Antes de empezar, observa el huerto en la distancia y se acerca con las ideas claras de cómo acometer la tarea. Se trasladaron a la casa del campo porque Natalia es una apasionada de la siembra –y se le da bien–, de la jardinería y de cualquier tipo de árbol, plantas y flores. Juan es veterinario, además de ocuparse de sus propios animales, ejerce en los alrededores. Por la zona no hay gente joven, como ellos, viven todos en la ciudad. Pero de vez en cuando los amigos vienen a visitarlos, sobre todo en verano, porque tienen una casa espectacular, aún no han reformado la piscina, en cuanto esté lista, no se los van a quitar de encima. Lo que cultivan se ha ido haciendo cada vez más famoso gracias al boca a boca, y eso que al principio el plan parecía una locura. Estáis locos, les decían, iros a vivir al campo, cultivar, madrugar, frío, lluvia, granizo… Ellos van a la ciudad algún fin de semana, salen a cenar y a tomar algo.
Del trabajo en la huerta disfruta incluso cuando empieza a sudar y se tiene que ir quitando ropa. Antes de tener a Anabel, se ponía a cavar y a sembrar ese mismo huerto y al acalorarse se iba quitando prendas para que Juan la viera al entrar y salir del establo. El jersey, la camiseta, el pantalón. La primera vez Juan se detuvo al verla en bragas y sujetador.
–Joder, cada vez llevas menos ropa.
Natalia se desabrochó el sujetador, Juan ya se había acercado lo suficiente y se había arrodillado para bajarle las bragas.
Hace tiempo que no lo hace. Él está dentro del establo ahora, Natalia levanta la vista y ve a Gloria en la ventana apoyada en el bastón. La está mirando y Natalia le sostiene la mirada. La presencia de Gloria, arriba, le calienta la sangre, mira al establo, se seca el sudor y suelta el azadón, dispuesta a entrar. La vieja no ha conseguido más que insuflarle ganas.
Gloria no le quita ojo de encima a Natalia, siempre que Natalia no se da cuenta la mira y remira para cogerle más asco. Esta vez Natalia se ha percatado y Gloria no ha bajado la vista hasta que la muy guarra se ha metido en el establo. Mejor no pensarlo. Se gira ayudada del bastón y se sienta en su tocador. Abre un joyero de que sale Para Elisa, de Beethoven, mira dentro y hay pendientes, collares, pulseras. Tiene fotos de Anabel por todas partes en la habitación y dentro del joyero una de ellas dos juntas, que besa. Viste de negro porque es viuda, motivo por el que se trasladó a vivir aquí, con su único hijo y Anabel. Lleva todo tipo de abalorios, las joyas han sido siempre su debilidad. Se cambia de pendientes ante el espejo, se pone en pie y se dirige con el bastón a la cama, donde se tumba con los ojos abiertos mirando un punto muerto en el techo mientras bisbisea palabras ininteligibles. Así permanece hasta la hora en la que llega Anabel del colegio, entonces se levanta y se acerca a la ventana para ver llegar a la niña.
Qué indescriptible tranquilidad. Juan ayuda a Anabel a hacer los deberes porque Natalia ha ido al pueblo. Gloria se ha sentado en la butaca de la cocina y se mece plácidamente, sumergida en la contemplación de Anabel y Juan. Ronronea como un gato.
Cuando Natalia llega Juan ya ha hecho la cena. Ella aún no sabe la velada tan dulce que le espera. No ve Gloria por allí…
–Mi madre ya ha cenado porque se desmayaba de hambre y de sueño, se ha ido a acostar.
Le invade una tremenda alegría al estar sentados los tres en la mesa, Juan ha preparado unas empanadillas con atún, a la madre y a la hija les encantan. Hablan del día, Anabel atiende a la conversación por si sale Tico, tiene obsesión por el caballo.
En cuanto cena, a la niña le entra sueño y quiere irse a la cama. Le gusta leer antes de dormirse. Tiene decenas de cuentos, que lee sin parar. Juan se ofrece a recoger la mesa y Natalia acompaña a Anabel a su habitación, al pasar por la puerta de Gloria ve que no sale luz por debajo de la puerta. La habitación de Anabel tiene una hermosa cama con dosel, y está llena de muñecos y dibujos. La niña se pone el pijama y se mete en la cama, tiene un libro en la mesilla de noche. No quiere que Natalia se lo lea, quiere leerlo sola y a Natalia, en el fondo, le da rabia esa independencia de Anabel, que ya quiera que le lea, que no la necesite, aunque sea lo lógico.
Baja y los se quedan un rato más charlando, esa noche no les apetece ver una película, pero sí leer juntos un rato en el sofá, hasta que les entra sueño y se van a la cama.
–¡Natalia! ¡Natalia! –vocifera Gloria en mitad de la noche.
Natalia se levanta como un resorte y anda apresurada a la habitación de la anciana, a ver qué quiere. Hay luz por debajo de la puerta y cuando la abre Gloria sigue llamándola a gritos y golpea el suelo con el bastón.
–¿Pero qué pasa? ¿Por qué grita? –Me meo.
Gloria señala con el bastón debajo de la cama. Natalia se agacha y saca un orinal, que coloca en el centro de la habitación. Coge a Gloria del brazo para que se levante y la acompaña hasta el orinal. La ayuda a sujetarse el camisón y a agacharse. Gloria mea y se escucha el pis caer en el orinal. Mientras Gloria mea Natalia contiene la respiración y observa la habitación. Es muy austera, está casi desnuda, no tiene más que una cama, el armario y el tocador, que resulta un tanto extraño, extravagante, en un espacio tan desamueblado. Gloria se apoya con una mano de un brazo de Natalia y con la otra del bastón.
–Ya está. Ayúdame a levantarme. No puedo quedarme agachada más tiempo.
Natalia la ayuda y Gloria, al estar de pie, le señala la cama con el bastón, espera a que Gloria se meta en la cama. No le ha dirigido la mirada ni una vez. Cuando va a salir de la habitación, la vieja le dice:
Amanece. No hace falta que se asome a la ventana para saber que el rocío moja las hojas de los árboles, empapa las flores y, más lejos, el pavimento, porque el camino de acceso a la casona es de tierra y el pavimento queda lejos del entorno y de la casa, donde Natalia no puede verlo, hay que recorrer todo el camino de tierra para llegar la carretera principal, y de ahí al pueblo pavimentado, adonde le gusta ir una vez a la semana, porque se ha criado allí y guarda clara memoria de las calles, plazas y casas. Los gallos cantan. No le agrada el canto de los gallos, cantan a cualquier hora, y la sacan del sueño. Si cantaran de madrugada y sirvieran de despertador, vale, pero cantar así, sin ton ni son, cuando les viene en gana… Y luego el frío, la humedad. Hay momentos de cierta comodidad, en los que el frío no anula los movimientos de los dedos ni te hiela la nariz o hace que te piquen los pies, pero para llegar a eso han de pasar horas y se queman muchos troncos y se gasta mucho gasoil. Le gusta vivir allí porque le quiere. Ahora es uno de esos momentos cómodos. Si sumerge la cabeza bajo el edredón nórdico y hunde la cara en el pecho de Juan, cosa que hace, siente una placidez que le lleva a la excitación; se debe al olor de Juan. A Juan.
La leche está hirviendo, se gira con el cazo en la mano, Anabel la mira con cariño. La niña siempre tiene una sonrisa en la cara, admira a su madre. Natalia vierte la leche en el tazón, que ya tiene el colacao en el fondo y hace que la leche se torne marrón.
–Aquí tienes –le dice a Anabel–, ten cuidado, que quema. –Gracias, mamá.
Anabel mira la taza como si fuera un tesoro y agarra un paquete de galletas del que saca varias que desmenuza observando cómo se ablandan, después mete la cucharilla y las pesca, se las lleva a la boca.
–Mmm. Qué ricas…
Se oyen pasos, alguien se aproxima, se detiene y los pasos dejan de oírse, asoma la cabeza.
–¡Bu! –¡Papá!
Anabel se ríe, Natalia, aunque está de espaldas porque la cafetera ha empezado a soltar el café y la está retirando del fuego, también ríe. Juan se ha acercado a darle un achuchón a Anabel, que ha tendido los brazos para abrazarse al cuello de su padre. Juan se acerca a Natalia y le pellizca las nalgas.
–Buenos días –le susurra al oído–. Huele a café… -Y en voz alta–: ¿Dónde está mi café?
Ahora que se ven vestidos Natalia observa que lleva unos vaqueros y una camisa de cuadros que a ella le gustan. Juan también ha reparado en que Natalia lleva unos vaqueros y un jersey que a él le gustan.
–Ya va, impaciente –responde Natalia.
Anabel está radiante. No ha podido llevarse otra cucharada a la boca de lo embobada que se queda mirando a su padres. El colacao ahí sigue, templado, se está enfriando, piensa, y está rico, muy rico.
Juan pone unas rebanadas de pan en el tostador, se frota las manos y se sienta, Natalia ha dejado en la mesa dos tazas de café de las que sale humo.
–¿Has dado de desayunar a Tico y a las gallinas? –pregunta Anabel. –Sí, Tico se ha zampado casi un saco de alfalfa. Y Tomás se ha llevado a las vacas a pastar.
Anabel sostiene una cucharada llena de galletas mojadas y Juan se la roba con la boca. La niña finge que se ha enfadado.
–Se ha comido mi galleta, mamá. Dile que espere a sus tostadas.
Natalia le sacude con un trapo de cocina.
–Pero qué bobo eres, Juan, deja de robarle la comida a la niña.
Las tostadas han saltado dentro de la tostadora, Natalia las pone en un plato, se acerca con él a la mesa, pero se detiene a medio camino y se le congela la sonrisa en la cara cuando ve a Gloria en la puerta de la cocina. Qué manía la de esa mujer de no hacer ruido y aparecer de sopetón. De no hacer ruido cuando quiere, rectifica Natalia en el pensamiento, porque cuando quiere bien que se le da a la señora.
Sin mirar a Natalia, Gloria se sienta en la mesa y saluda a Juan y a Anabel. Ha apoyado el bastón en la mesa.
–Buenos días, hijo, ¿está despejado el día? –se dirige a Juan con tono cariñoso a la vez que sonríe a Anabel. Le ha cambiado la expresión, desde el umbral de la puerta ha visto a Natalia y la ha mirado con displicencia, ahora le hace el vacío, como si no estuviera en la cocina. En cambio con Anabel es incapaz de contenerse–. Pero qué guapa estás hoy, Anabel. Ven aquí, anda, ven. Ven a darle un beso a tu abuela.
Anabel se levanta y se dirige a la silla de su abuela. Pasa por delante de Natalia, quien observa seria la escena.
–Buenos días, abuela, ¿has dormido bien?
Anabel frunce la nariz al arrimarse a Gloria, que le sostiene la carita con las dos manos y le planta dos besos sonoros.
No le da asco, piensa Natalia, la niña nota que huele a vieja, pero no le da asco, es capaz de acercarse, de recibir los besos, y hasta de darlos, se fija Natalia cuando Anabel le devuelve el beso a la abuela.
–Tengo que irme. Voy a llegar tarde al colegio. –Se retira las manos de Gloria de la cara con rapidez, mira a Juan y luego a Natalia. –Venga, vámonos. –Se apresura Juan también, mirando la hora en su reloj.
En cambio Natalia nunca ha visto a Juan besar a su madre. Ni a Gloria besar a Juan. Recuerda los besos que le ha dado ella por la mañana a Juan, metiendo la lengua despacio en su boca, acariándole los labios con ella, mordiendo a veces. También le ha dado besos a Natalia en la cabeza para despertarla, apoyando la boca con suavidad en su pelo. Ahora Anabel le da un beso a Natalia en la cintura, la saca así de sus pensamientos, la abraza por las caderas, a la altura a la que le llega la niña. Natalia se agacha y cierra los ojos para recibir esta vez el beso en el rostro. Anabel huele a galletas. Ella solo ha besado a Gloria una vez; cuando se la presentó Juan.
–Que tengas un buen día –le desea a su hija.
Gloria hace como si no prestara la mínima atención, pero no ha perdido detalle. En cuanto Anabel y Juan salen por la puerta, coge el café de Natalia y lo sorbe. Lo escupe. Da un golpe con el bastón en el suelo y dice con impertinencia:
–Puaj. Está frío. –Le tiende la taza de café a Natalia–. Caliéntalo, anda.
Una mañana plomiza, de camino a la oficina, al cruzar el puente de piedra, vi un loro verde precioso. No hacía mucho había leído, bajo el titular «Madrid se naturaliza poco a poco», que desde que se habían abierto las compuertas del Manzanares –el artículo decía esclusas–, cerradas desde 1955, que impedían a las especies autóctonas vivir en el secarral que es este río, se estaban recuperando especies autóctonas. Supuse que aquel loro se habría escapado de alguna jaula y de alguna casa con las ventanas abiertas y que ahora vivía libre, suelto, volando, comiendo insectos vivos y no pipas ni alpiste y que su dueño estaría apesadumbrado por haber perdido un animal tan bello.
A partir de ese día cogía siempre el mismo lado del puente, el izquierdo, porque volví a ver al loro de nuevo. Pero no tardé en darme en cuenta de que no había un único loro, de que había varios, por tanto, no se podían haber escapado de ninguna jaula. Convivían con las palomas, que siempre me han dado un asco atroz. Otro día al ver a tres de esos loros juntos, me paré en seco, observé que tenían comportamientos un poco violentos, en realidad, no convivían con las palomas, competían con ellas, y emitían un graznido molesto que hizo que de manera inteligente me tapara los oídos. Cuando llegué a la oficina busqué en internet, apareció la foto de uno de esos loros, o mejor dicho, lorito, pues son pequeños. Supe así que se trataba de la urraca argentina, que era una especie invasora y que amenazaban la biodiversidad. Siempre hay voces, sobre todo en las redes sociales, que salen en defensa, y el caso de las urracas no era menos, por las mismas causas que estaban denostadas, otros les sacaban la cara, que si se adaptan al medio, que si conviven con las demás especies, etc. Da igual. Lo importante es que nunca más las he vuelto a llamar loros ni por supuesto a confundirlas con uno.
Y así, los días entre semana, me detenía en el mismo sitio donde anidaban las cotorras con sus chillidos como metralletas, porque esos pájaros me producían cierto interés.
Y todo empezó el día que, al llegar de la piscina, colgué el bañador, la toalla y el gorro de las cuerdas de tender, apoyé las zapatillas en el poyete de la ventana para que se secaran, me preparé una merienda y me senté a ver una película. En un momento del metraje eché la cabeza atrás, porque me dio la risa, y vi algo verde en la ventana. Me fijé bien. Era una cotorra, no había duda. No hice caso, seguí viendo la peli. Pero la cotorra seguía ahí, me acerqué a verla, se movía de un lado a otro, con pasos largos y seguros para unas patas tan cortas, con el pecho hinchado. Andaba hasta el final del poyete, se daba la vuelta y deshacía el recorrido. La dejé estar y volví al sofá, pero justo al darme la vuelta oí un golpe en el cristal, la cotorra lo estaba golpeando con el pico. Me acerqué de nuevo… Seguía y seguía, golpeé el cristal con el dedo, para asustarla con el ruido de vuelta, pero ella continuaba golpeando, tan fuerte que pensé que iba a romperlo. Pero ¿qué quería? Hasta que se cansó de golpear y continuó con el desfile, un, dos, tres, sacando pecho con orgullo, con el pico levantado, ida, vuelta, ida, vuelta.
Ni caso, me dije. Volví y conseguí meterme en la película, a pesar de que la cotorra no paraba, tan pronto se detenía y me golpeaba como continuaba con su ridículo desfile. Hasta me hizo gracia.
No me percaté de cuándo se detuvo, pero estaba quieta cuando terminó la película. Ya era de noche, me acerqué al cristal y vi que me miraba. Se mantuvo muy quieta un rato, hasta que lentamente se acercó a mis zapatillas, se subió e hizo gesto de acomodarse, moviendo las alas y el culo… Se sentó encima y cerró los ojos con calma.
No tengo persianas, porque vivo en un primero interior y entra poca luz, pero tengo cortinas, las corrí. Ya se cansaría de estar allí. Me lavé los dientes, de camino a la habitación para acostarme descorrí con sigilo la cortina y allí estaba, durmiendo plácidamente, me pareció que hasta con un gesto de burla.
Me acosté, dejé la puerta abierta, para escuchar por si llamaba de nuevo. No descansé nada. Conseguí caer en una especie de duermevela intranquila, me desperté con miedo a medianoche e hice lo posible por calmarme. Con los ojos como platos escuché el silencio, me convencí de que se había ido, todo estaba en tranquilo dentro de casa, y fuera parecía que también, desde luego. Por qué no… Me tapé la cabeza con la sábana, pero fue peor, si iba a entrar, prefería verla venir, si iba a golpearme con su pico o a arañarme con sus garras grises y duras mejor tener las manos libres, fuera de la sábana, para poder taparme con las manos la cara, o para agarrarla por su hermoso cuello verde hasta hacerla exhalar, perder aire lentamente por el pico, sus ojitos pequeños y redondos medio salidos de las cuencas, su pecho deshinchado, sus patas tiesas, para siempre.
Tanto estar alerta me dejó, finalmente, agotada. Y dormí profundamente.
Golpes, esta vez mucho más violentos, me despertaron de madrugada. Me levanté como un resorte, descorrí la cortina, la cotorra golpeaba como un pájaro carpintero.
–Vete de aquí, hija de puta –grité.
Con una agresividad grotesca empezó su desfile. Pero qué narices quiere, qué hace. Me caí al suelo, desfallecida de miedo. Abrí los ojos muerta de pánico, la cotorra paró en seco, me dio la espalda y emprendió el vuelo. Se borró de mi vista.
No tardé ni medio segundo en ponerme en pie y atisbar el pequeño trozo de cielo que se ve desde mi ventana. Estuve un rato mirando y nada, no volvía, definitivamente, se había ido. Qué alegría inmensa. Café, pensé, un café, me tomo un café y me pongo en marcha. E hice el café, pero en lugar de sentarme en la mesa de la cocina, como hago siempre, me senté en el sofá, por si volvía. Me tomé el café mirando a la ventana. La cotorra no apareció y ya iba siendo hora de ir a trabajar. Me desnudé para meterme en la ducha, al entrar miré de soslayo, por si estaba detrás. Me metí en la ducha, y fui incapaz de cerrar los ojos bajo el agua, porque temía que al abrirlos me la iba a encontrar de frente. Me sequé, me vestí, llegaba tarde, cogí el bolso, pero empecé a temblar al acercarme a la puerta, ¿y si me estaba esperando en la calle?
Era absurdo.
E inevitable. No podía controlar el pensamiento. Me estaría esperando, oteando desde el aire para atacarme. Pero ¿por qué iba a querer atacarme? Eso, ¿por qué? ¿Por qué había pasado la noche entera en mi ventana? ¿Qué quería? Quería entrar en casa, eso seguro, porque no paraba de golpear el cristal.
Ese día fui incapaz de salir. Llamé al trabajo y dije que estaba enferma. Y lo consumí, entero, mirando a la ventana.
Se lo conté a mi hermana. Me escuchó, era evidente que sorprendida.
–¿Y no abriste la ventana para espantarla? –No. Y si al abrirla, se mete en casa, ¿qué? –También podías haber sacado el palo del cepillo de barrer y haberla espantado con él. Tampoco son tan grandes las urracas esas, son como un loro pequeño. ¿Qué daño te podía hacer? –Y yo qué sé. –¿Te das cuenta de que es absurdo, Carolina? Irracional.
Me daba cuenta, pero no podía evitarlo. Empecé a vivir con lo irracional. La cotorra no regresó, por el momento, a mi ventana, pero acudía a mis sueños muchas muchas noches. Una noche soñé que estampaba un huevo de polluelo contra el suelo, otra, que devoraba a picotazos a un cachorro de gato, otra que entraba en mi casa de noche y me acribillaba a arañazos los ojos con sus garras. Me dieron de baja y me recetaron Diazepam. El psiquiatra me tranquiló, dijo que después de la pandemia, la salud mental de la mayoría de la población estaba “resentida” y que era bueno ir al psicólogo, las fobias eran fáciles de tratar, afortunadamente, dijo mirándome con ternura.
Así fue. Más rápido de lo que esperaba. Tuve varias sesiones online con una psicóloga, no quise ir a la consulta porque me negaba a abandonar mi casa, así podía controlar la ventana, la terapia iba surtiendo efecto, a los meses me cansé de mirar, no había señales de la cotorra. Las últimas sesiones, hasta pude ir a la clínica, salir a la calle, dejar de pensar en el maldito animal, y la prueba más importante de todas, de regreso al trabajo, al pasar por el puente de piedra, me las topaba a diario y era capaz de parame y mirarlas, de escuchar sus martirizantes graznidos. Llegó el verano. Me fui de vacaciones con mi hermana y sus hijos a la playa. Al tumbarme bocarriba disfrutaba de la vista de las gaviotas, su trino me parecía una melodía preciosa; su vuelo, elegante. Tomaba la mayor parte del tiempo el sol, me bañaba y nadaba, jugaba con los niños, hacíamos agujeros en la arena hasta que se llenaban de agua, castillos con el cubo y la pala, nos enterrábamos. Alicia, la pequeña, encontró un día una caracola.
–Si te la pones en el oído, se escucha el mar –le dije a mi sobrina, y le tendí la caracola.
La niña la sujetó con sus manitas, la apretó contra el oído y abrió la boca, sorprendida.
–Tía, la caracola quiere hablar contigo –me dijo apartándosela del oído.
Le seguí la broma. Muy seria, dije:
–¿Conmigo? –Sí, quiere decirte algo –respondió la niña volviendo a poner la caracola en el oído. –A ver, trae, dámela. –Tendí la mano con seguridad para escuchar lo que la caracola tenía que decirme.
Alicia me la dio, siguiéndola con la mirada atenta.
–Hola, caracola, me ha dicho Alicia que quieres decirme algo –hablé a la caracola. –Sí. –Escuché nítidamente–. Sí –repitió–. ¿Sabes lo que quería aquel día en tu ventana? Agua.