Mike Esbirro: En tierra de nadie

Adela

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Como cada tarde de domingo, Adela acude a su cita en el museo. Hace ya más de dos o tres meses que lo hace. Ya no le queda nada, sólo se tiene a sí misma y, pese a las circunstancias, ha aprendido a apreciar la soledad. Traje negro, tacones, abrigo de paño y ese gorro de fieltro que tanto le gusta. El mismo paseo, la misma cadencia al caminar, la mirada perdida en el horizonte, totalmente ajena a la vida gris que surge a cada paso a su alrededor.

Siempre llega a la misma hora: treinta minutos antes del cierre. Se precipita por los pasillos siguiendo una misma ruta, sin que nada llame su atención hasta llegar a él, a ese cuadro que absorbe su mirada y su pensamiento. En silencio, lo recorre una y otra vez con sus verdes ojos, como si quisiera encontrar algo que hubiera perdido.

adela3Román hace tiempo que la observa. La sigue por los pasillos intrigado. No logra comprender un comportamiento que se le hace tan extraño. Le puede su curiosidad innata. Treinta años de conserje del museo agudizan la intuición cuando se trata de examinar al género humano. Cada tarde de domingo, él la sigue con sigilo y la vigila entre las sombras o escondido tras las columnas como si fuera un niño chico jugando al escondite.

Las preguntas se solapan las unas con las otras en su cabeza: ¿quién será esta mujer? ¿Por qué todas las tardes de domingo? ¿Por qué ese cuadro? ¿Por qué...?

Adela también se hace preguntas e intenta, sin conseguirlo, hallar respuestas en aquel lienzo. Fue un pintor costumbrista vasco desconocido para ella quien pintó La familia Bengoechea. Un matrimonio burgués, el hombre y la mujer en el centro, elegantemente vestidos y con el semblante serio, porfiando por transmitir una elevada dignidad que, a buen seguro, no poseían. Sus tres hijos los rodean, uniformados con la indumentaria del mejor de los colegios extranjeros y, como telón de fondo, el hermoso jardín victoriano de la casa familiar. Todo perfecto, sin aparente mácula, como a Jesús le gustaba.

*

Por Jesús lo abandonó todo: su prometedora carrera en aquel despacho de arquitectos, la ciudad que la vio nacer, el mozo que le mandaba poemas de amor en aviones de papel que colaba por su ventana, sus ideas, su forma de ser, en definitiva, todo aquello que la definía. En ese momento vio en él la estabilidad, la seguridad que le ofrecía un hombre de negocios de buena familia. El amor... El amor ya llegaría. Además, ¿qué es el amor?, se decía a sí misma.

Pronto llegaron los mellizos y la alegría inundó el hogar. Pero la dicha no duró mucho más. También llegaron la soledad, el silencio, la incomprensión, la intromisión familiar, los múltiples acontecimientos sociales, las aparencias, las tradiciones sagradas, el sentimiento de ser un hermoso mueble en un gran salón en el que se representa una obra de teatro que otros han escrito para ella.

Así que no tardó en aparecer la depresión y, tra ella, la enfermedad. Desde hacía nueve meses, luchaba sola contra un cáncer en su seno izquierdo. Pronto la apartaron de sus hijos para que no pudieran asistir al deterioro de su madre. Lo hicieron con escusas, mandándolos a un colegio británico en aras de una superior educación. Jesús comenzó, entonces, a frecuentar otras mujeres, algo que, en realidad, llevaba haciendo desde mucho tiempo atrás hasta que, sin avisar, se marchó de casa. Toda su vida se había vuelto un pozo negro de soledad, resentimiento y amargura.

*

adela2Frente al lienzo, Adela se pregunta qué es lo que hizo mal, qué salió mal si ella lo dio todo, por qué tanto castigo. Pero la respuesta nunca llega.

Sabe que Román la observa. Le hace gracia y la divierten las maneras casi infantiles que usa para conseguirlo. No se le escapa que, pese a su edad, es un hombre que conserva buena parte de su atractivo. Se sorprende a sí misma pensando que en su situación sea aún capaz de apreciar ese tipo de cosas. Pero sólo él puede hacerla esbozar una secreta sonrisa.

*

Ha pasado más de un mes desde la última vez que Román vio a Adela. Ya no acude las tardes de domingo ni de cualquier otro día. Está intranquilo; echa de menos el juego que mantenía con ella. Lo atormenta el hecho de no haber descubierto el secreto de esa misteriosa mujer. Pregunta a sus compañeras, al mozo del jardín y al vigilante de seguridad pero nadie la ha vuelto a ver. Tal como vino se fue. Hubiera deseado acercarse a ella, intentar entablar alguna conversación, saber, al menos, su nombre. Pero el pudor y el miedo a parecer un viejo entrometido lo superaron. Ahora pasea con desasosiego por los pasillos, mira cada poco a través de las ventanas y se altera íntimamente si, al acercarse una silueta, cree reconocerla.

Y esa tarde, por fin, la vio. Caminaba a duras penas luchando contra un viento y una lluvia atroces. En la desigual refriega, la mujer perdió su pequeño paraguas y su querido sombrero de fieltro. Como buenamente pudo, sujetó, entonces, con su mano derecha el florido pañuelo que cubría su cabeza mientras con la otra trataba de aferrar el cuello del abrigo. Avanzaba notablemente cansada y carente de aquella cadencia firme y decidida que recordaba Román.

Al verla llegar, quiso salir a ayudarla pero prefirió esperar en última instancia. La observó detenidamente y tuvo una mala corazonada. Conforme la mujer se acercaba, sus peores sospechas se confirmaban haciendo saltar en su mente resortes del pasado mal apuntalados. Por unos segundos que le parecieron eternos, todo se detuvo mientras una catarata de recuerdos se precipitaba sobre su maltrecho corazón.

Raquel, Raquel, su pequeña Raquel... Tenía apenas cuarenta años. Acababan de tener un hermoso retoño, una pequeña princesa. Eran felices. Todo fue muy rápido. La mala noticia, el avance de la enfermedad y el fatal desenlace. Entre medias, las noches sin dormir, ese sentimiento de impotencia, el dolor extremo que se enquista y desgarra lentamente las entrañas, las lágrimas a escondidas, la lucha incansable y llena de esperanza por sacar adelante a las dos mujers que daban sentido a su vida.

*

Adela camina notablemente fatigada. Empapada de agua, va dejando su rastro por los pasillos. Román la ve pasar frente a él. Esta vez, la mira atentamente, con el semblante serio y el estómago encogido. No respira. Es como si tratase de ocultar su evidente presencia. Sin embargo, ella apenas si repara en él y prosigue hasta la sala donde volver a encontrarse con su extraña obsesión. Al levantar la mirada, descubre horrorizada que el cuadro ya no está. Tan sólo queda en su sitio un cerco oscuro y rectangular como testimonio de su antigua presencia. Sin apartar la mirada de la pared vacía, se la oye sollozar.

Román aprieta los puños y se le aproxima despacio. Al llegar a su lado, le ofrece un café casi susurrando. No se le ha ocurrido nada mejor que decir. Ella lo mira fijamente con los ojos ahogados de lágrimas amargas, retira con su mano izquierda el pañuelo empapado que cubre su cabeza y, sin apartar la mirada, asiente. Él extiende, entonces, su temblorosa mano derecha en busca de la izquierda de ella y la aprieta con firmeza. La siente fría y plomiza. Haciendo por contener una mal disimulada emoción le dice: "confíe en mí."

*

adela4Adela ya no está sola. Toma café de puchero cada día en el ático secreto que posee Román en la planta superior del museo. Mantienen largas conversaciones sobre lo divino y lo humano, sus vidas y el tiempo que les ha tocado vivir, el enigma del amor y la soledad. Se abrazan, se miran, se acarician en silencio y contemplan juntos las estrellas en las noches despejadas a través de la maltrecha ventana abuhardillada, arropados con una vieja y raída manta zamorana. Viven cada día y sin pensar en el mañana una historia muy humana de ternura y naciente amor.

Hace días que Román trata de inmoralizar el usto de Adela sobre un lienzo. Ayer les comunicaron que sufría una recaída. Nervioso y con mal pulso, intenta dominar el pincel. Ella le dedica su mejor sonrisa. No desea pensar en nada más. Le hacen gracia su tembleque y sus sudores y se mordisquea picarona el labio inferior. Él la mira y dibuja una fina sonrisa en sus estrechos labios. La entiende, le sigue y acrecienta el juego pero sabe que, quizás, no les quede mucho tiempo.

*

Quedan treinta minutos para que la pinacoteca abra sus puertas. Hay gran revuelo y nerviosismo en su interior. La familia Bengoechea ha sido ya restaurado y se ha de proceder a su colocación. Todo el mundo busca a Román para que eche una mano aunque hace días que nadie sabe de él. El director, enfurecido, jura sin descanso. Una mujer grita "¡Dios mío!" en la sala contigua. Todos se apresuran hacia allá.

Boquiabiertos y mudos contemplan cómo alguien ha colgado otro cuadro en el lugar donde La familia Bengoechea presidía la sala. El nuevo lienzo representa el busto desnudo de una mujer de mediana edad, calva, de hechizantes y enigmáticos ojos verdes y mirada penetrante. Le falta un pecho. En lugar del ausente, una diagonal cicatriz sonrosada. Con los dedos índice y pulgar de ambas manos, la mujer forma un corazón y lo apoya en su vientre. Sus labios carnosos se estiran para dibujar la sonrisa más sincera y estremecedora que se pueda encontrar.

Nadie se aventura a decir nada. Todos callan como si descubrieran en ese momento una especie de omertà autoimpuesta. El silencio es opresivo. Todos la conocen y conocen a su autor pero el director es el único que se atreve a mascullar un "¡Dejadlo ahí! Bien merecido se tiene el lugar. Yo me hago responsable."

*

adela5Llueve con intensidad sobre la Estación del Norte. La tarde despide con tristeza las últimas horas de luz. Un hombre sexagenario y una mujer de mediana edad afectada por alguna dolencia se acurrucan bajo una manta oscura en un banco de andén. Con una maleta de envejecido cuero a cada lado y unos rollos portalienzos, ven pasar los trenes. Se abrazan sin descanso. Se miran. Sonríen. Apenas si se hablan. Llevan todo el día así. El revisor, sumamente extrañado y sin poder aguantar un segundo más su curiosidad, se les acerca y les pregunta con mucha educación:

- Perdonen Vds. No quisiera ser indiscreto. Es que los vengo observando durante toda la jornada. Ven pasar decenas de trenes pero no se deciden a subirse a ninguno. ¿Se encuentran Vds. bien?

Román y Adela se miran. La luz que, en ese momento, brota de los ojos de ambos bien pudiera bastarse para iluminar ese gris apeadero.

Clavándole una mirada que traduce el sentimiento de aquéllos que tienen el corazón en paz, Román le contesta:

- Se equivoca: hemos cogido el único tren que verdaderamente importa.

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