a propos

Lean 'Décadence' de Michel Onfray

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O no. Porque, a decir verdad, hay que tener redaños para aguantar a lo largo de seiscientas páginas lo que se nos antoja un diagnóstico abrumador y descarnado de los principales males que afligen a nuestra sociedad occidental. Michel Onfray (Argentan, 1959; www.michelonfray.com) es el filósofo que hace las veces de forense sin pelos en la lengua interpretando los resultados de los múltiples análisis y exploraciones a los que ha sometido a su cadáver.

decadence2Así, pues, según el autor, el momento histórico que estamos viviendo es el del tránsito de una civilización defunta, la fundada en la cosmovisión que deriva de nuestras raíces judeocristianas, a otra que no sabe a ciencia cierta cómo será. En cualquier caso, tal extremo no es el objeto de su obra si no es para afirmar que el nihilismo de finales del siglo XX sentenció el final de una era y que otra, posiblemente transhumanista o fundamentalista religiosa, se abre paso en medio de un preocupante relativismo.

Lo que Onfray se propone prioritariamente es contarnos cómo y a qué precio fue posible que el cristianismo se impusiera como religión de Estado, cómo fue capaz de constituirse en el único referente posible en todos los órdenes, cuáles fueron los factores que lo hicieron resquebrajarse y cuáles lo precipitaron a su decadencia y su postrera liquidación.

Este ensayo pretende asimismo ilustrar el modo en que el autor concibe su dialéctica de las civilizaciones. Es por ello por lo que, en algunos capítulos, el devenir de la cosmovisión judeocristiana se ve interrumpido por referencias a lo que le iba aconteciendo contemporáneamente a su principal contendiente por mucho tiempo: el islam. Los seiscientos años de diferencia que separan el surgimiento de ambas interpretaciones explicaría que, siempre según Onfray, el mundo perseguido por la religión de Mahoma se encuentre en una fase de pugna por la predominancia que el judeocristianismo conoció hace ya muchos siglos.

decadence3Por el camino y de la mano de una aplastante erudición en lo que se refiere a la provisión de hechos históricos y datos biblio y biográficos, el filósofo francés va desgranando su particular lista de agonistas y antagonistas, más o menos conscientes, en la tarea de construcción o de minado de un modelo de pensamiento. En este sentido, por mucho que Onfray declare que se ha esforzado en ceñirse a lo objetivable, es difícil sustraerse a la antipatía que suscita (nos referimos a los agonistas) por figuras como Pablo de Tarso, Constantino, Eusebio de Cesarea, Justiniano, Teodosio, Teodoro de Bèze, Voltaire, Rousseau, Hegel, Robespierre, Marx, Lenin y Pío XII. En contrapartida, le resulta imposible al lector no querer saber más sobre los antagonistas (aquéllos que pudieron hacer que nuestro mundo fuera otro o los que contribuyeron a que el judeocristianismo fuera poco a poco perdiendo protagonismo): el propio Jesús (de cuya existencia duda el autor), Orígenes, Hipatia, Juliano, Francisco de Asís, Jan Hus, Poggio (que redescubre, en 1417 una edición de La naturaleza de las cosas, de Lucrecio; hecho capital a partir del cual la cosmovisión judeocristiana empieza a declinar irreversiblemente), Galileo, Descartes, Pascal, Kant, Nietzche, Juan XXIII y Pablo VI.

Estilísticamente hablando, la obra se impone como una brillante lección magistral con múltiples enumeraciones y gradaciones. La facundia del autor está oportunamente embridada en capítulos acertadamente estructurados. Al final de la obra, una cronología y una nutrida bibliografía certifican que no nos hemos tragado los cuentos de un charlatán, que hemos vivido una impresionante experiencia de goce intelectual. Mal que nos pese.

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Walter White

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Walter White. Yo no soy muchode series, os podéis meter por el orto si queréis Netflix y HBO, ambas juntas, y decirme qué se siente. He visto algunos de estos engendros por capítulos, pero no en exceso, sinceramente prefiero los programas aunque sean catalogados como basura, incluso Sálvame Deluxe o como se llame ahora. La ficción la limito a la sala de cine. No soy de pasatiempos, soy de mirar un poco más hacia dentro. Sí soy un pedante que no se conforma con nada, un gilipollas con pretensiones filosóficas.

Si nos ceñimos a las series de ficción, destacaría, antes de conocer a Walter White, únicamente tres de ellas: “Yo Claudio”, “Los Soprano y “The Wire”. Más allá sólo hay mierda, vacío y pretenciosidad. Ni que decir tiene que son muy escasas las series españolas que considero sólo pasables (que no vomito al verlas) y que no se pudren con el paso del tiempo. La antigualla romana de la BBC sobre la infecta familia julio-claudia debería ser de obligatorio visionado en las escuelas primarias, aunque en su día era casi considerada porno porque salía alguna teta que otra y alguna orgía romana que otra. Casi lloro cuando me enteré de la muerte de James Gandolfini, walter2no lo hice porque los hombres en mi mundo no deben plañir, pero casi, ese puto gordo y su familia eran geniales. Y algunas escenas de “The Wire”, de sus personajes pululando por el árido Baltimore como zombies de la existencia humana, constituyen uno de los espectáculos más grandes a los que puedes transportarte mediante una pantalla. Pero luego está Walter, Walter White. Walter White. Walter es otra cosa.

Me la recomendó un amigo al que en un principio no dí crédito, posiblemente porque él es un amante de todo lo que le suena a lisérgico. La impresión externa que me daba “Breaking bad” era de fuegos artificiales, de tópicos sobre yonkis, de policías y traficantes coñazo, y a mí no me va lo superficial aunque sea espectacular y entretenido. Pero nada más lejos de lo imaginado. Debajo de esa capa, que Vince Gilligan dibujó tan maravillosamente como un cómic gigantesco (el conjunto podría dar lugar a unas cuantas tramas más, casi sin final), estaba Walter White, pero también la mirada de la muerte. La muerte, el factor fundamental que dibuja y condiciona la vida de cada uno, de todos. Por mucho que huyáis de ella está ahí y es un agujero negro, no es el país de la piruleta, es el vacío, idiota.


Resulta evidente que el personaje de Walter fue construído sobre la marcha, sobre la carne, los huesos y las cenizas interiores de Bryan Cranston. La transmutación del actor resulta prodigiosa, creo que nunca podrá separarse de él, que ya son uno sólo. Además Cranston ha conseguido hablar con la mirada, y no precisamente de temas poco trascendentes, walter3lo que le da doble valor. La serie deja abierta a la opinión del espectador una mirada profunda hacia el interior del verdadero ser humano. El que sólo vea diversión y droga es que es idiota, yo estaba equivocado, aunque hay tantos estúpidos y pazguatos por el mundo.... La trama está magnificamente resuelta hasta crear personajes secundarios únicos, pero no se queda ni mucho menos sólo ahí. Y desde luego no puedo dejar de citar a Mike Ehrmantraut, ese ninja único, ese samurai al que por suerte podemos seguir disfrutando en la precuela “Better call Saul”, que en este momento estoy visionando y que me está aportando aún más noticias sobre el talento de Vince Gilligan y compañía, enormes....

Walter va descendiendo hacia las profundidades de su ser hasta liberarse casi por completo de las obligaciones morales, acercándose al yo más individual, al meollo, al humano puro que no crée en nada ni en nadie. Deja paulatinamente de escuchar a la conciencia socialmente cincelada en su mente, en nuestras mentes, para pegar un puñetazo en la mesa gritando “hasta que suceda, aquí mando yo”. Destierra al espejismo. En realidad no es que se vuelva malo, lo que hace es despojarse del bien y del mal, de la eterna lucha por ser bueno, por representarse ante sí mismo como buena persona, por salvar al prójimo. ¿Existe el prójimo aunque sea dentro de tu grupo o familia, o es sólo un invento más para sobrevivir?

Nacemos y se nos domina, es un proceso de doma y atocinamiento, se nos inculca que formamos parte por un lado de una especie, por otro de un país o un grupo social y, finalmente, de una familia. Pero esta estructura no tiene nada detrás, no es más que algo reductible al absurdo, un sistema basado en sí mismo, no hay instinto, la sangre no manda, walter5las órdenes las dicta el propio yo, casi siempre disfrazado porque no puede autocontemplarse, se esconde para no asustarse ante sí mismo y ante la nada. El horror manda, necesitamos una barrera protectora ante la visión nuestro retrato de Dorian Gray colgado en la pared. Walter escapa en primer lugar de lo colectivo entregándose a la excusa de lo familiar, pero finalmente deja de someterse ni siquiera a ello, se desliza hasta el fondo de la sima. En el momento final se transforma en pura individualidad, en puro deseo y es consciente ante el propio espejo de la  nada que lo posée, de la falta de sentido más que el que por sí mismo pueda darse. Todos los muros pueden derribarse si no se tiene nada que perder, y el último paso es la liberación de la muerte gracias a su propia presencia, absoluta e inevitable, a asumirla sin reparos gracias a la eliminación de las excusas deterministas y finalistas. Aún así, Gilligan deja el grifo abierto, la luz encendida al final. A pesar de que Walter se entrega y consigue observarse desde fuera, la serie deja una puerta abierta, un resquicio, el engaño existencial siempre subyace, en todos nosotros. Existe cierta luminosidad en la verdad como para entregarse a beber la cicuta socrática, el veneno del autoengaño. Asumir el final es el mayor de los triunfos y la mayor condescendencia hacia el resto, pero desde la casi consciencia.

Walter es capaz de matar y de saltarse la ley. ¿Qué es la ley cuando nadie te ve? La capa de invisibilidad se la da, de forma redundante, mirar a la cara a la negra parca. ¿Qué desearíais hacer si os diesen dos meses de vida? Confieso que me gustaría asistir a mi propio entierro, e incluso sobrevivir, convertirme en un espectro y vivir la vida eterna, y aparecerme en sueños velando por los míos. Pero al final me iré por el sumidero, por mucho que me engañe el río me llevará hasta el mar, como a Walter. Y nada mejor que disolverse en un instante que ir apagándose poco a poco. Repito otra vez que nadie gana, sólo se tarda más o menos en perder. Polvo y sombras somos. Aunque el señor White, aunque suena a tópico, ya es eterno. Nos vemos en “Better call Saul”, no creo que dejen de caer en la tentación de volver, aunque sea por unos instantes, a recurrir a Walter. Walter. Walter. Walter White. Walter White. Walter se levantaba todos los días para darles una patada en los dientes. Corre, intenta que todo se haga cuando tú digas que se haga. ¿Willy Wonka? ¿Walt Whitman? No, Walter White, estúpido.

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Prince está vivo

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Prince está vivo. No es una licencia poética, es que creo que no ha muerto. No puede haber muerto. I just want your extra time and your… kiss. No es posible. Jehová no lo permitiría. Creo que el enfant terrible de la música popular aparecerá en una rueda de prensa televisada en directo para todo el mundo en la que contará que sigue respirando. Y a todos se nos quedará cara de idiotas. O a lo mejor no, a lo mejor simplemente ha decidido mandar todo a la mierda. A lo mejor ha elegido apartarse de los flashes para siempre y pasar en resto de sus días en una cabaña, rodeado de secuoyas y osos grizzlies. Puede ser. Porque eso de que ha fallecido a los 57 años de una gripe, de sida, asesinado o por sobredosis de opiáceos... no hay quién se lo crea.

A menudo se usa la palabra genio para referirse a cualquier capullo. En el caso de Prince el término está más que justificado. Es más, es uno de los pocos casos en que incluso se queda corto. Porque lo de este extraño chaval desarraigado y escuálido solo puede explicarse teniendo omnipresente su genialidad, su indudable talento que nos ha legado un tesoro inmortal en forma de canciones, una música indescriptible que supera de largo la de sus amados Sly and The Family Stone o el gran James Brown. Prince pergueñó un extraño microcosmos que tasciende a la onda sonora, creó una cosmogonía propia en la que se dejó media vida, mientras se alimentaba solo de espaguetis mientras nos cantaba Superfunkicalifragisexy y proclamaba la supremacía del amor de Dios. Amén.



Creo que comencé a creer en Dios en serio a partir de descifrar el álbum Lovesexy (1988), una catarata funky de espiritualidad y amor por la vida, un canto al ser humano desde una aparente trivialidad. La desesperación que atenaza a todos los hombres lúcidos. Un lanzagranadas ruge en un cielo de televisión. Dime cuántos hermanos jóvenes deben morir. (Dance On). A partir de ahí su carrera experimentó un gigantesco in crescendo hasta esa obra maestra de la música que es Love Symbol Album, de 1992. Antes, desde el For You de 1978 el Mozart de Minneapolis nos había deleitado ya con estupendos discos funky, donde su característico falsete y sus excepcionales guitarras, además de una soberbia e inimitable sobreinstrumentación y unos arreglos casi dadaístas, fueron definiendo su estilo

Cuando murió Michael Jackson sentí que Prince se había quedado sin su rival directo, sin el estímulo que les llevó a enfrascarse en esa batalla absurda pero maravillosa de a ver quién era capaz de dar más conciertos seguidos. El bueno de Michael, que bautizó a sus hijos con el nombre del Principito de Minneapolis, falleció extenuado en el camino. Uno de los iconos de la nueva música del siglo XXI dejaba vía libre al príncipe del funk. Cuando murieron Lux Interior, Lemmy Kilmister, Scott Weiland, Joe Cocker y David Bowie sentí que el rock and roll se quedaba sin los referentes de aquella nueva generación que honraba a los pioneros, a monstruos como Little Richard, Chuck Berry o Jerry Lee Lewis. Me quedé sin aliento, sintiéndome demasiado viejo, muriendo un poco con ellos. La nueva música y la vieja música perdían su quintaesencia. No hay relevo. Kurt Cobain se había pegado un tiro ya en aquel lejano 1994. No hay músicos, solo maniquíes de revista sin alma como Lady Gaga o Beyoncé… o grupos de hilo de ascensor como Coldplay o Radiohead.


Prince se adelantó a todo. Pionero en la distribución de su material en Internet, sufragó un ejército de guardianes para que nadie colgara material suyo en Youtube o en Spotify de gratis. Quería que le pagaran por su trabajo. Creo que tenía toda la razón. Sabía de lo que hablaba, después de su novelesco litigio con la Warner, lo que lo condujo a aquel estrafalario episodio de sus cambios de nombre. Ya le habían chuleado demasiado. Esto le llevó a actos maravillosos como a componer la sublime Sexy Motherfucker para joder a sus patrones, todo un escándalo en la bienpensante Norteamérica de los noventa.  

En cierto modo has revivido en el mundo. Desde el día de tu muerte me acuesto a las tres de la mañana viendo actuaciones acojonantes en directo, de las muchas que ha dado. Mi mujer está empezando a preocuparse. Por las mañanas llego siempre tarde a la guardería con el niño. Por el momento hay material de sobra en la red para sobrellevar este luto. Incluso está disponible aquella controvertida actuación en aquel infame programa de Miguel Bosé en TVE1. A veces me siento como un niño huérfano, le gritabas al mundo. Mierda, no puedes haber muerto. Espero que te hayas comprado una mansión en la luna y nos sorprendas a todos con el primer concierto de la historia desde la luna. Mira arriba en el cielo, es tu guitarra. Baila.

prince2Mi primer contacto con el genio de Minneapolis fue con Batdance, la banda sonora de la peli de Tim Burton de 1989 dedicada al hombre murciélago. Y es que en mi caso primero fueron los cómics y después la música. Mi fervor por el lado oscuro de Bruce Wayne me condujo hasta Prince. Él me llevó a James Brown, a Wilson Picket, a Lee Dorsey, a Bo Diddley, a John Lee Hooker, al jodido Little Richard… y ya nunca me detuve. Incluso dejé de lado aquellas emocionantes historias del Señor de la noche. Porque Partyman, Trust o Electric Chair eran música de otra galaxia. Aquello era gloria bendita, harina de otro costal. Nada transmitía tan buen rollo y de forma tan profunda, te traspasaba el hipotálamo. Droga sincopada. Y todo se me juntó. Porque la modermidad y la insultante frescura de aquel tío minúsculo chocaban frontalmente con aquel mundo mío gris y chabacano. ¿Cómo escuchar aquellas canciones y seguir soportando la triste oscuridad de los bares, la patética insustancialidad de Tomás de Aquino o Yeats al lado de aquelllos paisajes sonoros insultantemente revolucionarios? Escuchaba Parade rodeado de tapas de tortilla, bañadores por los tobillos y viendo monjas por la calle y me sentía todavía más desarraigado. Me daba vergüenza que mis amigos, hinchas de los Guns and Roses en el mejor de los casos, descubrieran mi amoroso reverso púrpura. ¿Cómo iba aquel chico de aquel pequeño pueblo del Noroeste de la Península Ibérica hacer ostentación de su devoción absoluta por el andrógino astro lila del funk moderno? Y así, llevé mi devoción por el gurú de la música negra de forma más o menos privada. ¿Qué podía hacer yo? Sigo sin saberlo
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Hasta que en 1993 cambió todo. Prince vino a Galicia. Lo vi en Santiago en aquel memorable concierto del Monte do Gozo con motivo del rollo del Año Santo. La época de la gira del Love Symbol Album. Una pasada. Recuerdo que había leído en el periódico que Prince había pedido a sus fans que acudieran vestidos de negro o de blanco. Mi amigo Jose y to fuimos de escrupuloso luto. Toño fue íntegramente de blanco, él es así. Aquel momento marcó el clímax de su carrera para mí. A partir de entonces, tras su divorcio definitivo de las grandes discográficas, fue entrando en un agónico declive, acentuado por la dramática muerte de su único hijo con la sensual bailarina Mayte García. Y su conversión en Testigo de Jehová apagó su lado más funky y gamberro. Aún así, el Príncipe nos ofreció destellos de su grandeza en joyas como Musicology o 3121. Pero fue el soberbio Plectrumelectrum el que me hizo recuperar por completo las esperanzas en el genio creativo del hacedor de obras maestras como Diamonds ans pearls o Sign o´The Times. En 2014 Prince firmaba un disco de puro rock and roll, guitarrero a más no poder, una especie de Jimi Hendrix de Minneapolis acompañado por un grupo de chicas que hará las delicias de cualquier amante del rock. El disco pasó desapercibido a pesar de ser el mejor trabajo de Prince desde los noventa, como ocurre con tanta buena música.

Cuando 1999 parecía tan lejano tú le cantabas al fin de una época. Ya no me despierto cada mañana manteniendo esa ínfima esperanza de que estás ahí, haciendo música entre la oscuridad púrpura de Paisley Park. Mi vida ha muerto un poco contigo. En los especiales de Nochevieja tendremos que soportar  a Lady Gaga, Beyoncé o a Bruno Mars, sucedáneos de mala calidad. Escucho Alphabet Street, Tambourine o It's gonna be a beautiful night y hay un trasfondo triste que cubre esa música vitalista y maravillosa. Pequeño gran Mozart de los hermosos ojos negros. Como en otros grandes hombres una lucha a muerte en tu interior: el monstruo sexual contra el pecador arrepentido en busca de la fe. Y tu mejor material tras esa dicotomía, tras el dolor.

Sometimes snows un April. Parece que hubieras elegido morirte en abril para que esa puñetera canción suene aún más triste. No puedes haber muerto. Estoy seguro de que mañana aparecerás en las noticias con los ojos pintados y tu sonrisa ladeada mientras tocas Seven. Mientras tanto me sorprendo a mí mismo llorando con Cream de fondo. Espero que no te hayas muerto de verdad, porque no tiene puta gracia.


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