con su régimen. El uno abogaba por una postura dura, fiel a sus ideales, el otro por un cierto aperturismo que les permitiera ampliar sus bases sociales. El uno terminó ajusticiando al otro. Y la dictadura pronto se vino abajo.

Ahora bien, los historiadores, tan quisquillosos como siempre, pugnan, llevan décadas pugnando, por dar con una etiqueta que categorice lo que vino después. ¿Democracia? Los atenienses que sobrevivieron a la dictadura, aquellos que acabaron con ella y aquellos otros que, no habiendo movido un dedo por derribarla, ya nunca más reconocerían haberla apoyado, así lo creían. ¿Pero eran verdaderamente demócratas? No al menos como en la época de Pericles, ya nunca más lo serían. Difícil volver a levantar una democracia así después de tres décadas de guerra, después de una dictadura y una represión que habían costado tantas vidas, tanta hambre, tanto miedo. Seguramente más de uno lo intentó, pero las resistencias eran demasiado grandes y pronto todo el mundo se acomodó. Caídos los tiranos, denominaron “democracia” al nuevo régimen y establecieron, eso sí, los mecanismos necesarios para que el pueblo (no se me alarme nadie, únicamente los ciudadanos varones; nunca hubo muchas Lisístratas en Atenas) volviera a votar cada vez que se le requiriera.

atenas3Y fue entonces, esa nueva democracia ateniense, la que decretó una ley que aún hoy nos deja atónitos. ¿Se acuerdan de qué ley fue? Posiblemente no. En el 403 a.C. la reconstituida asamblea ateniense aprobó imponer el olvido. El Estado ateniense prohibió taxativamente que nadie recordara lo que había sucedido en Atenas desde el final de la guerra. No solo se amnistiaban todos los crímenes cometidos, sino que en adelante se perseguiría judicialmente a quien tan siquiera los mencionara. La democracia debía contar con fundamentos sólidos, más allá de viejas rencillas.  Más allá de recuerdos desagradables que no llevaban a nada.

Cuatro años después, esa misma democracia ordenaba a Sócrates que se quitara la vida. Y el filósofo así lo hacía, no sin antes pronunciar sus más memorables palabras:

“Crito, le debemos un gallo a Esculapio”.

Al fin y al cabo, la Historia no es maestra de nada. ¿Verdad?

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La institución de la tumba

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Sin duda muchos de los aficionados al Antiguo Egipto (alguno hay, créanme) han oído hablar del yacimiento de Deir el-Medina, y es muy probable que más de un turista se haya perdido por sus calles camino del legendario Valle de los Reyes, sito a apenas un kilómetro, o del Valle de las Reinas, aún más cercano. Deir el-Medina, el poblado de los hábiles artesanos que levantaron todas aquellas maravillosas tumbas. O eso nos dice la publicidad, y nos repiten los libros de texto. No es mentira, solo una forma de verlo.

tumba2El nombre egipcio para Deir El-Medina era Set Maat, “El Lugar de la Verdad”. En este asentamiento residían, en efecto, los obreros encargados de excavar las tumbas de las dos grandes necrópolis reales. En época de Ramsés IV llegaron a ser más de un millar, hacinados en las casi 120 viviendas de las que se compone el poblado. Entre ellos había artesanos, desde luego: muchos de los mejores arquitectos, escultores, pintores y escribas del País del Nilo vivirían allí, pues ellos eran los responsables de dotar de toda la magnificencia debida a la última morada de sus señores. Pero la mayor parte de los habitantes de Deir el-Medina no serían sino picapedreros, encargados de horadar el acantilado con sus picos de bronce, sangrando y sudando (y muriendo) para perforar la roca a razón de unos 50 cm al día. Eso, los días buenos. Y hablamos, no lo olvidemos, de tumbas que en ocasiones alcanzan más de un centenar de metros. Y hay muchas. Hubo muchos faraones en el Reino Nuevo egipcio, y todos sin excepción tuvieron el desafortunado hábito de terminar muriendo.

Pero en Deir el-Medina no solo vivían estos “hábiles artesanos”. También vivían allí sus supervisores, decenas de guardias del faraón y una nutrida corte de escribas. Todos ellos, junto con los propios obreros y con los agricultores, pastores y comerciantes encargados de abastecer a la ciudad, conformaban lo que la jerga administrativa egipcia denominó la “Institución de la Tumba”.

La Institución de la Tumba, curioso tecnicismo. La Institución era una célula autónoma y autárquica, una ciudad que debía mantenerse a sí misma, cuyos contactos con el resto del Reino habían de reducirse al mínimo imprescindible, y cuyo único fin era su autorreproducción y la construcción y ornamentación de una sepultura tras otra en medio del desierto. Día tras día, año tras año. De hecho, los “hábiles artesanos” de Deir el-Medina se emparejaban entre ellos, tenían hijos y enseñaban su oficio a sus retoños, que a los pocos años habrían de acompañarles, y pronto sucederles, a pie de obra. Los guardias se ocupaban de que ninguno de ellos tuviera la tentación de escapar aprovechando algún desplazamiento entre la obra y el poblado. Aunque la inmensidad del desierto probablemente resultara aún más disuasoria que el más ceñudo de los guardias del faraón.

tumba4Bien es cierto, eso sí, que ninguno, o casi ninguno, de los habitantes de Deir el-Medina era esclavo. No nos equivoquemos. Recibían puntualmente sus salarios que podían gastar en la propia Institución, descansaban un día de cada diez, celebraban festivales en honor de los dioses o del faraón, e incluso disfrutaban de permisos especiales cuando uno de sus familiares enfermaba. No podían abandonar su trabajo ni salir de la ciudad, eso no. Eran funcionarios al servicio del Estado. Y quizás no estuvieran demasiado disconformes con su situación, puesto que esta se alargó durante generaciones sin que se produjeran, que sepamos, levantamientos o huelgas de ningún tipo. Tampoco estaban tan mal, como dice la publicidad, como dicen los libros de texto. Eran “hábiles artesanos”. Huxley no podría haber ideado un mundo más feliz.

Un mundo en el que, por cierto, siempre tiene que haber una mano en la sombra que engrase convenientemente los resortes que hacen funcionar todo como es debido. En este caso, tenemos noticia de su existencia a través de una misiva que el sujeto en cuestión, un general, redactó sobre un humilde trozo de arcilla, y que la arqueología por azar consiguió rescatar para nosotros. La breve carta dice así:

“Tomo nota de todo lo que me has contado. En lo que se refiere a esos dos policías, a las palabras que han pronunciado, reúnete con Nejemet y el escriba Tjaroi. Envíales un mensaje y que ambos se presenten en mi casa. Ve rápidamente al fondo de la cuestión. Mátalos y tíralos al agua por la noche, pero cuida de que nadie descubra nada sobre el asunto”.

Todo un epítome para ese mundo feliz, ese “poblado de hábiles artesanos” de Deir el-Medina del que algunos, antiguos y modernos, se sienten tan orgullosos.

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