Truman Capote, la soledad en la cumbre
>>Siguen en un País de Maravillas,
soñando mientras pasan los días,
soñando mientras mueren los veranos...>>
LEWIS CARROLL, Alice in Wonderland
Cae la tarde en la isla de Manhattan, las nubes parecen zozobrar por entre los rascacielos, y el Empire State apunta hacia arriba sus bigotes cual Salvador Dalí en busca de un sublime cenit. Hacia las cuatro de la tarde la ciudad se entrega dócil a una segunda ebullición, hacia las cuatro, las mecanógrafas enfilan disparadas sobre sus tacones al metro, en tanto que los operarios de obras les dedican un último esfuerzo. Hacia las cuatro en Wall Street solo quedan cadáveres de inversores en bancarrota, hacia las cuatro, los autobuses escolares disparan bocinas que suenan como cornetas. En esta hora señalada, no muy lejos del barullo ensordecedor, se encuentra el edificio que ocupa Truman junto a su ama de llaves malaya en la U. N. Plaza. En la quinta planta, aislado del mundo, almacén de muchos recuerdos de antaño, Truman permanece inquieto frente a los enormes ventanales del salón. Con ayuda de Sarimah, su asistente malaya, instaló un confortable butacón de cuero imperial frente al ventanal. Permanece ahí sentado largo tiempo, impelido a causa de la enfermedad, escuchando entre expresiones amargas y de resignación, la lectura del correo por parte de Sarimah y su ininteligible acento. Hace un tiempo Truman le confesó a un amigo muy querido, que escuchar leer a Sarimah era una experiencia tan traumática como un libro de Gore Vidal. Pero a las cuatro de la tarde, hora señalada, un soplo glacial paraliza todo alrededor de Truman y el mundo queda reducido a muy poco, porque a las cuatro de la tarde, desde hace un año, el viejo escritor solo tiene ojos para Viola (nombre inventado por el autor) musa de tardes furibundas bajo el manto sonoro de Il Sorpasso de Vivaldi. Una tarde de octubre en la que el escritor estaba suspendido en nada en particular, Truman la vio pasar desde su ventana, con pies ligeros, se diría que dibujaba un minotauro a la salida del colegio. Angelito negro, con una trenza que atraviesa su espalda de criatura y dibuja toda una cordillera, el escritor le adjudico la edad de seis años, y desde entonces la espera desde el ventanal, como poetas esperan la llegada de la primavera en cantinas repletas de tormenta.
« señol, señol, hola de pastilla ».