a propos

Javier Krahe

El otoño pasado, cuando en Madrid todavía se podía pasear por la noche en mangas de camisa, caminábamos atravesando la hiperiluminada Puerta del Sol a media noche y, en ese momento, casi mágico, en sentido contrario le vimos aparecer a lo lejos, resplandeciente, como un ectoplasma inmaterial en medio de este mundo de carne y hueso (“spirit in the material world”, como la canción de The Police hecha materia). Caminaba ese flaco Quijote imperturbable entre la masa, con sus vaqueros claros y su camisa blanca a rayas finas azules, esa que utiliza como infalible capa de invisibilidad. La gente no le ve, pero Krahe brilla en la oscuridad, como fluorescente, como un Cristo cocinado a fuego lento, redentor irredento. Atravesó la plaza mimetizado como un elemento arquitectónico más del paisaje, haciendo sombra con su estrecho talle a la estatua de Carlos III y se diluyó por la calle Carretas, seguramente hacia Huertas a trasegar líquido venenoso en algún bar y a fumarse (sospechamos por la tos crónica que fuma bastante) unos cuantos cigarritos, alguno de ellos “de la risa”.

Krahe está curtido en mil batallas y ha ganado, gracias al tiempo, un millón de guerras. Insulta mejor que nadie a los poderosos y se ríe de lo sagrado a mandíbula no vatiente, casi sin que se le note el sarcasmo. Es el más irónico y el más escéptico homo sapiens que puebla esta ciudad permanentemente adormilada tras una sonrisa Profidén. Se ganó sus galones de mariscal de campo entre los cínicos al ser vetado en televisión por el pedazo de mierda de Felipe González, el megalómano y traidor “Señor X”, con el que Cuervo Ingenuo nunca firmará la pipa de la paz por mucho oro y moro que se le ofrezca. Luego quisieron quemarle en una pira por aquel divertimento de “Cocinar un Cristo”, pero pelear contra esos asquerosos para Krahe es sólo cuestión de echarse un poco de desodorante por las mañanas para apartarlos como a fantasmas.



Javier Krahe es una estrella del rock. Él es el rock and roll, y puede mirar de frente a Keith Richards y a Chuck Berry sin pestañear, y si se pintara la cara de negro podría codearse con los músicos del Cotton Club, sin desmerecer. Es Brassens y Moustaki reencarnado, “Le métèque” de hueso y piel. Él es Madrid como pocos lo son. Sólo a él le he visto actuar un número de veces que no puedo contar, todas como si fuese la primera, a él y a Burning, los dos pilares de lo “nuestro” que nos quedan vivos. Si lees ésto y no te gustan los que cito vete a vivir a otra ciudad o, mejor, suicídate, nos harías un favor.



Las grabaciones perpetradas por el buen cabronazo de Javier se quedan cortas para que alguien se haga una idea de la verdadera dimensión del personaje. Él es de esos que se crecen hasta agigantarse en el escenario, es un actor genial del método (“método Krahe patentado”) un histrión de tal calibre que cuando nació se rompió el molde, y un bailarían que supera con creces a Nureyev en cuanto le da la gana de mover los pies. Los diez Euros que se pagan en el Galileo por verle son una miseria que se entrega más que pagarse, Krahe no necesita ni quiere ganar dinero, que le den al sucio metal, va sobrado. Hay tristes espectáculos por doquier en Madrid, de vergüenza ajena, por los que no se cortan en pedir 20 pavos al personal. Pedidle crowdfunding a vuestros siete padres, amiguitos. Krahe es un espectáculo minimalistas puro por el que pagaría mucho más de lo que él, displicente ante el money money y el artisteo, pide. Krahe es el “Circo del sol” él sólo.

krahe2Y “él” son también “ellos”, son cuatro. Sobre el escenario, durante la ópera “Krahe”, constituyen la banda perfecta, sin ruidosas Stratocaster, Telecaster o Lespaul, sin orquesta sinfónica, no hace puta falta, porque son artesanos de los instrumentos y de la voz a la antigua usanza, no necesitan estridencia para ser músicos de rock, ni chaqué para ponerse clásicos cuando lo desean. Javier López de Guereña y Fernando Anguita son el perejil perfecto para todas las salsas cínicas de Krahe, se mezclan con él como peces bomba en el agua aportando hasta los cantos de las sirenas si se tercia en los coros. A ellos se suma Andreas Prittwitz, el flautista de Hamelin. No suelen gustarme los barroquismos de viento pero, en este caso, el músico aporta un toque sutil único al conjunto.

Krahe cruza con más estilo que nadie Nuñez de Balboa para ir a comprar sellos de Nigeria a la Plaza Mayor. Y algún día escalará el Everest mientras se fuma un cigarro hablando con su amigo el Yeti. Y continuará explicando la Odisea de Homero en apenas tres minutos a su auditorio, con bastante más gracia que el puto griego aquel. Aunque él sabe de sobra que es un mentiroso redomado, que en realidad todo en este mundo sí que se reduce a follar, por mucho que lo niegue.


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