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La penúltima tentación de Jairo

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I
Cuando Jairo entró en la empresa de paquetería, algunos de nosotros llevábamos años tragando sapos y culebras. Las condiciones laborales nunca fueron buenas y encima la dirección había dado una nueva vuelta de tuerca desde la última crisis. El descontento estaba muy generalizado entre la plantilla. También el temor al despido. Las circunstancias eran desfavorables para cambiar de empleo en medio de unas cifras de paro galopantes, jairo2el endémico mal de nuestro país, la mejor receta para condenar indefinidamente a los trabajadores a un colchón duro y estrecho, pero colchón al fin y al cabo.

Jairo empezó realizando las mismas labores por las que todos pasamos en nuestros inicios. Su función era cargar sin descanso los rollos de cinta adhesiva en las pistolas de embalaje. En una hora podían caer fácilmente trescientos o cuatrocientos. El ritmo en la cadena era frenético. A pesar de que se trabajaba con gran rapidez y de que la actividad rutinaria exigía concentración, el ambiente en la nave era de cierta algarabía. El eco del gigantesco hervidero resonaba desvaído en las oficinas acristaladas que se alineaban a un lado del piso superior.

Durante bastante tiempo, no puedo recordar exactamente cuánto, Jairo desempeñó modélicamente su cometido. Jamás se le escuchó el menor comentario crítico hacia la compañía, jamás tuvo una mala palabra hacia algún jefe o compañero. Tampoco era muy dado a las relaciones. En los descansos aprovechaba para salir un rato a tomar el aire y solía hacerlo solo. Algunas veces me quedada observándole de reojo mientras me fumaba un cigarro con el encargado de mi sección, intentando adivinar en qué lugar posaba sus inescrutables pensamientos.

Un día le vi hablando con Jonathan. Parecían enfrascados en una conversación intensa y trascendente. Jonathan había sido nuestro delegado sindical hasta que fue arrinconado de forma expeditiva tras un amago de huelga. Pese a que no era un tipo especialmente popular ni carismático, sus ideas, defendidas con enorme determinación, eran claras, lógicas y osadas. Tampoco tenía un gran don para la palabra, no al menos para su alto nivel de instrucción, de su profunda cultura.

El primer motivo de acercamiento entre ambos se produjo, al parecer, al descubrir que habían sido vecinos del mismo barrio. Estrujando los recodos de la memoria, llegaron incluso a recordar un borroso episodio en el que Jonathan había mordido a Jairo, según referían recurrentemente a quienes tenían cerca, como concediendo una explicación redentora a su amistad presente tras aquel encontronazo remoto.

jairo5No iban al mismo colegio, pero sí habían coincidido en alguna ocasión en el montículo del descampado que se abría tras los últimos bloques de la promoción urbanística que se extendía por el emergente arrabal. Aquella orografía era muy apreciada como escenario para las frecuentes guerras a pedradas de los chavales, donde las tardes se teñían de dolor y gloria y donde las madres se desgañitaban antes de rescatar a sus hijos con sopapos e improperios. Apenas se vislumbraba el ensortijado pelo rojizo de Jonathan por la pequeña senda que conducía al campo, un tenso silencio detenía la contienda durante unos instantes.

Seguramente nadie advirtió, ni entonces ni ahora, la relación entre el drástico giro de comportamiento de Jonathan, cuya crueldad era legendaria, y aquella marca de sus dientes en el costado de Jairo tras una embarullada refriega. Son elucubraciones que yo me hago, si se me permite la interpretación, una vez conocida la historia por boca de sus protagonistas. Él mismo no fue consciente de ello, como solía confesar, pero sí calculaba que por aquella época dejó las peleas y abrazó los libros.

En el almacén, Jairo y Jonathan se mostraban cada vez más inseparables. Con indisimulada malicia, muchos fantaseaban incluso sobre el posible trío que podrían tener montado con María, la novia de Jonathan, que trabajaba en la misma empresa como teleoperadora, a cargo de las reclamaciones de los clientes. Desde luego, ella nadaba como una voluptuosa sirena y con la misma destreza junto a dos aguas tan diferentes. En mi opinión, esas habladurías no tenían el menor crédito.

II
Aquel chico taciturno y ensimismado que se pasaba la jornada entera cargando rollos de cinta adhesiva también sufrió una apreciable transformación desde el fortuito reencuentro con Jonathan. Día a día iba creciendo su animosidad. Charlaba con más gente y comenzó a desarrollar un sutil magnetismo con su mirada penetrante, con su modo de expresarse, dulce y pausado, pero firme y elocuente. Sus temas de conversación tampoco eran los habituales en un entorno como el nuestro. Evitaba relatar episodios de su vida, pero escuchaba con muchísima atención los de los demás. De sus labios siempre brotaba un sabio consejo, una palabra de consuelo o un pensamiento inspirador. Al escucharle en algún corrillo, su amigo Jonathan asentía con una sonrisa orgullosa, como si conociera de antemano sus argumentos, como si hubiesen crecido previamente en su cabeza, aunque sin la música armoniosa y seductora que brotaba de los labios de Jairo.

jairo7Aquel mes de marzo, los ánimos estaban caldeados, después de que Jairo hubiese liderado con éxito dos huelgas consecutivas, a pesar de que ni siquiera ostentaba la representación legal necesaria para convocarlas. Sin levantar la voz, sin aspavientos ni ensayadas tácticas, solo con la fuerza de su propia convicción, había conseguido arrastrar a los empleados hacia una parada bien coordinada de la cadena. No todos siguieron la consigna, ni mucho menos, pero sí los suficientes como para interrumpir el servicio durante unas cuantas horas, hasta que la dirección se avino a negociar.

En el piso primero, la preocupación se mascaba con creciente intensidad. Los conflictos laborales no eran una novedad. Sin embargo, la firmeza de los seguidores de Jairo resultaba inusual. Cuando iniciaban las protestas, sus rostros se iluminaban y adquirían una tonalidad dorada, como si hubiesen sido presos de algún encantamiento. Desde fuera, esta conducta podría percibirse como una manifestación cercana al fanatismo. Era algo más que eso. Era como si los participantes compartiesen una verdad íntima e indudable, una certidumbre insólita, especialmente los que mantenían una relación más estrecha con Jairo, una docena o así, la mayoría mujeres, con las que tenía un predicamento particular.

Varios miembros del equipo de dirección se inclinaban por aplicar despidos selectivos para dividir las fuerzas rebeldes. Otros insistieron en infligir un castigo ejemplarizante a Jairo y también hubo quien defendió lo contrario: darle un empujón hacia algún goloso puesto para sofocar sus ínfulas agitadoras.

El presidente y fundador escuchó a los consejeros con atención. Cuando terminó la ronda, agradeció las sugerencias e invitó al equipo a salir del despacho. Dio unas vueltas en torno a la mesa, tomó asiento y se volvió a levantar hasta situarse frente a la pared, cuyo brillo traslúcido devolvía una imagen indefinida de su rostro angustiado. En la cartera llevaba un pequeño papel con un número de teléfono anotado a mano. La llamada, tantas veces postergada, desencadenó al fin la sentencia.

III
Ocurrió un viernes, 3 de abril. Jairo, María y Jonathan fueron al cine ese día. Reponían La última tentación de Cristo, la película que en su estreno había originado una agria oleada de protestas en los sectores más reaccionarios de la iglesia católica, debida a la particular elucubración de Martin Scorsese desde el lado más humano del mito. Los amigos conocían la polémica, pero era la primera vez que se enfrentaban a la cinta. De camino a la casa de Jairo, donde acordaron ir a tomar unas cervezas, la conversación fue banal y poco fluida. Nadie se atrevió a hurgar en los intersticios de una historia que abría numerosas puertas a la reflexión.

jairo6María ya había avisado de que se retiraría pronto para cenar con su madre. Después de su marcha, Jairo y Jonathan siguieron bebiendo e intercambiando canciones con el Spotify. El alcohol mejoró notablemente los canales de comunicación, extrañamente atascados desde que salieron de la sala de proyecciones. Jairo se contoneaba a ritmo de la música junto a la ventana, con la botella en la mano, mientras su camarada imitaba sus movimientos enterrado en el sofá. De forma inadvertida, Jairo miró hacia la calle justo en el momento en que dos tipos salían de un coche blanco recién aparcado. Su atención quedó retenida en la bolsa negra que llevaba uno de los individuos y en el puño de hierro que el otro se colocó antes de encaminarse hacia el portal.

El pulso se le disparó de golpe al ritmo de un presentimiento que no podía ser más fatídico. Segundos después sonó el timbre del portero automático. Entonces, Jairo tuvo una revelación instintiva cuya ejecución no supo detener. Así fue como inventó que había encargado una pizza a través del móvil y así fue como le dijo a su amigo que tenía que bajar a abrir en persona, porque el dispositivo llevaba una semana sin funcionar. Fuera, un leve pitido dejó vía libre a los intrusos mientras Jairo abandonaba la escena con la puerta de su apartamento entreabierta y tomaba las escaleras en dirección ascendente, veloz como una rata asustada, sigiloso como una ameba, para buscar refugio en la azotea, bajo el azulado manto protector de una noche estrellada.

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