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La rueda de la fortuna

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¿Conocen ustedes esa sensación de saberse arrastrado por las circunstancias? ¿De haber perdido el control de la situación, de no poder planificar nada a medio plazo, de verse al albur de los acontecimientos, de encontrarse navegando en la oscuridad sin ningún faro en el horizonte? En plenas guerras civiles, los literatos romanos dieron en imaginarse amarrados a la rueda de la diosa Fortuna, una rueda que tan pronto anegaba a los mortales en la más profunda de las miserias como los enaltecía, solo para despeñarlos acto seguido, en su siguiente giro. Acaso estos literatos hablaran de ella con sublimes latines, pero a la diosa Fortuna no se la inventaron ni Horacio ni Virgilio. Fortuna es mucho más vieja y universal.

fortuna2Pongamos un ejemplo. Muchos de ustedes sabrán, porque es harto conocido, que durante los últimos siglos de su existencia los faraones egipcios acostumbraron a matrimoniar entre hermanos. ¿Pero saben ustedes quién instauró semejante moda? No piensen en ninguna criatura depravada y lujuriosa. No es esta una historia lúbrica de incestos, o al menos eso no es lo principal. Les voy a contar la triste historia de Arsínoe II.

Espero que no se me pierdan.

Arsínoe era hija de Tolomeo I, el oficial macedonio que, a la muerte de Alejandro Magno, había logrado apoderarse por las armas de la parte del imperio conocida como Egipto. Arsínoe, de hecho, había nacido en Alejandría y se había criado en el seno de aquella curiosa corte en construcción, rodeada de lujos, boato y no pocas dobles intenciones. Pero, como se suele decir, todo lo bueno se acaba pronto. A los dieciséis años su padre la envió al otro extremo del Mediterráneo, a Tracia, donde desde la muerte de Alejandro reinaba Lisímaco, uno de los compañeros de armas de Tolomeo en los ejércitos alejandrinos. Por entonces, Tolomeo y Lisímaco deseaban concertar una alianza entre sus nuevos reinos. De ahí que el padre de Arsínoe la ofreciera en matrimonio a Lisímaco, y de ahí que este último, a sus sesenta años, no viera impedimento alguno en repudiar a su primera esposa para reemplazarla por la joven egipcia.

La existencia de Arsínoe en Tracia no resultó nada cómoda. En dieciséis años de matrimonio, su maduro esposo le dio dos hijos, pero también le dispensó no pocos desprecios y malos tratos. Durante todo aquel tiempo, de hecho, la mano derecha del rey en la corte continuó siendo Agatocles, vástago de la primera esposa de Lisímaco. Agatocles odiaba a su madrastra, más joven que él, con un rencor que no había dejado de alimentar desde el mismo momento de la llegada de Arsínoe a Tracia. No en vano, la madre de Agatocles había tenido que marchar al exilio por culpa de aquella bella advenediza. Pero la relación entre Agatocles y Arsínoe empeoró todavía más cuando el príncipe casó con Lisandra, la hija de Laodice, a la que a su vez Tolomeo había repudiado para desposarse con la madre de Arsínoe, Berenice. Para entendernos, el hijastro de Arsínoe se casó con la hermanastra de esta. Espero que no se hayan perdido ustedes con el culebrón, pero tomen aire, que la cosa no hizo más que empeorar.

fortuna3Apenas llegada a la treintena, Arsínoe descubrió que sus hijos corrían peligro, pues Agatocles planeaba acabar con sus vidas para eliminarles de la pugna sucesoria. Informado del complot, el anciano Lisímaco ordenó la ejecución de su primogénito y, hasta entonces, más que probable heredero. Pero entonces Lisandra, la viuda de Agatocles y hermanastra de Arsínoe, huyó a Siria para reunirse con su hermano Tolomeo Ceraunos, otro de los hijos que Tolomeo I había tenido con la repudiada Laodice. Tolomeo Ceraunos, por entonces, se hallaba bien posicionado en la corte siria y había logrado el favor del rey Seleuco, él también veterano de los ejércitos de Alejandro Magno y por ende antiguo compañero de armas de Tolomeo y Lisímaco. Conmovido por los ruegos de Lisandra y Tolomeo Ceraunos, y aprovechando que en Egipto Tolomeo I, el padre de ambos y de Arsínoe, exhalaba su último aliento y no estaba en disposición de socorrer a sus aliados tracios, Seleuco declaró la guerra a Tracia y mató a Lisímaco. Mas Arsínoe, la involuntaria culpable de todo aquello, logró escapar de la masacre, embarcándose junto a sus hijos en un navío que partió rumbo a Macedonia, el hogar de sus ancestros.

Los ejércitos de Seleuco, con el propio monarca a la cabeza, le fueron a la zaga y se apoderaron también de Macedonia, con lo que Seleuco se convirtió de un plumazo en dueño y señor de buena parte del antiguo imperio alejandrino. Pero no tuvo tiempo de disfrutarlo. A los pocos meses murió asesinado a manos de Tolomeo Ceraunos, que traicionó a su viejo valedor para autoproclamarse nuevo rey de Macedonia. Y, no contento con eso, mandó buscar a la vapuleada Arsínoe, le obligó a casarse con él y, como colofón de tantos y tales desmanes, celebró su noche de bodas degollando a los hijos de su nueva esposa ante la aterrorizada mirada de esta.

Demasiadas desgracias para Arsínoe. Tan pronto como pudo, huyó de su hermanastro y esposo, huyó del palacio de este en Macedonia, huyó de todo, y emprendió viaje hacia Egipto. Hacia el reino de su padre difunto, donde al parecer el hermano menor de Arsínoe, Tolomeo II, había conseguido hacerse con el trono de su padre. Arsínoe no veía a su hermano pequeño desde que había partido de Alejandría a los dieciséis años, cuando él tan solo tenía ocho. Ahora, la fémina volvía a Egipto con más de cuarenta años y con un largo rastro de horror a sus espaldas.
Imagínense ustedes, en fin, la impresión que debió de sufrir Arsínoe cuando, al desembarcar en Alejandría, prófuga, sumida en la miseria y apenas acompañada de algún leal sirviente, se encontró con la capital egipcia todavía engalanada por los recientes esponsales del monarca. ¿Adivinan con quién acababa de casarse Tolomeo II, fortuna4el hermano de Arsínoe II? Con la joven que pasaría a los libros de historia como Arsínoe I, y que no era otra que la hermana de Agatocles, hija, como él, de Lisímaco y de su primera esposa, la misma que había sido repudiada para que el monarca tracio se casara con Arsínoe II. Y era bien sabido que Arsínoe I odiaba a su nueva nuera con la misma intensidad con la que lo había hecho Agatocles, ejecutado, recordemos, a instancias de Arsínoe II. La rueda de la diosa Fortuna, en fin, volvía a girar para todos.

No sabemos qué sucedió durante aquel encuentro entre Tolomeo II y su hermana mayor Arsínoe II. Desconocemos qué palabras se pronunciaron, qué miradas se lanzaron, qué recuerdos mutuos se evocaron, qué sobreentendidos se callaron. Lástima. Lo único que sabemos es que aquella conversación trastocó muchos destinos. Arsínoe I, la hermana de Agatocles, fue repudiada y desterrada del país del Nilo, y el faraón anunció a sus súbditos que había decidido desposarse con su hermana, eximiéndola, por consiguiente, de su matrimonio previo con el hermanastro de ambos, Tolomeo Cerauno. Aquello le valió a Tolomeo II el desdeñoso apodo de Filadelfo, “el que ama a su hermana”. Ea. Arsínoe II, al parecer, murió dos años después. Pero murió en Alejandría, a la sombra del Faro cuyas obras ya finalizaban, y que no sería testigo de tantas tempestades como las que había tenido que afrontar, y había logrado afrontado a su manera, la singular Arsínoe.

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¿Y qué hacemos con Jugurta?

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Jugurta, rey de los númidas, era nieto de Masinisa, el fogoso noble masilio que, durante la Segunda Guerra Púnica, había traicionado al bando cartaginés y se había aliado con los romanos, obteniendo de estos los apoyos necesarios para encumbrarse en el trono de Numidia. A su muerte, Masinisa había legado el reino a su primogénito, Micipsa, quien, deseoso de alimentar la alianza con Roma, y preocupado por la ambición desmedida y la escasa moralidad de su sobrino Jugurta, había enviado a este último a guerrear en Hispania, donde el joven segundón númida se las había arreglado para trabar contacto con varios de los generales romanos de mayor relumbrón. Entretanto, Numidia, esa tierra desértica situada junto a las fronteras del Imperio, no había dejado de prosperar, encauzando a través del Sáhara un auténtico torrente de oro y marfil hacia una Roma cuya avidez de productos exóticos nunca terminaba de saciarse. Micipsa, en fin, había fallecido joven y de una muerte inesperada. De la noche a la mañana, el trono de Numidia había quedado en disputa entre los hijos de Micipsa, Adérbal y Hiempsal, y su sobrino Jugurta. Aquel reino fabulosamente rico se encaminaba, sin que nadie pudiera remediarlo, ni siquiera Roma, hacia la guerra civil.

jugurta2Pero había algo que marcaría el sino de aquel conflicto inminente. Durante su baqueteada juventud, Jugurta había hecho un descubrimiento de la mayor trascendencia, tanto para su propia trayectoria vital como para, me atrevería a postular, la historia de todo el Mediterráneo. En Roma, según había comprendido Jugurta, todo estaba en venta. Los ejércitos. La voluntad de los senadores. Las decisiones de las asambleas. Todo. Todo tenía un precio, y un acaudalado príncipe númida como él estaba en disposición de pagarlo.
Pues bien, aquella revelación lo cambió todo. Tanto en Numidia, como en la propia Roma.

Tan pronto como Jugurta supo de la muerte de su tío Micipsa, envió a sus sicarios a matar al primogénito de este, Hiempsal, ocupado todavía en velar el cadáver de su padre. La noticia desató el escándalo en las calles de Roma, donde al punto se alzó una miríada de voces exigiendo que la República actuara para acabar con las iniquidades que se estaban cometiendo junto a sus fronteras. Las sesiones en el Senado se sucedieron, pero no se llegó a tomar ninguna medida concreta. Los senadores, cada vez más enriquecidos, cada vez más opulentos, cada vez más sonrosados, enronquecían y sudaban de tanto vociferar en el Senado para luego regresar a sus casas, donde los emisarios de Jugurta les aguardaban con espléndidos regalos.

Adérbal, el hijo superviviente de Micipsa, llamó en su ayuda al ejército númida, pero al poco resultó derrotado, pues Jugurta se había hecho con unas fuerzas numerosas reclutadas en los confines más remotos del reino. Consciente del sino que le deparaba si permanecía en Numidia, Adérbal huyó a Roma, donde solicitó asilo y exigió que los antiguos aliados de su estirpe tomaran cartas en el asunto para frenar aquel desastre. Y así lo hicieron, desde luego, pero no antes de que los agentes de Jugurta recorrieran, una vez más, las casas de los senadores más influyentes. El Senado de Roma decretó que Numidia fuera dividida en dos partes, y que una de ellas, la más rica, le fuera entregada a Jugurta, mientras que la otra, la más pobre y difícilmente defendible, fuera puesta en manos de Adérbal. Es más, los senadores conminaron a este último a que abandonara Roma de inmediato para hacerse cargo de sus obligaciones como monarca.

jugurta3En aquella ocasión, el escándalo en las calles de Roma fue mayúsculo. La corrupción era tan explícita que ya nadie se molestaba en ocultarla, comenzando por el propio Jugurta, que presumía abiertamente de su influencia sobre los gobernantes de Roma. ¿Pero qué se podía hacer con Jugurta?

En Numidia ocurrió, desde luego, lo que cabía esperar: no bien hubo llegado Adérbal a su parte del reino, Jugurta la invadió y acorraló a su primo en la ciudad de Cirta, que sometió a asedio. En Cirta residían varios potentados romanos con buenas conexiones en el Senado que ofrecieron sus servicios a Adérbal para mediar ante Jugurta. A través de estos, se organizó un cónclave a las puertas de la ciudad sitiada, al que acudieron ambos primos, con los prebostes romanos como testigos. Pero Jugurta había emboscado tropas en las inmediaciones y no tuvo pudor alguno en acabar con la vida de Adérbal ni con la de los entrometidos romanos.

Aquella fue la gota que colmó el vaso. Roma, obligada ya a actuar, envió un ejército a Numidia. Ejército que a los pocos días se desbandó, en cuanto los emisarios de Jugurta acudieron a la presencia del comandante romano y le agasajaron con ricos regalos.

Roma despachó un segundo ejército, encabezado esta vez por uno de sus cónsules, Quinto Cecilio Metelo. Pero, pese a la veteranía del general y a lo numerosísimo de sus tropas, durante casi diez años no se produjo avance alguno. Metelo, por alguna razón, se limitó a dejar pasar el tiempo mientras sus legionarios languidecían encerrados en sus campamentos. Y mientras las arcas del general y las de toda su familia se engrosaban más y más.

Jugurta, en fin, también había comprado al cónsul Metelo. Y al Senado. Y a los magistrados, y a los tribunales, e incluso se decía que a muchos de los propios soldados. Varios de los magnates sobornados cayeron en desgracia, algunos fueron apartados de sus cargos y jugurta4otros cayeron en el oprobio. Un oprobio sazonado de oro, por supuesto, pero oprobio al fin y al cabo. Mas la cuestión que resonaba en las calles de Roma continuaba siendo la misma: ¿qué hacer con Jugurta?

El desenlace del episodio es de sobra conocido. En la escena romana apareció de improviso un soldado, Mario, que, pese a su nula experiencia política, o precisamente gracias a ella, se hizo con el apoyo de las masas, ascendió al poder e impulsó toda una serie de reformas institucionales que permitieron que Roma venciera por fin aquella larga guerra. Aquellas medidas provocaron que la opinión pública romana se polarizara frente a los nobles corruptos. Que los altercados en las calles fueran cada vez más frecuentes, que los estados de excepción estuvieran a la orden del día, y que el dinero y los sobornos proliferaran tanto durante las campañas electorales que estas finalmente dejaron de celebrarse, carentes, ya, de sentido alguno. Apenas diez años después, Roma se desgajaba en la primera de sus guerras civiles, protagonizada por el propio Mario contra uno de sus lugartenientes, Sila. Una década más tarde estallaría la siguiente, y una década después, la siguiente. Y así hasta que, transcurridos ochenta años de conflagración civil, Augusto consiguió erigirse sobre los escombros de la República y sentó los pilares del nuevo régimen autocrático.

¿Qué hacemos con Jugurta? ¿Y por qué no preguntarnos qué hacer con nosotros mismos?

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Hilos sueltos

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La urdimbre de la Historia se entreteje, casi siempre, con cabos sueltos.

Como saben ustedes, en 218 a.C. Aníbal cruzó los Pirineos, y después los Alpes, al frente de un nutrido ejército, rumbo a Italia. Pero dejó en Iberia a sus mejores generales, bien pertrechados de hombres, elefantes y jinetes, con la misión de defender unos territorios conquistados apenas dos décadas antes y dominados gracias a la colaboración de las aristocracias locales.

hilos3De hecho, como precaución, el cartaginés exigió a los nobles iberos de los que más desconfiaba la entrega de algunos de sus familiares más próximos. Los reunió a todos en Sagunto, les aseguró que nada les sucedería mientras sus padres, hermanos y esposos colaboraran, y los puso bajo la custodia de Bóstar, su más temible lugarteniente.

Poco después de la partida de Aníbal, desembarcaron en la península los hermanos Escipión al frente de unos pocos hombres. Sus fuerzas, insignificantes, difícilmente hubieran podido competir con las que los cartagineses y sus aliados mantenían acuarteladas en Iberia.

Pero he aquí que, por esas mismas fechas, estalló una rebelión entre los celtíberos. Y, no mucho después, unos almirantes fenicios, descontentos con el trato que recibían de sus amos cartagineses, se amotinaron, desguazando, en el ínterin, buena parte de la flota anibálica. Los generales cartagineses tuvieron que dispersar sus fuerzas para afrontar toda esa concatenación de problemas. Y, faltos de oposición, los hermanos Escipión se hicieron dueños, como quien no quiere la cosa, del rinconcito noreste de la península.

Ahí no acabó todo. Resulta que en Sagunto habitaba por entonces un jerarca ibero llamado Abílix, que hasta entonces se había distinguido por sus diligentes servicios a los cartagineses. Sin embargo, la proximidad de las legiones romanas le hizo replantearse muchas cosas. Entabló conversación con Bóstar, y le hizo ver que, con los romanos a las puertas de Sagunto, a hilos2Cartago le convenía más cimentar sus alianzas en la amistad que en el miedo. Por tanto, Bóstar debía liberar a los rehenes retenidos en la ciudad para granjearse el agradecimiento de sus familias. Dicho y hecho, a Bóstar le pareció bien la idea, dio la orden pertinente y los soldados cartagineses dejaron partir a sus reclusos.

Mas Abílix era más taimado de lo que parecía. Previamente se había puesto en contacto con unos hispanos que servían en el ejército romano, y a través de ellos les había hecho llegar un mensaje a los hermanos Escipión. En la carta, les habló de los rehenes que estaban a punto de ser liberados. Les informó del día y la hora, y les sugirió lo beneficioso que sería para Roma capturar a todos aquellos infelices. Así lo hicieron los romanos, dejando a Bóstar y a sus cartagineses con un palmo de narices.

Pero la carambola continuó. De la noche a la mañana, Abílix consiguió escabullirse de Sagunto, acudió al campamento romano y convenció a los hermanos Escipión, pásmense ustedes, de que liberaran ellos también a sus cautivos, pues solo así darían a conocer a las gentes del entorno la benevolencia romana. Su plan se llevó a la práctica. Los baqueteados rehenes pudieron por fin regresar a sus hogares. Y, por algún motivo, la historia que contaron fue la de que Roma, y no Cartago, les había liberado de sus cadenas.

hilos4El júbilo estalló en sus familias y comunidades, proliferaron las fiestas y banquetes, y a no tardar se entablaron conversaciones que demostraron que Aníbal había hecho bien en desconfiar de aquellas gentes, pues todas ellas, libres ya de ataduras, traicionaron sus alianzas con los cartagineses y abrazaron con entusiasmo la causa romana.

Trece años después, Roma, con el apoyo de todas esas comunidades, vencería aquella guerra y expulsaría a Cartago de Iberia. Y apenas unos meses más tarde, impulsaría tales gravámenes a los iberos que muchos de ellos tratarían de rebelarse, pero ya sin éxito.

Y es que, como dijo un erudito bizantino llamado Zonaras, el retorno de todos aquellos rehenes a sus casas fue lo que selló el destino de Iberia. Sin que, probablemente, ni siquiera los hermanos Escipión llegaran a pretenderlo.

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