—Una lupa y un sombrero, uno cómo el del abuelo. Eso es lo que quiero para mi cumpleaños—.
Se lo dije a mi madre, aunque estaba muy triste en ese momento y no sé si se acordará de ello. Ahora están todos preocupados y ayudando a la abuela y no sé qué pasará con mi fiesta de cumpleaños. Y antes de que sea mi fiesta, tiene que entender que ya no quiero los otros regalos.
Los fines de semana, cuando vamos a casa de los abuelos, mi primo Alfonso y yo jugamos a detectives. Siempre somos los ayudantes del abuelo. Desde que recuerdo hemos jugado a lo mismo, porque el abuelo nos decía que así despertábamos nuestra inteligencia, nuestra capacidad de deducción. —Elemental, querida nieta— me decía cuando, después de descubrir algunas pistas y mucho pensar y pensar, era yo la que imaginaba y explicaba cómo había sucedido todo.
El día que la abuela nos dijo, toda preocupada, que había desaparecido el reloj del bisabuelo, uno muy antiguo y que papá dice que es una de las joyas de la familia, fue la primera vez que ayudamos al abuelo en una investigación. Se puso su sombrero, cogió la lupa que usa para su colección de sellos y nos dijo: "Niños, no podemos dejar que la abuela esté tan triste. Hay que recuperar este reloj, no tenemos más remedio que encontrarlo." Desde aquel día, hemos investigado juntos un montón de casos. Buscar las pistas, preguntar a todo el mundo y después "atar cabos" –como decía el abuelo– para aclarar lo que había sucedido, fue nuestro juego preferido desde que se perdió aquel reloj.
Luego, por la noche, antes de acostarnos, nos reíamos con la abuela contándole nuestras hazañas. Y antes de dormir, el abuelo, que tenía muchos libros y conocía muchas historias de detectives de verdad, nos contaba a la abuela, a Alfonso y a mí, alguno de sus cuentos. Y así un montón de fines de semana, tantos, que ya no recuerdo cuantos.
Pero el sábado pasado, cuando fuimos a casa de los abuelos, no pudimos jugar como siempre. El abuelo estaba enfermo. Han pasado unos días y hoy no he ido al cole. La tía Merche me ha dicho que el abuelo ya no podrá jugar más con nosotros, que era muy mayor, que ha estado muy malito y que no ha podido recuperarse de la enfermedad, que ya no está. Le he preguntado que si Alfonso y yo no podremos jugar más con él. —El abuelo, siempre estará con nosotros, Elena, porque forma parte de nuestra familia, nos ha querido y cuidado y siempre lo tendrás en tus recuerdos—.
Y ahora veo a la abuela muy triste y me pregunto quién le hará reír como hacía el abuelo. Por eso quiero un sombrero y una lupa, para poder seguir jugando con Alfonso cuando vayamos a verla los fines de semana y luego reírnos con ella mientras le contamos nuestra aventura. Y también para encontrar el reloj perdido del bisabuelo, el gato del vecino que se fué y nunca volvió, el libro de notas donde a mamá le pusieron un 10 en dibujo, el álbum con las fotos de cuando mamá y la tía eran pequeñas o el colgante que el abuelo le regaló a la abuela cuando celebraron su primer año de casados.
Los cuatro hermanos nos parecemos mucho, pero ninguno heredamos los ojos verdes de mi madre, esos que me miran claros y transparentes desde el blanco y negro de las fotografías antiguas y que hoy siguen teniendo ese fondo lapislázuli.
Detecto en las historias que me cuentan de mi abuela materna su mismo carácter fuerte, ese que mi hermana mayor ha heredado quizás más que ninguno de nosotros. La protagonista de su vida parece una persona diferente a la que yo recuerdo. Nada tiene que ver con aquella dulce anciana postrada en su silla de ruedas por una embolia cuando yo era una niña.
Ninguna de las dos lo tuvo fácil, pero lucharon y sobrevivieron en un mundo y unas circunstancias mucho más duras que las nuestras.
Concha
Concha vivió su primer amor a principios del siglo XX, entre la Primera y la Segunda República. Era cigarrera en la antigua fábrica de tabacos de Madrid ubicada en el barrio de Lavapiés, en la calle Embajadores. Las cigarreras de Madrid, que llegaron a ser más de 3000 registradas, constituyeron todo un tejido social y solidario en su época, fueron pioneras de la lucha obrera en nuestro país y antesala de la emancipación y el feminismo en ciernes bruscamente truncado por la dictadura de Franco.
Las mujeres constituían entonces una mano de obra barata ideal en un sector laboral que requería de manos finas y hábiles para la fabricación artesanal de cigarros y puros. Su incorporación a la fábrica trajo consigo nuevas necesidades que influyeron en la configuración de sus espacios de trabajo ya que muchas de ellas venían acompañadas de sus hijos.
Mi abuela debió incorporarse a esta fábrica en el período entre 1915 y 1920. Ya entonces a las cigarreras madrileñas se las dotaba de cierto aire romántico, consideradas mujeres de rompe y rasga por su fortaleza. Alrededor del edificio y sus mujeres revoloteaban hombres de todo tipo, estudiantes, trabajadores y caballeros. Así conoció a Ernesto, joven de posibles con el que se emparejó y mantuvo un largo noviazgo empañado por la desaprobación de los padres de él. Fruto de esta relación tuvo a sus dos primeros hijos, Concha y Pepe. Pasado el tiempo, Ernesto se marchó a Barcelona tras casarse con otra joven de muy buena familia y mi abuela se quedó en Madrid, trabajando y con dos hijos a los que mantener. Peleó sola, como ella sabía hacerlo, durante la mayor parte de la década de los 20 hasta que conoció a Ricardo, mi abuelo. Con él vinieron el resto de sus hijos, Ricardo, Julia, Toñi y Norberto y una vida de familia que duró hasta que murió a los 85 años.
Las anécdotas que jalonaron aquella primera etapa de mi familia materna en el Madrid de la Guerra Civil y los años inmediatos de la posguerra dan para otro relato. Resumiré diciendo que los atravesaron con una dolorosa pérdida, la de mi tío Pepe, que se incorporó a la quinta del chupete y no regresó. Pero todo lo sucedido en aquella época demuestra el carácter fuerte y valiente de mi abuela, que superó infinitas dificultades para sacar a su familia adelante y fue pionera en su época.
Julia
Conoció a mi padre en la fábrica Marconi dónde ambos trabajaban. Él en contabilidad, ella como auxiliar administrativa. Ya conté parte de esta historia. A mi padre le costó subir a la casa de Embajadores por primera vez, porque mi abuelo Ricardo, aún siendo de izquierdas, era excesivamente protector con las mujeres de la casa. Mi abuela era otra historia, pero a sus hijas no les quedó más remedio que aguantarse.
Ya casi ni nos acordamos, pero mi abuela, nacida en los últimos años del siglo XIX, fue más libre que sus propias hijas. La dictadura cortó de raíz muchos derechos, pero a las mujeres, especialmente, las relegó a una infancia permanente. Durante los primeros años de la dictadura, una vez casadas, debían dejar el trabajo para dedicarse a cuidar de la familia. Después y hasta casi el final de la misma, no podían salir del país sin la autorización del padre o del marido, y sin una de estas tutelas, tampoco tenían derecho a firmar un contrato de trabajo, a tener una cuenta corriente, a realizar compraventa de bienes; no podían disponer de sus bienes sin la autorización del marido. Y, por poner un ejemplo, hasta 1966, la mujer no pudo ejercer como magistrada, juez o fiscal en la Administración de Justicia.
Nadie recuerda términos como la “licencia marital”, vigente hasta 1975. Y hasta 1981, seis años después de la muerte del dictador y tres desde que entró en vigor la actual Constitución española, la administración de los bienes gananciales en el matrimonio correspondía sólo al marido.
A partir de la Transición, mi madre, ya casi con cincuenta años, empezó a recuperar muchos derechos perdidos, pudo emanciparse como el resto de españolas. Mis hermanas pasaban ya de los veinte y yo aún no había alcanzado la mayoría de edad. Teníamos la esperanza de que todo cambiara. Creíamos que la igualdad estaba a la vuelta de la esquina. Pero nos equivocamos, porque el retroceso social y cultural que supuso la dictadura no se lo llevó la Constitución por delante. La música no acompañaba a la letra. Dimos muchas cosas por sentadas, pensamos que con el fin de la dictadura la vida cambiaría para nosotras como si eso fuera una línea de continuidad natural y no fue así. Socialmente seguimos siendo el género de segunda durante mucho tiempo.
Julia ya no tenía paciencia para seguir esperando y se negó a darse por vencida. Hizo muchas cosas por nosotras en tiempos aún difíciles para las mujeres, cuando defender a otras de la violencia de género era una afrenta, cuando crear una asociación de mujeres estaba aún mal visto, cuando pelear por el derecho al aborto era un crimen. Mientras yo finalizaba mi Bachillerato y terminaba una carrera, ella, desde una pequeña asociación, ayudó a muchas mujeres a escapar del infierno machista, dio soporte a otras para conocer las posibilidades de la planificación familiar, luchó por conseguir derechos que ahora disfrutamos.
Parece que todo esto ocurrió hace mucho, pero fue prácticamente ayer. Yo empecé a trabajar en 1989. Muchas de las cosas que he vivido durante mi larga experiencia profesional las he comentado con ella. Ambas hemos despotricado furiosas ante la indignante discriminación laboral que durante estos años ha seguido vigente en nuestro país. Si, las cosas han mejorado, pero queda mucho por hacer.
Yo tengo ahora más o menos la misma edad que tenía mi madre cuando votó por primera vez. En realidad, algunos más. Ella cumplió en marzo ochenta y ocho años.
Hoy se ha nombrado un nuevo gobierno en nuestro país. Por primera vez, once de diecisiete carteras están ocupadas por mujeres. No quiero hacer una valoración ideológica, para mí no es el momento. Sólo veo la cara de mi madre ante la noticia, su sonrisa, un sentimiento de orgullo que me rompe el corazón de ternura y felicidad. - ¡Por fin!-
Sigue cumpliendo años y está aquí para verlo, ha luchado durante toda su vida cada una de las batallas que han estado a su alcance y se ha ganado el derecho a sentirse orgullosa. Quedan muchas cosas por cambiar, lo sabemos. Siguen muriendo una cantidad vergonzosa de mujeres por terrorismo de género, el techo de cristal y la equiparación salarial siguen pendientes, ... pero lo ocurrido hoy significa algo. Y ella se siente feliz aunque sabe mejor que ninguna de nosotras lo difícil y largo que es el camino.
Cierro los ojos y nublo la mente. Si me esfuerzo, no sentiré nada. La angustia, la ira, el dolor, el ruido, la tristeza, las preocupaciones desaparecerán. Solo el aire, rozando con un ligero soplo mi piel, el calor del sol atravesando mis poros y calentando la sangre que recorre mis venas, el aroma intenso e inmenso del mundo. Si me concentro, mi cuerpo se aislará de mi pensamiento y seré agua, oxígeno, hidrógeno, carbono, en una perfecta proporción química; células agrupadas en tejidos; órganos componiendo sistemas... Una estructura perfecta que funciona por sí misma.
El problema está en mi mente, en mis pensamientos, en ese conjunto de procesos y funciones que componen mi intelecto, pero sobre todo, en mis emociones.
No quiero pensar... Soy una hormiga pequeña que recolecta comida y sigue su propio rastro hacia el hormiguero; soy la abeja que liba el néctar de una flor y vuelve a su colmena; soy un pez culomoteado que nada en el interior de un enorme banco alrededor de una boya... algo falla, mi corazón sigue latiendo a un ritmo alto y no puedo, no consigo evadirme.
Respiro honda y profundamente, despacio, acompasadamente, siguiendo un ritmo que brota de lo más recóndito de mis ser, un compás natural que me conecta con la naturaleza.
Soy todo y no soy nada.
Siento como mis alas se extienden y aprovecho una corriente de aire para elevarme. Planeo sobre los acantilados de Etretat y dejo atrás el ojo de aguja. El aroma inconfundible a mar invade todo mi ser, en una bofetada húmeda e intensa. Mis ojos se han vuelto pequeños, negros, y escudriñan la superficie del agua buscando alimento. Me lanzo en una diagonal perfecta hacia abajo y me sumerjo en el mar para capturar mi presa.
Estoy en el agua, bajo la superficie. La densidad de mi cuerpo ha cambiado, pero el ritmo sigue siendo el mismo. Me desplazo onduladamente hacia un prado de posidonias sobre un fondo de guijarros iluminados por los rayos del sol. Una estrella de mar reposa junto a unos erizos negros sobre las rocas más cercanas a la superficie. Alcanzo una enorme boya y me pierdo en una marea de peces danzarines.
El silencio me conforta...
Un ruido que no reconozco al instante, pero familiar, empieza a distraer mi concentración y la realidad me golpea de nuevo con saña. Las emociones vuelven a apoderarse de mí y ya no puedo distraer mi mente del dolor ni del miedo.
Quiero evitarlo pero no lo consigo, todo se viene abajo y un grito desesperado y agónico se abre paso hasta mi garganta y alcanza el exterior, invadiéndolo todo.